A menos de un mes del reciente plebiscito y sus resultados, los análisis siguen y seguirán, con seguridad, escurriendo, como un intento de asimilar aquello que emergió como un acontecimiento. Una Constitución que consagraba el Estado social y democrático de derecho, con avances civilizatorios en distintos ámbitos, algunos de los cuales valorados internacionalmente, pero lejana de la aprobación popular. La labor, entonces, es poder ir distinguiendo aquello más bien singular, de esa decisión, por sobre ciertas constantes históricas.
Las elecciones y decisiones ciudadanas, hace ya bastante tiempo, no pueden comprenderse, principalmente, como adhesiones a proyectos o programas. Debido a este malentendido, los diversos resultados electorales aparecen discontinuos y pendulares. Las sucesivas elecciones Bachelet-Piñera, el descalabro de la derecha en los convencionales y luego el empate en las parlamentarias 2021, o la elección de Boric como Presidente con el reciente resultado del plebiscito de salida, son algunos de los ejemplos.
Más bien, lo que hay que considerar es la posibilidad que los sufragios no sean expresión de alguna preferencia de ideas sustantivas, con la excepción evidente de segmentos más ideologizados, sino de su reverso, es decir, una notificación ciudadana de castigo o rechazo. Una voluntad que se afirma negando.
Necesario resulta, entonces, poder tener nota respecto de lo que los electores negativamente sancionan. En general, los esfuerzos de estudios y encuestas giran en torno a las demandas manifiestas de los ciudadanos, que los distintos actores políticos intentan rápidamente asumirlas, como una brújula frente a la escasez de ideas o de antídoto al desdén popular.
No obstante, la indignación social, ese estado afectivo más que de acción, que se suele colar en distintas interacciones, algunas luces da al respecto. No cabe duda de que el abuso, entendido como el uso injusto o excesivo de privilegios o de relaciones de poder, y la soberbia, esa especie de supremacía o autoritarismo social o moral que nos señala cómo debemos vivir y sentir, son dos variables que merecen ser consideradas para entender el comportamiento electoral como una reacción contraria en los últimos eventos desde hace unos años.
Los recientes resultados electorales del 4 de septiembre no fueron ajenos con esta dinámica. Y su resultado, como se ha dicho permanentemente, estuvo íntimamente ligado a la evaluación o percepción de la Convención. El interés de sancionar ese actuar primó, finalmente, sobre otras consideraciones, y los autores nunca pudieron desprenderse de su obra. Olvidando que el proceso mismo era tan trascendente como su resultado.
El problema no solo fue el enunciado sino también la enunciación. Privilegiando la Convención una relación imaginaria con los ciudadanos por sobre una simbólica. Es decir, el horizonte de los ideales propios o del Yo, posición intersubjetiva; convertido en poner al Yo propio, que es imagen especular omnipotente, como ese Ideal para todos.
No se trata de hacer una interpretación psicológica de un acontecimiento político, y caer en reduccionismos, pero sí es posible una interpretación del ánimo social en que vivimos desde hace un tiempo. Sin embargo, esta arista es solo la envoltura formal de un síntoma, de más extensa data, que en esta ocasión parece haber sido reforzado.
¿Por qué el voto de castigo termina nueva y categóricamente prevaleciendo por sobre uno de adhesión a ideas sustantivas? Por la carencia de proyectos identificatorios, es decir, esas significaciones imaginarias por las que los individuos necesitan ser, tanto reconocidos como reivindicados, en relación con sus vivencias y sentidos.
Poco de eso ocurrió. Si la derecha ha levantado persistentemente la representación del ideal meritocrático, donde el esfuerzo y talento individuales son casi el exclusivo soporte del bienestar individual y social, y el Estado uno de los principales escollos para un país de oportunidades, su reverso estuvo en la Convención. Un ánimo liberador y redentor de una percepción de situaciones de explotación y miseria: «Yo estoy bien, tengo buen trabajo, mis hijos estudiando, casa propia, pero lo hacía por Ud., para que pudiera tener lo mismo”, fue uno de los tantos mensajes circulando que se pudo leer en redes sociales posterior al domingo 4.
Esto es una manera benigna o amable de cierto desdén de los beneficios alcanzados por el sudor del esmero individual y social. Un ejemplo fue el tema de la propiedad, “la casa propia”, que tiene para los sectores populares una importancia simbólica, es decir, de reconocimiento, más que jurídico, ya que este último nunca estuvo puesto en cuestión. Pero las fuerzas del Rechazo supieron captar de mejor manera esta percepción, comprendiendo que la lucha política es también un campo de disputa por la hegemonía de ciertas significaciones.
Paradójico, además, porque históricamente fueron las fuerzas de izquierda y de centro las que reivindicaron el derecho a la vivienda. En la memoria popular están muy presentes aún las situaciones de hacinamiento, los conventillos, la condición de allegado, los comités de sin casa, por lo que el reconocimiento, aunque fuera redundante, de lo ya adquirido, como fruto de un esfuerzo y anhelo transgeneracional, resultaba crucial.
Ese latente sentido es lo que marcó el propio Presidente Boric, como aprendizaje posplebiscito en su reciente discurso en la ONU: “Una ciudadanía que reclama cambios sin poner en riesgo sus logros presentes”.
Si hay quienes votan “en contra de sus intereses subjetivos”, como se suele argumentar, es porque esos intereses suelen ser más opacos que lo que reconocemos, ya que resultan mediatizados por otro tipo de identificaciones, historias, fijaciones primordiales, que no solo se les puede hacer frente con estrategias ilustradas como pedagogías o educación cívica, que apuntan a la toma de conciencia como solución final. En ese sentido, si Marx mostró una manera para leer la realidad, Freud y su tradición enseñaron a escucharla.
Para que podamos reconocer que el deseo no siempre coincide con lo que decimos que queremos. Y sacudirnos de ciertas certezas autoinmunes y del diálogo con nosotros mismos. Es esa fragilidad, paradójicamente falta de empoderamiento, las que nos emancipa y nos despierta.
Relevar la diversidad social de un país es una tarea de la democracia y de sus liderazgos. Una pluralidad subjetiva anclada sobre procesos de socialización múltiples y no solo a clivajes políticos. La elección de constituyentes reflejó ese Chile diverso y excluido de las decisiones. Pero su esfuerzo se atrincheró, muchas veces, a representar esta pluralidad, por sobre integrar esa diversidad en una identidad colectiva y un destino común. Es decir, producir un Nosotros, que no sea la mera suma de las partes, sino más bien articular las ansiedades actuales a partir de lo universal y de la solidaridad como lazo social.
Pero ese Nosotros requiere, por otra parte, una voluntad colectiva, que pasa por la construcción efectiva de una mayoría social y política, que se apropie de la decisión histórica, con una necesaria lectura entonces de la correlación de fuerzas. Porque lo radical de una opción no tiene que ver con sus enunciados, sino con su efectiva transformación de lo real.
Lo peor que puede ocurrir, para los tiempos actuales y venideros, es hacer de las desilusiones presentes, como lo fueron las ilusiones pasadas, una ideología. Para eso es necesario desplazar los «discursos de la verdad», propios de la intolerancia e invalidación, por otros del convencimiento, del diálogo de la propuesta. Un espíritu de docta ignorancia, disciplinado para distinguir la voz propia de las externas, para poder, como dijo el Presidente Boric en la ONU: “Escuchar lo que el pueblo nos está diciendo”.