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Un proceso constituyente que no se detiene Opinión

Un proceso constituyente que no se detiene

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Jaime Bassa
Por : Jaime Bassa Abogado constitucionalista, exconvencional constituyente por el distrito n° 7 de la región de Valparaíso.
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Ha sido una difícil semana, una semana de reflexión, pues la contundente derrota electoral fue un golpe muy duro para quienes creemos en la necesidad de construir un país desde la justicia social y la inclusión. Hemos vivido procesos difíciles en los últimos años –desde antes de la revuelta–, lo que nos obliga a pensar con calma. Esta es una derrota que debe ser analizada políticamente, para comprender qué significado podría tener el resultado del plebiscito de septiembre y su proyección, pues hay un compromiso transversal por contar con una nueva Constitución –aunque ese compromiso se ha diluido durante esta primera semana posplebiscito–.

Las razones de un Rechazo

Lo primero es reconocer que somos un pueblo diverso que creímos representar adecuadamente, pero la verdad es que no nos conocemos lo suficiente. Las fuerzas políticas y sociales del Apruebo no supimos hablarle a ese pueblo ni conectar correctamente con su diversidad, mientras que el Rechazo sí.

La inédita diversidad en la integración de la Convención no fue suficiente. Por la razón que sea y con la interpretación política que queramos poner sobre la mesa, lo cierto es que el Rechazo encontró la forma de conectar con distintos sentires populares y esa es una derrota para quienes hemos estado empujando los cambios sociales que apuntan hacia estadios de mayor igualdad. Por lo demás, la participación electoral alcanzó un porcentaje histórico que debe ser valorado positivamente: ese 85%, incluso siendo el voto obligatorio, es una buena noticia.

La opción Rechazo, que obtuvo más del 60% de los votos, reunió a electores y electoras que tenían distintas razones para rechazar la propuesta de nueva Constitución. Razones, por cierto, válidas, que no solo deben ser respetadas, sino que también deben ser identificadas y contestadas, sobre todo si tenemos la convicción de continuar el proceso de construcción de una nueva Constitución. Aunque no sabemos exactamente cuánto pesa cada uno de ellos, es muy importante considerar que hay distintos Rechazo.

Por un lado, está el Rechazo de quienes no quieren nueva Constitución y que han defendido –y lo siguen haciendo, como hemos visto esta semana– el proyecto constitucional todavía vigente; quienes no quieren, ni van a querer nunca, una nueva Constitución. Hay un Rechazo que se manifestó en contra de los mecanismos solidarios de financiamiento y prestación de derechos sociales, especialmente en educación, salud y seguridad social, intensamente utilizados por su campaña; quizá en clave individualista o propietarista, votaron en contra de derechos sociales propiamente universales, a pesar de que esta ha sido una de las reivindicaciones sociales más intensas de las últimas décadas. No podemos desconocer que hay una subjetividad neoliberal que no va a cambiar solo porque una Constitución diga algo diferente, pues responde a una racionalidad no solo económica, sino política, que se encuentra bastante asentada en nuestra sociedad. Que se hayan rechazado soluciones en clave solidaria a problemas basales del malestar social nos debe llevar a revisar cómo dicha racionalidad neoliberal se ha normalizado, pues forma parte de las condiciones que posibilitan –o impiden– cualquier cambio futuro.

Hay otro Rechazo que se expresó en contra del contenido indígena de la propuesta constitucional, que leyeron en ella un desmembramiento de la sociedad y no el reconocimiento de su diversidad, cuestión que su campaña también azuzó vivamente. Hay razones gremiales o corporativas que concurrieron en el Rechazo, especialmente desde intereses particulares vinculados, por ejemplo, a los derechos de agua, a las AFP, a ciertas carreras funcionarias o al diseño jurídico de instituciones cuya configuración cambiaba significativamente con la nueva Constitución. Hay un Rechazo que se expresó en defensa de lo que muchos vieron como un ataque o un debilitamiento de la propiedad privada, así como de los modos de acumulación actualmente vigentes en el país.

También hay una dimensión del Rechazo que se expresa en contra de la igualdad de género y del reconocimiento de la diversidad sexual, que se ha expresado sistemáticamente en los últimos años criticando la así llamada “ideología de género”. Hay Rechazos que vieron amenazada su libertad religiosa. Hay un Rechazo que se manifestó en defensa de las tradiciones y símbolos patrios que no sintieron –creo yo sin razón– debidamente reconocidos. En algún sentido, hay un Rechazo que votó en contra de los mecanismos de protección de la naturaleza, quizá como reacción para proteger la libertad de empresa.

