Los que propugnamos desde la política democrática y realista el cambio igualitario, libertario y ecológico del orden social, con la vocación de representar al mundo del trabajo y de la cultura –que son los sujetos posibles de ese cambio, sin perjuicio del aporte de otros sectores sociales más precarios en su integración social– y a las nuevas generaciones en la preservación de la integridad del planeta, tenemos que actuar con más lucidez y consistencia que los conservadores.
Con el fin del voto voluntario –que facilitó el ascenso al poder de una nueva generación y que, presumiblemente, será reemplazado por el voto obligatorio en el ordenamiento futuro–, se plantea la pregunta de si Chile seguirá expresando electoralmente una inclinación reacia o temerosa al cambio de las estructuras desiguales y abusivas de la economía y del poder institucional.
Esa hipótesis se afincaría en una suerte de naturaleza de país conservador en sus profundidades más recónditas, lo que explicaría el 44% de Pinochet en 1988, los dos gobiernos de Piñera, el resultado parlamentario de 2021 y el triunfo del Rechazo en 2022. El trasfondo sociológico sería uno en el que, siguiendo a Edgar Morin, “el egocentrismo individual ha provocado la destrucción de las solidaridades tradicionales, de la familia extendida, del pueblo, del barrio, del trabajo”. Para otros, el nuestro sería un país con vocación centrista, expresión de lo cual serían los 20 años de la Concertación y el fracaso de Michelle Bachelet en la sucesión de sus dos gobiernos por intentar una orientación más a la izquierda y formar la coalición imposible de la Nueva Mayoría.
Esas hipótesis no son las adecuadas. Existen en Chile bases sociales y culturales para seguir bregando por consolidar una convivencia igualitaria y respetuosa de la diversidad, fundada en el cuidado recíproco de la dignidad humana, alejada de la vulgaridad del clasismo, del supremacismo de los barrios altos y del sexismo cotidianos, propios de una sociedad desigual y depredadora que debe ser transformada. El país no es conservador per se, sino que experimenta, según los derroteros de la dinámica social y política, momentos conservadores y momentos en que se vuelca al cambio, en los que el centro político ha tenido cada vez menos cosas significativas que decir. Su hegemonía terminó al alejarse muchos de sus representantes de la promoción del cambio democrático con justicia social que el país reclamó a la salida de la dictadura de 1973-1989. Con ello, junto a la pérdida de coherencia y dispersión de la izquierda, se abrió una etapa de desencanto, confusión y pragmatismo individualista.
Para este análisis es posible apoyarse en Maquiavelo, que inauguró el pensamiento político realista en el siglo XV: “La naturaleza de los pueblos es muy poco constante: resulta fácil convencerles de una cosa, pero es difícil mantenerlos convencidos”, mientras “hay que considerar que no existe nada de trato más difícil, de éxito más dudoso y de manejo más arriesgado que la introducción desde el poder de nuevos ordenamientos, porque el que introduce innovaciones tiene como enemigos a todos los que se beneficiaban del ordenamiento antiguo y como tímidos defensores a los que se beneficiarían del nuevo”.
Por ello, los que propugnamos desde la política democrática y realista el cambio igualitario, libertario y ecológico del orden social, con la vocación de representar al mundo del trabajo y de la cultura –que son los sujetos posibles de ese cambio, sin perjuicio del aporte de otros sectores sociales más precarios en su integración social– y a las nuevas generaciones en la preservación de la integridad del planeta, tenemos que actuar con más lucidez y consistencia que los conservadores. O bien cosechar derrota tras derrota… hasta la victoria final, ironías aparte. O bien simpatizar con el autoritarismo una vez conseguidos espacios de poder político en situaciones de crisis, generando una percepción de amenaza sobre el orden democrático que hace imposible la tarea contrahegemónica o contradiciendo derechamente la vocación emancipadora, como ha ocurrido en algunos países de América Latina.
El método de acción a seguir para realizar reformas transformadoras, dejando las pasiones inútiles de lado, debe ser el de buscar que los que se benefician de ese cambio así lo perciban, crean en su viabilidad y actúen en consecuencia de manera sistemática en la sociedad y en la esfera política (la «acumulación de fuerzas» de carácter «contrahegemónico», en lenguaje ortodoxo). Y de ese modo lograr que no sean manipulados –en la actual era de la falsificación y de la sociedad digital y de la imagen– por los que se benefician del ordenamiento desigual existente, es decir, los dueños del poder económico y mediático. Menuda tarea, por cierto, en la que en este 2022 las fuerzas transformadoras no estuvimos a la altura (ver artículo), aunque no hayan faltado las advertencias. Se facilitó así una victoria conservadora y regresiva en medio de la improvisación y la falta de visión sobre las prioridades.