A propósito del Día Mundial del Urbanismo, celebrado el pasado 8 de noviembre, vale la pena recordar los orígenes de la disciplina. Este día, celebrado por primera vez en 1949, fue promovido por uno de los padres fundadores del Urbanismo en Latinoamérica, el argentino Carlos Della Paolera. Su motivación fue engrandecer los esfuerzos por atender las condiciones de vida y la cotidianeidad en las ciudades. Por ese entonces, no solo en Chile, sino que también en la región, ya se formaban las primeras generaciones de profesionales a cargo de la planificación de las ciudades, tras el aprendizaje dejado por expertos europeos, desde la década de 1920.
Volver la mirada brevemente un siglo atrás, remonta al periodo formativo de la disciplina tras su cristalización. En Chile y en el mundo, el urbanismo nació como un movimiento que buscó dar respuesta a dos condiciones de desigualdad que caracterizaron a la ciudad industrial: los problemas relacionados a la vivienda social y a la salud pública. Ambos asuntos pasaron a ser los principios clave en la formación del urbanismo, mientras pasaban a ser parte de la agenda estatal. Era el momento en que el Estado debió hacerse cargo de la cuestión urbana, que era en realidad la cuestión social, y que se materializó a través de una institucionalidad y de una legislación apropiada. El aparato técnico de la planificación tomaba forma, recién en los años veinte, cuando el aparato público se hacía cargo del problema urbano.
La instalación del urbanismo respondía a los vitales cambios urbanos que experimentaban nuestras ciudades y que, al promediar el siglo XX, serían cada vez más evidentes. Tras siglos de pausado desarrollo urbano, partir de los años treinta se experimentó un tránsito de la “gran aldea”, en palabras de Lucio López, a la ciudad de masas. Esta acelerada expansión y masificación urbana, impulsada por la migración desde el campo, caracterizó a ciudades como Santiago que crecían en los arrabales, cambiando cada vez más sus proporciones y aumentando su complejidad.
En las primeras décadas del siglo XX, las primeras generaciones de profesionales se dedicaron a la enseñanza de la disciplina y a la elaboración de los primeros planes de ciudades. También participaron de los debates urbanos, tanto en revistas -técnicas y de divulgación- como en las conferencias panamericanas y en los congresos de arquitectos en principio, y en los primeros congresos de urbanismo después, eventos que permitieron intercambiar en torno a las innovaciones técnicas del urbanismo, y actualizar las experiencias de estos profesionales. En este contexto, el rol de las universidades fue fundamental, en tanto, no sólo lograron poner el tema urbano en la agenda pública y como materia del desarrollo político y económico, sino que empujaron los cambios institucionales y normativos que requería la instalación del quehacer, más allá de la mera propuesta de planes urbanísticos, y así crearon los primeros programas de postgrado en Planificación Urbana.
De esta manera, este periodo puede ser reconocido como aquel que comienza a entrecruzar los antecedentes del urbanismo y de la planificación como una actividad profesional y pública, mediante su institucionalización en el marco de un Estado con mayor orientación social a partir del periodo de entreguerras. Se estaba frente a un Estado que avanzaba para hacerse responsable por el «bienestar de las mayorías» y “bienestar de la sociedad”.
Hoy, en pleno siglo XXI, y a más de siete décadas de esa celebración inaugural del Día del Urbanismo, los antecedentes de la disciplina nos permiten recordar la vigencia de las preguntas que marcaron su origen. La pandemia de COVID, por ejemplo, evoca hoy esos antecedentes. Las materias de salud pública y de vivienda, que habían sido la base del Urbanismo, como dos ámbitos tan relacionados en nuestras ciudades y tan claves en la definición, desarrollo y quehacer de la disciplina, aparecen en medio de la crisis sanitaria como deudas históricas que inciden en las respuestas frente a enfermedades infectocontagiosas. Así, desde el punto de vista de los desafíos de la disciplina, tanto la vivienda como la salud pública, son temas estructurales para enfrentar no solo esta pandemia sino futuros brotes epidémicos.
Estas materias son parte de los desafíos de los planificadores urbanos actuales, con el fin de colaborar en el mejoramiento del desarrollo urbano y en la calidad de vida ofrecida a sus habitantes, en medio de la creciente complejidad de las condiciones urbanas y de nuevos escenarios culturales, políticos y administrativos. Son las claves para promover un desarrollo integral con equilibrio ambiental y con mayor justicia social que considere la participación con miras a fortalecer la identidad cultural de los territorios y de sus comunidades.
De este modo, las preguntas por el bien común y por una mayor igualdad que dieron origen al urbanismo, persisten en la agenda de los profesionales actuales. Si bien los conceptos han cambiado, permanece ese espíritu original: el «bienestar» de entreguerras y el «desarrollo económico» de posguerra han dado paso al «desarrollo social» y «humano», así como a la «equidad» y «sostenibilidad» ambiental, en todos los cuales el urbanismo – planificación u ordenamiento territorial – tienen un rol clave.