Hay, también, un Rechazo genérico a la política y los políticos, en especial por parte de quienes vieron en la Convención “más de lo mismo” o “lo mismo de siempre”; aquí fue muy astuta la temprana estrategia del Rechazo de mostrar a la Convención como si fuera lo mismo que la Cámara de Diputados. Forma parte de la crisis contemporánea de la institucionalidad, dimensión del malestar social que desconfía de la capacidad del poder político para dar respuesta a las demandas de la ciudadanía –por ejemplo, para dar efectiva protección a los derechos–.

En algún sentido, el plebiscito de salida comparte la dimensión destituyente que tuvo el plebiscito de entrada, dejando en evidencia lo difícil que es construir colectivamente en tiempos de crisis de confianza. Es necesario revisar cuáles son las condiciones necesarias para constituir y si contamos con dichas condiciones: que el malestar social despliegue su potencia constituyente es, todavía, una tarea pendiente.

Junto a estas distintas razones del Rechazo puede estar el impacto de las falsedades que se instalaron a lo largo del último año, del gasto electoral no declarado en la internet profunda y de la desinformación respecto del contenido de la propuesta de nueva Constitución, cuestiones que muestran un desafío relevante en el corto plazo, pues suponen condiciones de posibilidad para la actividad política democrática. Al respecto, creo que faltan antecedentes suficientes para emitir un pronunciamiento, pero se trata de un fenómeno que traspasa nuestras fronteras y que no podemos desatender.

Finalmente, debemos considerar la crítica al trabajo de la Convención, alimentada por algunos hechos y conductas imputables a sus integrantes, que fueron inteligentemente amplificadas durante el año de trabajo y, en especial, en la campaña, presentados como si hubiesen sido la regla general. El descrédito de la Convención fue la antesala del descrédito a los contenidos de la nueva Constitución.

Yo no sé con cuál de esos Rechazo se identifique quien lea estas líneas, pero lo cierto es que con uno o más de ellos sí lo hace. Como sea, todos esos Rechazo se sumaron y actuaron en pos de un mismo resultado, aun cuando las distintas razones no sean compartidas por todos ellos o si, incluso, son contradictorias entre sí. Aunque en la propuesta de nueva Constitución haya una respuesta para cada una de las dudas u objeciones que hay detrás de esos Rechazo, llegó un punto en que las razones para defender el texto ya no eran suficientes. Parte importante de esas decisiones estuvieron motivadas por emociones y percepciones, no por razones.

Todos esos Rechazo se potenciaron entre sí y debilitaron la posibilidad de un cambio constitucional propiamente constituyente, es decir, uno que cambie la actual estructura de relaciones de poder en la sociedad. A no pocos electores les bastaba una sola razón para rechazar la propuesta, aun cuando estuvieran de acuerdo con todo lo demás. En algún sentido, esas razones para rechazar seguirán estando ahí y un próximo intento de nueva Constitución deberá considerarlo, ya sea para explicar de mejor forma cómo es que esa futura propuesta no representa una amenaza a esas razones/intereses, ya sea para moderar la intensidad de algunas de ellas, ya sea para eludir alguna o algunas de esas transformaciones y postergarlas para más adelante o, aunque cueste reconocerlo, para desecharlas de plano.

Como sea, lo cierto es que la Convención Constitucional fracasó en su intento por cambiar dichas relaciones de poder. Quiso ejercer el poder constituyente para recoger el mandato popular recibido en las urnas y dotar de mayores herramientas de cambio y justicia social al pueblo de Chile, pero fracasó en el intento. Quiso soñar con una Constitución escrita en democracia que cambiara el modelo y fracasó. Quisimos. Fracasamos.

Alguien podría decir que el pueblo está conforme con el modelo y solo requiere algunos “ajustes”, por lo que preferiría avanzar lento pero seguro. Pero quizá no. Quizá el problema es más profundo y se explique por la incapacidad de confiar en el diálogo como un mecanismo para superar los desafíos que demanda la vida en sociedad y sus propias inequidades. Esa confianza requiere tolerar cierta incertidumbre en el proceso de cambio y, a la vez, aceptar de buena gana que los cambios no se imponen verticalmente por una autoridad, sino que se construyen en conjunto, entre iguales. Quizá tenemos, como pueblo de Chile, una deuda pendiente.

