Estamos ante un esfuerzo histórico y trascendental. El inicio de un proceso de transformaciones que, sin duda, generará incertidumbres, pero que, en base al diálogo y al consenso social y político, permitirá sanar o reurdir nuestra trama social maltrecha por siglos de opresión, despojo, exclusión, humillación, desigualdad social y desvalorización cultural.
Cuando Homi K. Bhabha comentaba: “las naciones, como las narraciones, pierden sus orígenes en los mitos del tiempo y sólo vuelven sus horizontes plenamente reales en el ojo de la mente [mind’s eye]” (1990), no podíamos imaginar que, 32 años después, nos encontraríamos en una situación tal que la posibilidad de pensar e (re)instituir la nación sería una realidad cierta.
¿Cuál es la nación del habitante magallánico/a? ¿Cuál del habitante altiplánico/a, campesino/a, diaguita, pescador de caleta Tumbes, ariqueño/a o santiaguino/a?
Pues habitan un relato, una narración que nos contamos una y otra vez a modo de canción de acogida. La nación es una “comunidad imaginada”, imaginada no por irreal o ficticia, imaginada por la importante carga de significación cultural que porta. La nación es, finalmente, un ejercicio de reconocimientos permanentes que fluye en un sinnúmero de actos de reciprocidad, empatía y colaboración entre las/os habitantes de un territorio.
El Estado, por su parte, es una forma de organización socio-política, que cuenta con poder soberano para gobernar y desempeñar funciones políticas, sociales y económicas, a través de instituciones que regulan la vida de aquellas comunidades que habitan un territorio determinado.
[cita tipo=»destaque»]La nación, el Estado y su Constitución serán el punto de encuentro para una rearticulación y convergencia de la sociedad.[/cita]
El Estado y la Nación conforman un par de significancia mayor para el gobierno de las poblaciones. Para el caso chileno, y en gran medida Latinoamericano, el Estado-nación se fundó en base al modelo colonial, y sobre la idea de una pretendida homogeneidad, ignorando la diversidad de comunidades que habitaban su territorio, inhibiendo la vigencia de toda unidad diferenciada dentro de su ámbito de control, haciendo siempre conflictiva la inserción de dichas poblaciones en las formaciones estatales. Todo lo que quedara al alcance de dicha máquina homogeneizadora se conformaría según los criterios de tal, y toda alteridad sería vivida como un agravio.
La mención al Estado Plurinacional y a la Interculturalidad en la propuesta constitucional chilena responde a este problema. Su horizonte es transformar al Estado, entendido como estructura-institución de exclusión y dominación, a una entidad re-concebida a partir de múltiples perspectivas. Ya no se tratará de gestionar lo viviente en un dominio de valor y de utilidad que apunte a la administración de la vida de la población, buscando agenciar su potencia vital para hacerla más productiva, más eficiente, más regular. Se trata de cimentar al Estado-nación en base a lo plural, es decir, fundado en la diversidad de culturas, comunidades, territorios, trayectorias, racionalidades, comprensiones, perspectivas y anhelos que, integradas gracias al diálogo intercultural, conforman la vida en común (o “casa común”), para la promoción del bienestar social, el “buen vivir”.
En la propuesta constitucional chilena aquel “buen vivir” se alcanzaría desde un “Estado social y democrático de derecho (…) plurinacional, intercultural, regional y ecológico”. Vale decir, desde un marco de derechos sociales garantizados, la equidad de género, el diálogo intercultural, una descentralización y regionalización efectiva, y un equilibrio entre el bienestar social y la protección de la naturaleza.
Estamos ante un esfuerzo histórico y trascendental. El inicio de un proceso de transformaciones que, sin duda, generará incertidumbres, pero que, en base al diálogo y al consenso social y político, permitirá sanar o reurdir nuestra trama social maltrecha por siglos de opresión, despojo, exclusión, humillación, desigualdad social y desvalorización cultural.
Esta acción entraña una crítica profunda al proyecto civilizatorio occidental, en la que ya no más unos se sentirán con la potestad de ver su esplendor reflejado en el rostro deshecho de los otros.
La nación, el Estado y su Constitución serán el punto de encuentro para una rearticulación y convergencia de la sociedad. Así, una comunidad política plural surge y se proyecta en simetría de reconocimientos y dignidades.