«Tal falta de sentido en el lenguaje, aunque no puedo considerarla una falsa filosofía; sin embargo, tiene una cualidad no solo de ocultar la verdad, sino también de hacer a los hombres creer que la poseen y desistir de continuar su búsqueda» (Hobbes, Leviathan, 1651, Cap. XLVI).
Muchos autores se han referido a las implicancias del lenguaje y de la comunicación en la acción política. Las metáforas, las alegorías e incluso los errores lingüísticos contribuyen a modificar, innovar y renovar el lenguaje, que es un organismo dinámico y vivo. El problema ocurre cuando estas figuras son ramplonas, obvias o definitivamente lugares comunes, más comunes que el “granito de arena” que aún muchos políticos aportan al engrandecimiento de Chile. Hoy en Chile vivimos casi solo ruido lingüístico en la comunicación política. No hay acuerdos y, aunque estos existan, se disfrazan de diferencias.
Ejemplos diferentes en la historia política chilena contemporánea existen y muchos. El exquisito uso del lenguaje político y poético de Salvador Allende, cuyos discursos son solo posibles en quien fue en su juventud un destacado poeta. La épica discursiva de Eduardo Frei Montalba o la retórica de Julio Barrenechea, diputado y también poeta, considerado por muchos como el mejor orador de la política chilena. Magnífico es también el uso del lenguaje de la educadora, diplomática y política Amanda Labarca. Quizás el último político con una capacidad discursiva apreciable es el ex Presidente Ricardo Lagos, quien, se sabe, se asesoraba para sus grandes discursos de grandes poetas. Así es de agradecer que Gabriel Boric recurra de tanto en tanto a buenos poemas que explican más y sensibilizan más que todo el resto del discurso. Otro ejemplo reciente fue Camila Vallejo en sus tiempos de dirigente estudiantil y todos sabemos no fue la única, en ese tiempo hasta a los escolares les dio por hablar en verso.
Hay que pensar seriamente en liberar al castellano, al menos al castellano de Chile, de los políticos que maltratan el lenguaje. Algún día alguien habrá de escribir un libro ameno, pedagógico y crítico sobre cómo los políticos contribuyen decisivamente a arruinar nuestra lengua, importando a destajo términos del inglés, acuñando neologismos barbáricos y horribles al oído, recurriendo a metáforas y alegorías de dudoso gusto, expresiones que inundan los medios de comunicación y finalmente llegan al resto de la sociedad, que no siempre sabe rechazarlos como debiera.
Uno de los más tristes ejemplos es el uso indiscriminado y malsano de la metáfora y de la alegoría para explicar conceptos fácilmente traducibles. El descuido llega a tanto que Ricardo Lagos dijo tiempo atrás que: «La tarea número uno de Chile es crecer, todo lo demás es música». ¿Qué habrá querido decir con esta frase que ofende a músicos y cantores y que reduce este arte a un sonido vacuo? La vida no puede entenderse sin música, afirmó Nietzsche. Esta frase de Lagos se derramó como un balde en boca de decenas de políticos y empresarios que lo citaron como si hubiese sido autor de «Oda a la vida retirada» de Luis de León. ¿Habrá olvidado Lagos que el gran Verlaine nos recordaba “la música ante todo” y que “todo lo demás es literatura”? O sea, retórica y de la mala.
En un país con una tradición poética como la nuestra, con dos poetas premios Nobel y varios Cervantes y Reina Sofía, habría que recordarles lo dicho por Nicanor Parra: «Todo lo que se mueve es poesía, lo que no cambia de lugar es prosa». La metáfora musical fue reemplazada por otra de la misma raigambre: «Tocar la guitarra», que reemplaza la frase popular «Otra cosa es con guitarra» y que da título a una de las obras emblemáticas del grupo Chancho en piedra. Esta expresión es de tan solemne prosapia que incluso la usa Víctor Domingo Silva en «Golondrina de invierno», pero de ahí a tocar guitarra cuando lo que amerita es el silencio, hay mucho trecho.
A otros (Camilo Escalona a la cabeza) les dio por “fumar opio”, como si sus discursos no fueran ya lo suficientemente soporíferos. El lenguaje puede traicionar incluso a los herederos de la utopía. Una variante de lo anterior consiste en preguntar qué ha fumado una persona que, contra el pragmatismo imperante, osa proponer una idea verdaderamente nueva y buena. En este caso, el desprecio por las artes se complementa con un apego casi enfermizo a la normalidad gris, a la entronización del buen burgués gentilhombre, que, como el homólogo de Molière, se regocija de saber que habla en prosa.
El debate constitucional abrió camino a una verdadera pléyade de figuras. De pronto todos quisieron vivir en una misma casa: la casa de todos (la “casa de Dios”), precisamente porque saben que esa casa no existe. El más reciente y patético ejemplo es el de «bordes», que tal como se usa por parte de los políticos significa ni más ni menos que límites o, incluso, algo así como principios básicos que se deben respetar y no pueden ser objeto de deliberación. O sea, libertad absoluta de movimiento, pero sin salirse de la jaula (Parra otra vez). Por supuesto, esta expresión se usa para no evidenciar que se están imponiendo contenidos constitucionales de antemano. Se olvida que todo borde lamentablemente limita con el precipicio. Siempre será preferible, no solo por Stéphane Mallarmé, sino porque es un tópico literario de notable tradición: la página en blanco.
Extenuados con tanto esfuerzo intelectual, los honorables decidieron apelar a la ciencia y allí nació el ADN político. Por ejemplo, “La DC está en el ADN de la Concertación”. Por supuesto, existen muchas otras y mejores formas de expresar la misma idea: «Es parte esencial» o «forma parte integral». Como dijo la poeta Delmira Agustini: “Porque tu cuerpo es la raíz, el lazo/ esencial de los troncos discordantes/ del placer y el dolor, plantas gigantes».
De la ciencia a la innovación hay un solo paso, así que algunos comenzaron a «reinventarse» como si fuesen versiones de programas computacionales: «Lavín 2.0», «Rincón 3.0». Y aún más horrible, de arrojarse por el quinto piso, fue la costumbre de nombrar el primer o segundo Gobierno de Bachelet o Piñera con un numeral, ni siquiera un ordinal: «Piñera 1», «Bachelet 2».
Otros que además se las dan de «medios puetas» (en la expresión de Guillermo Blanco) se pusieron amarillos para querer significar que eran prudentes, equilibrados y de centro. ¿Cómo se habrá podido llegar a esta metáfora? La mejor explicación a este absurdo la dio el maestro Gastón Soublette: «Cuando yo era joven, se le decía amarillo a una persona que era chueca o traidora”.
Desde esta modesta tribuna rogamos a un(a) republicano(a) poeta, lingüista, novelista filósofo(a), educador(a) o simple ciudadano(a) que le haga un inmenso favor a este país y escriba ese libro o ensayo tan necesario sobre Políticos y Metáforas. ¡Llamamos a todos los chilenos de corazón bien puesto a resistir la mala política y el mal lenguaje en la política!
La verdad no solo debe ser revolucionaria, también debe ser bella o simplemente no será.