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Los expertos y otras fantasías: la política fuera de la política Opinión

Los expertos y otras fantasías: la política fuera de la política

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Mucho se ha hablado por estos días acerca de la necesidad, o al menos de la conveniencia, de que los expertos jueguen un rol relevante en un, todavía incierto, nuevo proceso constitucional. Para algunos, ellos deberían participar directamente en el proceso, con derecho a voto. Para otros, deberían tener la calidad de meros asesores de los nuevos constituyentes (como una secretaría técnica). Entremedio, hay voces que promueven que sean los expertos quienes dicten previamente el reglamento de la nueva Convención, o quienes redacten borradores para ser considerados y votados por ella, o, en fin, que preparen un documento que consagre los puntos constitucionales de encuentro de todas las fuerzas políticas y los bordes, fuera de los cuales la Convención no podría moverse.

A quienes estudiamos alguna vez Derecho Romano, el uso de la expresión experto en estos contextos, nos evoca la palabra autoridad, que es quien ostenta auctoritas, un poder moral, basado no en la fuerza ni en un decreto (potestas), sino en el reconocimiento o prestigio de su persona. Nos parece, entonces, sensato que quienes gozan de verdadera autoridad, sea por su conocimiento científico o académico, sea por su experiencia, iluminen a nuestros próximos constituyentes. Mal que mal, una de las razones más esgrimidas para rechazar la propuesta constitucional fue la baja calidad del producto, al que se calificó hasta de mamarracho (si la lees, la rechazas, decía un eslogan muy repetido en las redes sociales).

¿Tiene alguna base todo esto? Me temo que poca.

Aparte de una infinidad de temas prácticos muy difíciles de resolver (¿cuántos expertos?, ¿elegidos por quién, cómo y en base a qué criterios concretos?, ¿expertos en qué área del conocimiento y experiencia humanos?, ¿abogados constitucionalistas?, ¿filósofos políticos?, ¿historiadores?, ¿académicos de las ciencias sociales y humanas en general?, ¿científicos?, ¿exautoridades superiores del Estado?, etc.), subyacen a esta iniciativa o una cándida fantasía o un cálculo inconfesable.

Primero, la fantasía: ¡no se puede eliminar la política de la política! A la hora de decidir qué Constitución deben tener los chilenos, no hay diseños correctos ni incorrectos (dirimibles, los unos de los otros, por un grupo generoso de sabios), sino que decisiones políticas que afectarán de distinta manera a distintos grupos de la sociedad. La Constitución regula al poder, reconoce derechos, impone deberes y distribuye de una forma determinada el producto de la cooperación social. La idea de que la ciencia, la técnica, el conocimiento y la experticia van reduciendo inexorablemente el ámbito de lo político y que, por lo tanto, la tecnocracia minimiza las discrepancias posibles y maximiza el consenso, es pura fantasía.

En una sociedad democrática, no son los expertos quienes deciden hasta qué punto el Estado debe intervenir en la economía; ni si el Estado debe ser confesional, neutro, laico o laicizante; ni si debe ser unitario o federal, parlamentario o presidencial, multicultural o plurinacional; ni si reconoce distintos tipos de familia, derechos reproductivos y sexuales o la perspectiva de género, o si postula una única mirada moral. Los expertos no deben pero tampoco pueden ayudarnos en esto. En una sociedad democrática estas decisiones, políticas, no técnicas, las toman los representantes del pueblo, no expertos.

Ello no quiere decir, por supuesto, que algunos de esos representantes no pueden ser a la vez expertos (pero no actuarán en tanto tales, sino que como mandatarios electos, ni esa calidad debe ser condición para postularse), ni que en el proceso de decisión y redacción normativa no puedan consultarse voces expertas (pero en contexto distinto, meramente facultativo). He aquí la fantasía.

Segundo, el cálculo: ¿por qué son las fuerzas que apoyaron al Rechazo quienes están más entusiasmadas con la idea de la participación vinculante de expertos? Una respuesta posible es que, simplemente, desean mejorar la calidad del producto, para esta vez construir la casa de todos, redactar una que nos una, y optar finalmente por el Apruebo en un nuevo plebiscito de salida. No dudo que una parte del abrumador 62% del Rechazo esté así inspirada. Sin embargo, tampoco dudo que una porción importante de esas fuerzas no desea en verdad cambio alguno (el 22% de Rechazo en el plebiscito de entrada, por de pronto) y ven en la intervención de los expertos un mecanismo más para limitar el ámbito de discrepancia legítima que se pueda dar en una nueva Convención.

Esas fuerzas del statu quo aspiran a eliminar el principio de la página en blanco, que es una obvia garantía de legitimidad del proceso, imponiendo bordes al trabajo constitucional y haciendo pasar por “verdades científicas” o “consensos expertos” cuestiones que no son más que opciones políticas conservadoras. He aquí el cálculo.

El proceso debe considerar mecanismos que aseguren que los integrantes de una nueva Convención (ciento por ciento electa, con paridad, escaños reservados y presencia de independientes) cuenten con asesoría experta, pero ella no puede ser impuesta por los partidos políticos ni tener otro rol que el consultivo. Debe tratarse de asesorías remuneradas, por supuesto, y seleccionadas dentro de un pool de consultores reconocidos por sus pares y con credenciales suficientemente públicas para evitar lo que los economistas denominan selección adversa (elección de malos candidatos por asimetría de información).

Las universidades deberían ser la fuente principal de nombres para ese pool de consultores. Las autoridades tradicionales de los pueblos originarios deberían aportar también con sus expertos. Y podría evaluarse que pertenecieran a esa lista, por derecho propio, exautoridades superiores del Estado. Pero las definiciones políticas las debe adoptar el pueblo, a través de sus representantes, no los expertos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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