Sin embargo, hay un punto que es necesario hacer en este ejercicio: el texto propuesto contiene un horizonte de justicia social innegable, pues da cuenta de un proyecto político que deja en evidencia que sí es posible pensar un país distinto, desde la inclusión social, desde la universalidad de nuestros derechos, desde la desconcentración del poder. Que un grupo de representantes de la voluntad popular sí pueden ponerse de acuerdo para llegar a un texto escrito que registre cuestiones tan importantes como reconocer el trabajo doméstico, las tareas de cuidado, el fortalecimiento de los gobiernos locales y regionales, la protección de la naturaleza o la garantía de los derechos de trabajadoras y trabajadores, entre otras.

Por distintas razones –probablemente las mismas que explican que un momento constituyente es y sigue siendo necesario– la propuesta de nueva Constitución no consiguió contrarrestar la propaganda del Rechazo, que logró aglutinar en una sola opción, distintas razones, temores o reacciones. Pensar un país distinto tiene un límite evidente que la Convención no tuvo suficientemente en cuenta: el propio país. Hay condicionamientos culturales –social e históricamente situadas– que explican la necesidad de un cambio que responda a la ciudadanía y que, al mismo tiempo, dejan en evidencia las condiciones de posibilidad para esos mismos cambios.

Creo que la propuesta de nueva Constitución no fue maximalista ni radical, pero sí trazó un proyecto político ambicioso, que va más allá de esas condiciones de posibilidad. Y sin perjuicio de que se fracasó en este intento, ahora el pueblo de Chile cuenta con un texto al cual podremos recurrir en el futuro.

Las responsabilidades de la Convención

Se ha dicho hasta la saciedad que la Convención es responsable de no haber unido al país o de no haber logrado acercar posiciones luego de la gran crisis social que estalla en octubre de 2019. Personalmente considero que esta retórica no se hace cargo de las diferencias constitutivas de las sociedades democráticas y complejas, ni de cómo el orden constitucional vigente ha contribuido en esa división del país. Se ha hablado de narcisismos y de faltas de liderazgo, llevando el análisis a un terreno culposo más propio de la moral cristiana que de la política. Creo que hay más interés en identificar prontamente a “los culpables” para cerrar el capítulo, lavar ciertas imágenes y –eventualmente– abrir otro proceso, que en señalar las limitaciones políticas que han impedido –no solo ahora, sino que a lo largo de las últimas décadas– dotarnos de un orden constitucional democrático.

La nueva Constitución le propuso al país un proyecto político con perspectiva de futuro, que se construyó por representantes elegidos y elegidas democráticamente, sobre la base a un Estado social y democrático de Derecho, una democracia paritaria, el reconocimiento de los pueblos originarios y una República solidaria. Quizá era necesario darnos esta vuelta para conocer la brecha que hay entre las reformas sociales que el pueblo ha demandado y los cambios que ese mismo pueblo está en condiciones de aceptar y cuál podría ser el camino para acortar esa brecha.

Ahora bien, creo que hay ciertos aspectos del proceso constituyente que deben ser considerados. Como primer vicepresidente de la Convención tengo una responsabilidad política por lo que ocurrió en el plebiscito del 4 de septiembre, que no deseo desatender ni eludir.

El proceso constituyente va más allá de la Convención y no termina con el plebiscito, pero para que este proceso pueda seguir, en la forma que sea, es importante tomar nota de algunos aspectos, para que la experiencia adquirida pueda ser considerada para mejorar las condiciones en el ejercicio del poder político del pueblo.

Por lo pronto, tardamos mucho en generar condiciones que permitieran un diálogo político más transversal; la desconfianza hacia la política institucionalizada y los partidos políticos (hacia todos, no solo los más tradicionales) era el punto de partida de muchas conversaciones. Eso hizo que construir confianzas dentro de la Convención, que permitieran un trabajo colaborativo que pudiera contar con dos tercios de apoyo en el Pleno, fue un ejercicio lento y oneroso; y si algo faltó, fue tiempo.

El diálogo entre colectivos fue trabado al principio, por las debilidades propias de la representación, dado el contexto de crisis en el que se desarrolló el trabajo de la Convención. No fue un problema solo con “la derecha”; fue una debilidad estructural del proceso, la que responde a la crisis de legitimidad y confianza en que se encuentra nuestra democracia representativa.

