“Lo que es sin más familiar y conocido (Bekannte), por ser familiar y conocido, no es conocido (erkannt) de veras” decía hace poco más de dos siglos, en su Fenomenología del espíritu, el filósofo G.W.F. Hegel. Esta frase, así tomada, a la ligera, podría parecernos un galimatías más de los que la filosofía, supuestamente, obtiene su fama y fortuna.
Si comenzamos a analizarla, bien podríamos refutar la aseveración sosteniendo que si aquello a lo que damos nuestro asentimiento encuentra masivo apoyo entre nuestras y nuestros pares, ¿por qué no dejar hasta ahí la cosas?, ¿para qué incomodar las certezas que nos ayudan a vivir y soportarnos mutuamente? Contra esta visión, altamente ideologizada, hay que decirlo, la frase hegeliana nos pone en una situación problemática, pues la seguridad de nuestro saber se ve comprometida, y es con esa seguridad y ese saber con el que nos movemos por un mundo que está constituido y armado a partir del sentido común, esto es, de aquellos saberes o seudosaberes que se asientan en el espacio discursivo sin recibir cuestionamiento alguno en su mayor parte. Ahí las frases hechas encuentran su origen, el material para poder ser repetidas y ventiladas hasta el hartazgo sin que nos paremos a reflexionar al menos por un instante en los presupuestos que las condicionan. Pararse a pensar requiere, además de tiempo, de una decisión, incluso de una decisión de pensar contra nosotros mismos.
Lo voy a ilustrar con un ejemplo: años atrás, Carlos Caszely nos regaló una frase: “No tengo por qué estar de acuerdo con lo que pienso”. La frase, de buenas a primeras, mueve a la risa, desconcierta a todo el mundo y por último cae en el olvido, siendo resucitada de vez en cuando, sacándola del baúl de las anécdotas para mostrar cómo alguien se atreve a decir algo contradictorio con tan buena conciencia; de hecho, un diario de circulación nacional se refirió a ella cuando hizo un repaso a “las frases incomprensibles del fútbol mundial”.
Sin embargo, la frase entrega más de lo que a primera vista creemos que significa. Inmediatamente, así, sin reflexión alguna, la frase dice que hay una contradicción evidente, pues se supone que si pienso-creo-afirmo algo, al mismo tiempo tengo que estar de acuerdo con ello. Usualmente obramos así cuando defendemos algo que creemos que es cierto, pues sencillamente estamos tranquilamente de acuerdo con lo que pensamos. Ahora bien, lo que la frase está diciendo es que no necesariamente esto tiene que suceder, pues bien puedo tener un pensamiento mal elaborado, incompleto, lleno de prejuicios, repleto de frases hechas, o abiertamente falso, y claro, por honestidad intelectual puedo efectivamente descartarlo y no estar de acuerdo con él.
¿Qué ha sucedido entre ambas lecturas de la misma frase? Pues bien, que en la primera hemos aceptado irreflexivamente lo que todo el mundo nos ha dicho de ella, que se trataría de “una frase incomprensible” o de un risible error de Caszely. En la segunda lectura, en cambio, hay un momento reflexivo, de negación de aquello que fue afirmado en primer lugar, pues hemos podido discriminar, separar los elementos de nuestro pensamiento y hemos podido establecer su verdad o posible verdad y alcance. Pero con esta segunda lectura se perdió la humorada, ya no nos podemos burlar del autor de ella. Y está bien que así sea.
Lo que Caszely nos muestra en este ejemplo, sabiéndolo o no, es que el carácter reflexivo de nuestro pensamiento no ha de perderse incluso si va en contra de aquello que creemos que es lo más preciado, aquello que hemos atesorado por años, aquello a lo que nos aferramos dogmáticamente. Si no estoy de acuerdo (necesariamente) con lo que pienso, tal vez podría dar un paso más e identificar y poner en su lugar la fuente de estos equívocos: el sentido común. Este juzga, sentencia, enumera, aprueba, desaprueba, establece los criterios de verdad en que, de manera inmediata, nos movemos y encontramos nuestras certezas.
Nadie escapa de ello, pues desde ahí construimos nuestra interpretación del mundo y nuestra manera de conducirnos en él –en el mismo lodo, todos manoseaos– como dice el tango Cambalache. El punto es que esta visión de las cosas no le basta a la filosofía (que todo este tiempo he estado hablando de ella, pues). Aquella ha de guardarse de una cosa, al menos: de ser edificante, es decir, de esperar nuestro asentimiento respecto a algo solamente porque coincide con nuestros prejuicios, deseos y volátiles arrebatos sentimentales.
La frase con la que abrimos esta columna tiene sentido todavía, además, porque lo que estaba describiendo el filósofo era esa propensión a creer en algo y darle valor de verdad solamente porque creemos, aseveramos y sentimos que es así. De esta manera, elevamos nuestra mera opinión a una verdad irrefutable y si a esto le agregamos la posibilidad de ventilarla en redes sociales y encontrar confirmación inmediata de aquello que creemos saber, tanto peor. Aceleración de la premura y la obligación de decir algo –lo que sea– de algo. Rapidez del consumo y olvido de lo dicho, terror al espacio en blanco, delirio báquico de enunciados y más enunciados: posteos de Facebook, historias de Instagram, eternas disputas en Twitter en una cantidad limitada de caracteres y en cuanta plataforma se pueda decir algo de algo.
Todo este proceso se ha intensificado ad portas del plebiscito del 4 de septiembre. Este plebiscito se basa, como sabemos, en la aprobación de una propuesta constitucional que, después de haber sido leída, ha sido discutida, rebatida, apoyada, vilipendiada, aplaudida, según el sector al que se le pregunte. Ha habido discusiones muy bien llevadas, informadas y minuciosas, como también ha habido mucho estruendo y apelaciones al miedo y sus efectos.
Todo legítimo. Es parte de una discusión democrática.
Sin embargo, queda dando vueltas un malestar, que tiene que ver con la frase del inicio. El texto constitucional supone una revisión de la manera en que nos ordenaremos como país en los próximos años, por lo que podríamos poner en cuestión nuestras preconcepciones y prejuicios al abordarlo, para así estar a la altura de la filosófica frase de nuestro famoso futbolista, que expresa ese paso desde lo familiar y bien conocido a lo efectivamente conocido, y también para estar a la altura del rol de la filosofía como crítica y reflexión –en el sentido que le hemos dado en esta columna– respecto a todo lo que es y lo que somos.