La tragedia de los conversos tiene un antecedente histórico importante en la historia del mundo occidental. Desde los inicios de la cristiandad, y con creciente intensidad a contar de la expulsión de musulmanes y judíos de la península ibérica en 1492, el “marrano” es el nombre despectivo que se le da al judío que decide traicionar a su comunidad de origen, bautizarse, y con ello comienza a formar parte de la Iglesia católica. Los términos en que se expresa la tragedia de los marranos son reconocibles en lo que observamos hoy. Las motivaciones del converso son, en último término, insondables: ¿se trata de un cambio religioso genuino o de una estrategia egoísta para mejorar sus condiciones personales? Para la comunidad de origen, las consecuencias son únicamente negativas: el dolor por la separación, la ira contra la traición, las inconfesables dudas frente a la posibilidad de que las creencias propias estén efectivamente erradas. Para la Iglesia, esas conversiones significaron siempre, y sin importar el motivo y las circunstancias, un éxito al que se creía obligada a sacar máximo partido posible.
Pocas figuras públicas generan pasiones tan extremas como aquellos personajes que en el pasado tuvieron su domicilio político en la izquierda o el progresismo, pero en algún momento se pasaron al mundo conservador. Roberto Ampuero y Mauricio Rojas fueron casos destacados durante la última década, pero a contar del estallido social de octubre de 2019 hay dos nombres que consistentemente producen las reacciones más intensas: Cristián Warnken y Javiera Parada. ¿De dónde proviene su inagotable energía personal para mostrarnos siempre cuál es el camino por seguir? ¿Qué explica la intensidad del rechazo que sus opiniones generan, que no deja pasar intervención alguna ni escatima en insultos? ¿A qué se debe la generosidad con que se los recibe y el valor simbólico desmedido que sus nuevos camaradas les otorgan?
Partamos con ellos mismos. Una característica que sin duda comparten es la convicción sin límites con que se dedican a su tarea. No queda más que admirar el esfuerzo inagotable que dedican a crear nuevos grupos o asociaciones que, ahora así, han de abrir nuevos caminos capaces de “trascender” los “límites tradicionales” de la política. Cuentan con una capacidad infinita para explicar no solo la bondad de sus intenciones sino la forma en que sus propias cualidades personales les han permitido “dejar atrás” sus dolores y sesgos, para así mirar al futuro con optimismo y sin ataduras.
Para el mundo progresista o de izquierda, se trata de un abandono imperdonable y por ello se los transforma en personajes que encarnan las formas más profundas de traición. No les bastó con dejar atrás sus convicciones, sino que ahora se dedican a enrostrar esos errores a sus propios excompañeros. Así, en vez de ignorarlos, se los transforma en objeto de odio intenso y en la expresión de los antivalores más detestables: son acomodaticios, vendidos, inmorales. Es esa demonización la que, al parecer, “justifica” insultarlos sin pudor.
[cita tipo=»destaque»]Justamente el carácter trágico de la situación de los conversos es que los guiones de todos los actores están preescritos, sus cursos de acción están predefinidos y sus conflictos en gran medida están predeterminados.[/cita]
Finalmente, el mundo de derecha que los recibe con los brazos abiertos hace de su transformación ideológica la expresión de una suerte de renacimiento moral. Si ellos pudieron cambiar y dejar atrás ideas trasnochadas o pecados de juventud, entonces no todo está perdido y otros podrán aún ver la luz también. Se los transforma así en símbolos con autoridad cuasidivina para predicar sobre lo humano y lo sagrado: desde la justicia y el perdón, hasta la prudencia y la razonabilidad. Por cierto, como suele suceder en tantos ámbitos de la vida, los polos opuestos también se atraen aquí: la pasión desmedida por darles visibilidad permanente a sus opiniones, inevitablemente triviales y sin mayor sustancia, es inversamente proporcional a las descalificaciones, igualmente desmedidas, con que se busca refutar esas mismas trivialidades.
Todos los actores involucrados forman parte de la misma tragedia griega: la insaciable necesidad de Javiera y Cristián por ofrecer al mundo sus pensamientos, el capricho de la derecha por hacer de ellos el símbolo de una madurez a la que todos deberíamos aspirar, la ira irrefrenable de la izquierda que los maltrata como la expresión ultima de la corrupción moral. Para que no se malinterprete, no se trata aquí de apuntar con el dedo. Justamente el carácter trágico de la situación de los conversos es que los guiones de todos los actores están preescritos, sus cursos de acción están predefinidos y sus conflictos en gran medida están predeterminados.
La tragedia de los conversos tiene un antecedente histórico importante en la historia del mundo occidental. Desde los inicios de la cristiandad, y con creciente intensidad a contar de la expulsión de musulmanes y judíos de la península ibérica en 1492, el “marrano” es el nombre despectivo que se le da al judío que decide traicionar a su comunidad de origen, bautizarse, y con ello comienza a formar parte de la Iglesia católica. Los términos en que se expresa la tragedia de los marranos son reconocibles en lo que observamos hoy. Las motivaciones del converso son, en último término, insondables: ¿se trata de un cambio religioso genuino o de una estrategia egoísta para mejorar sus condiciones personales? Para la comunidad de origen, las consecuencias son únicamente negativas: el dolor por la separación, la ira contra la traición, las inconfesables dudas frente a la posibilidad de que las creencias propias estén efectivamente erradas. Para la Iglesia, esas conversiones significaron siempre, y sin importar el motivo y las circunstancias, un éxito al que se creía obligada a sacar máximo partido posible.
La gran diferencia, y allí el marrano de la Edad Media parece superar en decoro tanto a Cristián como a Javiera, es que por lo general la decisión de bautizarse –genuina o no– no estaba acompañada de la necesidad por transformarse en el vocero principal de la santidad de Jesús.