También es cierto que no supimos contener el –a ratos– excesivo ánimo refundacional, que levantó barreras para el diálogo político, a veces con un tono moralizante antes que uno propiamente político. Hubo propuestas maximalistas y refundacionales que se presentaron en las comisiones, algunas acompañadas de discursos vociferantes. Creo que ninguna de ellas llegó al texto que fue plebiscitado el 4 de septiembre, sin perjuicio de que tengamos diferencias políticas sobre su contenido.

Tampoco pudimos neutralizar la presión –que rayó en el acoso– que la extrema derecha ejerció contra aquellos sectores de la derecha que sí querían nueva Constitución; aunque no siempre con la misma fortaleza, los canales de diálogo con ellos y ellas estuvieron abiertos durante todo el proceso. Confié en que la incorporación de la derecha en la Mesa permitiría institucionalizar un diálogo entre colectivos y me jugué con intensidad, durante julio de 2021, para que la derecha tuviera una vicepresidencia adjunta. Sin embargo, el ánimo colaborador de quien se sumó a la Mesa no se vio reflejado en una mejor disposición al diálogo por parte de todo su sector.

Lo cierto es que en la Convención hubo varias derechas, algunas de las cuales no quieren ni van a querer nunca una nueva Constitución. Esa derecha, más radical, colonizó por completo su bancada, haciendo imposible cualquier forma de acuerdo político que se materializara en una votación en el Pleno. En no pocas oportunidades, la derecha votó en contra de sus propias ideas o de las propuestas que había ayudado a construir en las comisiones. Hubo colectivos de independientes que no quisieron dialogar con la derecha, pero eso explica parte del problema. Falta un ejercicio político para identificar y asumir las limitaciones que la derecha democrática tiene para sumarse a la construcción colectiva, que son las mismas que se han dejado ver en 1989, en la elección senatorial de 1997, en la fallida candidatura presidencial de Piñera en 2005 –por mencionar algunos ejemplos– y que también se manifestaron en la Convención.

Sin perjuicio de los resultados que se mostraron hacia el final, creo que fallamos en sostener las articulaciones entre colectivos desde el principio, en parte por falta de experiencia política, en parte por falta de astucia, pragmatismo o, incluso, por exceso de racionalidad. Pero también fallamos porque no todos los colectivos tenían ánimo de que las conversaciones constituyentes prosperaran. Más allá de nuestros errores políticos –tácticos y estratégicos–, hubo constituyentes que trabajaron en contra del proceso, incluso antes de la instalación de la Convención. Quizá estaban en su derecho, pero quienes estamos por los cambios sociales debimos haber advertido oportunamente el impacto de dichas acciones y no esperar al inicio de la campaña electoral para actuar. Nuestra respuesta fue débil y tardía.

Asimismo, debimos haber ponderado, con mayor frialdad y pragmatismo, el impacto que tendrían los grupos de presión en el proceso constituyente y haber establecido con ellos canales de diálogo más fluidos y permanentes, tanto los grupos de interés institucionalizados como los que operan informalmente. Fuimos ingenuos al creer que podríamos empujar tantos cambios de manera simultánea, sin un diseño que permitiera compensar, de alguna manera, los múltiples intereses particulares que podrían verse afectados, aun cuando fuera en beneficio del interés general; o bien, sin una estrategia –política y comunicacional– que nos permitiera contar con suficiente apoyo popular.

No digo nada nuevo al afirmar que la política es la búsqueda por el poder; el problema fue que entramos a esa cancha confiando en que las buenas razones serían suficientes, cuando no lo son. Entramos varios meses tarde a la campaña y lo hicimos mal.

Pero no nos perdamos: lo que está en disputa no es cómo trabajó la Convención, tampoco sus errores, los del Gobierno o del comando durante la campaña, ni las debilidades o indeterminaciones del texto constitucional propuesto. Lo que ha estado en disputa, que se acentuó después del plebiscito de entrada, es la posibilidad de empujar un proyecto de justicia social para Chile, que garantice derechos y termine con los abusos. La Constitución de 1980 representa algo bastante concreto en esa disputa: una concepción de la sociedad que ha generado malestar social en las últimas décadas. La propuesta de nueva Constitución representa, en cambio, un horizonte diferente y opuesto a ese modelo subsidiario: un Estado social y democrático de Derecho.

Los procesos de cambio no se detienen

Como hemos visto luego del plebiscito de salida, la llave para todos los cambios sociales la tienen quienes han defendido con firmeza el proyecto constitucional hoy vigente. Ahora entraremos en un bucle que no va a ser fácil de superar, puesto que vuelven a empezar las discusiones sobre el mecanismo para redactar la nueva Constitución, tal como en 2009, 2013, 2015-16, 2019.

