“Combo que se perdía lo recibía el guatón Loyola”, entona una de las cuecas que escucharemos con mayor frecuencia este mes, el de la patria. Su letra, escrita hace casi 70 años por Alejandro Gálvez Droguett, alude a las aventuras de su amigo, Eduardo Loyola Pérez, quien estuvo involucrado en una gresca ocurrida tras concurrir al rodeo de Los Andes (se dice que en verdad ocurrió en Parral: Gálvez debió haber pensado que no vale la pena dejar que la verdad eche a perder unas buenas rimas…). “Por dársela de encacha’o, comadre Lola, lo dejaron pa’ la historia al guatón Loyola”, sentencia la cueca.
Reproches por todos los frentes son dirigidos a la Convención Constitucional y especialmente a esa supermayoría de constituyentes que aprobaron un texto que Chile prefirió rechazar, abrumadoramente. Los constituyentes han recibido ahora, como Loyola en la cueca, hasta los combos que se perdían. Y todo, tal como Loyola, por dárselas de encacha’os e intentar imponer un texto que se ha calificado de partisano e intolerante, y que no conversaba con la tradición institucional del país.
Algunos combos se pegan por el proceder de los constituyentes mientras ejercían sus labores, proceder supuestamente teñido de intolerancia, revanchismo, resentimiento, odio y rabia (octubrismo, le llaman). Otros, por el contenido mismo del texto propuesto, y con el más amplio abanico de razones imaginable: desde las más burdas (ponía en riesgo las mismas bases del sistema democrático y permitiría en el futuro un virtual totalitarismo, si una misma fuerza política tomaba la Presidencia y la Cámara de Diputadas y Diputados), hasta las más sofisticadas (la fiebre identitaria corrompió a la Convención, que se preocupó más de la paridad de género, plurinacionalidad, pluralismo, plurilingüismo y acciones afirmativas, que de las carencias materiales de la gente, o al revés: la Convención se centró en el problema de la desigualdad, como si eso fuera la clave de todo, simplismo que va a contrapelo de la cultura y desoye las transformaciones culturales de los últimos tiempos…), pasando por una infinidad de reproches intermedios (no supo interpretar las necesidades de la gente…). Son tantos los combos que reciben los convencionales que hasta parece razonable para algunos limitar su libertad de trabajo, tal como demuestran las críticas de lado y lado a que un exconvencional se integre como jefe de gabinete de la nueva ministra de Interior.
¿Se justifica tanto puñetazo? ¿Son esos “combos” una adecuada reprimenda para los convencionales que fueron incapaces de proponer al país una opción ganadora?
No. Por supuesto que no.
No voy a defender aquí, de nuevo, las virtudes del texto propuesto, que en mi opinión sobrepasaban con creces sus defectos y hubieran importado un claro avance para Chile. Eso ya es historia. No va por ahí la cuestión.
La defensa que en justicia deseo hacer de los exconvencionales (los responsables del texto, no aquellos que lo rechazaron dentro de la Convención, claro) es de otra índole y tiene que ver con las obligaciones que asumieron y el escrutinio de su cumplimiento.
Los abogados solemos distinguir dos tipos de obligaciones, las de medios y las de resultados. En las obligaciones de resultado (como construir una piscina), el sujeto se compromete a satisfacer el interés o la finalidad del acreedor; en las de medios (como una defensa judicial), el deudor solo se obliga a realizar un actuar diligente tendiente a la satisfacción de esa finalidad o interés primario. Los convencionales no se obligaron a redactar un texto que fuera aprobado por la ciudadanía (obligación de resultado), sino que a configurar diligentemente un texto constitucional para ser propuesto a la ciudadanía (obligación de medios). Y cumplieron con ese deber, a pesar de que no era en absoluto baladí conseguir la supermayoría de los dos tercios que se les impuso.
Todos sabemos que existió un grupo de convencionales que, habiendo votado Rechazo en el plebiscito de entrada, se candidatearon como constituyentes no precisamente para contribuir a la configuración de un texto de consenso, sino que para seguir rechazando dentro de ella y dificultar sistemáticamente su funcionamiento, y para luego votar Rechazo en el plebiscito de salida. En esas condiciones, no podría argumentarse que, al menos, era una obligación de resultado el aprobar un texto. Que se haya arribado a un texto final por parte de la Convención ya fue un paso importante: hubiera bastado con que el grupo de constituyentes que en verdad no quería una nueva Constitución sumara más de un tercio de ella para que todo esfuerzo de consenso hubiera sido vano. No fue así, porque la ciudadanía no lo permitió al momento de elegir a sus convencionales y escrutar sus programas de candidaturas.
Y con esto llegamos a un segundo punto: ¿puede reprochárseles a los convencionales que hayan puesto su foco en los derechos sociales y en el endémico problema de la desigualdad en Chile?, ¿o en la especial protección de grupos marginalizados por cuestiones de género, etnia, clase, etcétera?, ¿o en su preocupación por la crisis climática, la naturaleza y los animales?, ¿o en el intento de descentralizar al país o mejorar su sistema político (para restablecer el principio de la mayoría) o mejorar el sistema de designación de los jueces (terminando con la indefendible prerrogativa del gobierno de turno de elegir a todos los jueces)?
No, eso es irreprochable, entre otras razones porque todo eso estaba escrito, anunciado, en los programas de las respectivas candidaturas (programas que pueden revisarse aún hoy en la página web del Servel). Se dirá que lo reprochable no es que se hayan enfrentado esos temas, sino que la forma (defectuosa) final en que quedaron plasmados en la propuesta. Este reproche tampoco es válido: los convencionales debían honrar sus promesas de campaña y actuar en conciencia, llegando a los acuerdos y definiciones que ellos consideraban mejores para la sociedad chilena. A eso fueron convocados. Fueron elegidos por el pueblo para redactar la mejor propuesta constitucional posible, respetando sus promesas de campaña, pero, por sobre todo, actuando libremente y en conciencia. Luego, el pueblo debía decidir si aceptada o no la propuesta.
Se dirá también, quizá, que los convencionales deberían haber estado más atentos a lo que lo que la ciudadanía deseaba hoy y que deberían haber moderado su lenguaje, no haber aspirado a cambios tan radicales y no haberse dado “gustitos elitistas”, relacionados con ideologismos progresistas (aludiendo con esto al uso de términos tales como interculturalidad, enfoque interseccional, pluralismo jurídico, etc.). Este reproche, en mi opinión, está especialmente desenfocado: supone que los convencionales debían limitar su ejercicio por cuestiones de marketing y asesoría de imagen. No, eso no era exigible ni deseable.
Creo que existen muy buenas razones para considerar que este proceso constitucional fracasó, aunque ello es debatible. Si se consideraba que debía conducir a una nueva Constitución, que elimine de raíz la ilegitimidad de origen de la actual, sin duda fracasó. Pero las reglas oficiales del juego eran otras: el juego consistía en proponerle a la ciudadana una alternativa y eso se logró (el desafío ahora es lograr que el juego siga, tal como lo prometió la campaña del Rechazo).
Los convencionales no se las dieron de encacha’os en esto, solo cumplieron con su deber de proponer un texto que ellos, legítimamente y en conciencia, consideraban justo para Chile. Los exconvencionales, a diferencia de lo que sugiere la famosa cueca respecto del guatón Loyola, no merecen tantos puñetazos. Merecen más respeto.