En materia constituyente, la forma es el fondo: el contenido de la nueva Constitución siempre estará determinado por quienes participen en su redacción: si son parlamentarios en ejercicio o representantes del pueblo elegidos al efecto, si se abre la participación ciudadana o se vuelve a cerrar, si hay paridad, si representantes de los pueblos originarios se sientan a la mesa en condiciones de igualdad o no. Sin embargo, a diferencia de las anteriores discusiones sobre el mecanismo, hoy las condiciones de la deliberación son diferentes: ahora sí hay una propuesta de contenidos sobre la mesa.

Ahora bien, este intento constituyente también deja en evidencia un aspecto de la discusión pública nacional que nos ha acompañado por décadas: lo difícil que es incorporar nuevos argumentos razonables, nuevas razones, distintas de aquellas que han sido normalizadas luego de 42 años de vigencia del texto constitucional chileno y, muy especialmente, cuando se han normalizado las prácticas políticas que responden a dicho diseño. El marco de comprensión de lo social, el lente con el que nos vemos a nosotras y nosotros mismos, sigue respondiendo a aquello que alguna vez se llamó “el peso de la noche” y que hoy llaman “sentido común”, cuyo contenido todavía es más bien autoritario y mercantilista. Ese peso de la noche se hace sentir en cada decisión política con alguna capacidad de cambio. Salir de ese lugar para poder avanzar es un tremendo desafío para el pueblo de Chile, pues, en alguna medida, la dimensión neoliberal de ese sentido común es la que genera el malestar social en primer lugar.

Mirado en perspectiva histórica, esta propuesta de nueva Constitución representa un hito importante, pues es la primera vez que varias de las demandas sociales, que le han dado forma al debate público de los últimos años, son puestas por escrito de forma articulada y con pretensiones reales de implementación. No fue un ensayo testimonial más, sino una propuesta elaborada por representantes de la voluntad popular, en paridad y con los pueblos originarios. Se hace cargo de cuestiones como la solidaridad en el sistema de salud; las deudas en materia de derechos humanos; la necesidad de contar con pensiones dignas y debidamente financiadas por trabajadores, empleadores y por el Estado; una educación pública, gratuita y de calidad para todos y todas; la protección de la naturaleza; el reconocimiento de los pueblos originarios; el reconocimiento del derecho humano al agua; la democracia paritaria; una forma de gobierno construida desde la regla de mayoría. Aquí hay un acontecimiento político que marca un hito en el proceso de construcción colectiva de ese ideario de dignidad y justicia social, a la vez que permite perfilar ciertos contenidos básicos para las discusiones que se abran en el futuro.

Tenemos sobre la mesa un proyecto político acerca del cual podremos seguir discutiendo, cuya posible implementación estará presente cuando se delibere, por ejemplo, la ley que regule el nuevo sistema nacional de salud. Un proyecto que nos permite perfilar un horizonte de cambio social efectivo y en torno al cual podemos articular a las millones de voluntades que concurrieron en su aprobación, así como a quienes deseen perseverar en la causa de la justicia social.

El proyecto político está ahí, escrito en la propuesta de nueva Constitución. Ha sido pensado, debatido intensamente no solo en Chile, también en América Latina y en otros países. Hay discusiones que este texto recoge y que han llegado para quedarse, lo que constituye un paso hacia adelante. Quizá ahora corresponda, a las fuerzas democráticas que creen en los cambios sociales, el desafío de identificar qué priorizar de ese proyecto, cómo empujarlo y con qué intensidad.

Las derrotas nunca son definitivas y creo que tenemos la responsabilidad de defender, con fuerza y convicción, las ideas que fueron plasmadas en la propuesta de nueva Constitución. Humildemente, invito a quienes rechazaron esta propuesta a revisar sus razones e identificar si en ellas hay algo que nos ayude a superar, en conjunto, la situación de crisis y malestar social que nos aqueja; algunas de sus objeciones pueden dar pie a puntos de encuentro. Asimismo, invito fraternalmente a ese 38% a no decaer en nuestras convicciones y a seguir trabajando juntos y juntas por un Chile más justo y democrático; no olvidemos que varias de las ideas propuestas tuvieron un reconocimiento transversal. Hoy tenemos un texto que muestra una hoja de ruta por la que podemos transitar y trabajar en conjunto. Es un horizonte con el que tenemos derecho a soñar. Nada de esto ha sido en vano.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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