Desvanecido el sopor autocomplaciente de la política educativa chilena tras un par de décadas de “ser la niña(o) símbolo de las agencias internacionales multilaterales”, enfrentamos como país en forma creciente e irremediable tanto los resultados de las malas herencias de la dictadura como los problemas que no resolvimos en las primeras décadas de democracia, más aquellos nuevos retos agregados en este siglo “y que no vimos venir”, que fueron determinantes antes de la pandemia, como en la misma pandemia y en lo que llamamos la pospandemia, y que tienen a nuestra educación (y sociedad) ante el precipicio, al cual –pareciera– nos encaminamos como “zombies”.
Quienes trabajamos en este sector sabemos que “la educación resiste mucho”, previo a manifestar sus dimensiones más críticas. Por ejemplo, es difícil encontrar una década como la de los 80, donde en Chile se cometieron los mayores errores y torpezas del siglo XX en educación, y que sus responsables no hayan sido enfrentados al desastre de su gestión, cuyas consecuencias negativas se extienden hasta hoy en la baja calidad de la enseñanza, entre otras tantas anomalías.
También sabemos que en la actualidad estamos ante problemas de gran magnitud, complejos, difíciles de dimensionar en toda su profundidad y extensión, y que no se resuelven con “el manual de la política educativa intramuros, diseñada por tecnócratas y entidades internacionales a prueba de toda ideología”, sino que estamos en un escenario altamente inasible, con conflictos entramados en nuevos procesos sociales y donde la punta del iceberg tiene factores de interacción que son más dinámicos y cambiantes que antes, y claramente contextuales.
Por lo mismo, no es casualidad que las principales transformaciones de la política educativa nacional en este siglo hayan sido detonadas esencialmente desde los movimientos estudiantiles de 2006 y 2011. Y que parte de la clase política de entonces haya tratado de minimizar sus efectos, no solo porque les marginaba de su dirección, sino porque no entendieron la profundidad de las demandas, provocando con mayor fuerza su renacer el año 2011 y que otras tantas fuesen rescatadas por el movimiento feminista de 2018 y social de octubre de 2019.
Precisemos, no es que los “30 años posdictadura” no hayan servido, sino que fueron absolutamente insuficientes en sus resultados en materia de reducción de las grandes inequidades de nuestra población, es decir, de aquella pobreza real, no solo de la estadística. La primera década de democracia en educación se centró en reconstruir el deteriorado sistema educativo y atender demandas ciudadanas básicas de cobertura escolar, equipamiento y soporte para estudiar, empobrecidas en la década de los 80 por un aporte público a educación que sin piedad se redujo en dictadura casi en un 25% real, desvalorizando a la educación y a los(as) educadores(as).
Pero fue en la segunda década de democracia (del 2000 en adelante) donde no supimos responder más rápido y en forma adecuada al déficit de justicia educativa acumulada en este campo. Pese a que por entonces tuvimos como país un crecimiento notable del PIB, este no se tradujo en mayor aporte público en educación en términos equivalentes a ese gran avance. Por el contrario, se crearon instrumentos de crédito para educación superior como el Crédito con Aval del Estado (CAE), que enriqueció a algunos bancos y hundió a muchas familias de sectores medios. Además, el Ministerio de Educación extravió desde entonces el sentido de la política educativa como marco orientador de las acciones (recuperado efímeramente en ocasiones), pasando a un formato de políticas radiales (cada problema una solución diferente). Entonces, la escuela se llenó de iniciativas de políticas oficiales (programas) con baja coordinación y sinergia, es decir, instalamos la práctica del contrasentido de las políticas públicas efectivas.
Un diagnóstico profundo de nuestra situación actual como país evidencia un sistema educacional que por demasiadas décadas arrastra problemas agudos de baja calidad de los aprendizajes escolares, descontextualización y escasa pertinencia de la enseñanza, y una insistente desigualdad y segregación social en sus resultados educativos, corregidos marginalmente por la escuela. Originando una importante inefectividad de su hacer que, si se compara con los aportes financieros per cápita públicos del país, estos no se condicen con aquellos de países equivalentes, cuyos logros educativos son superiores.
Hoy vivimos desafíos urgentes como la violencia escolar, que como tal es reflejo de una sociedad que no tiene práctica de resolución de sus conflictos “en y con democracia”. Temática que siendo fundamental encandila el escenario de los problemas educativos. Por cierto es un tema clave, pero es un fenómeno societal que no se soluciona solo en la escuela, requiere de esta y de mucho más. Es un problema enraizado en la pobreza material e inmaterial que nuestras políticas públicas y también las educacionales sembraron en estos años.
Me parece que no es aconsejable copar la agenda educacional solo con esa problemática, hay materias claves que requieren de soluciones profundas, reflexionadas, implementadas como políticas de Estado de corto, mediano y largo plazo.
Antes de la pandemia ya teníamos complicaciones muy importantes de bajos aprendizajes de nuestros estudiantes expresados además en cifras relevantes de abandono y deserción escolar, lo que llamamos procesos de desescolarización, los que producto de la pandemia se han agudizado en forma exponencial (duplicándose su número), cuestión más que grave, no solo porque esta generación serán los analfabetos de la próxima década, con las consecuencias colaterales que implica, sino porque estamos “marginando a nuestros ciudadanos de la construcción cultural del pacto social”, lo que es determinante en nuestra convivencia, y que no se arregla solo con más leyes, cárceles ni penas más elevadas. Esto debe ser evitado, para lo cual se requiere enfocar esta temática como prioritaria, con recursos sostenibles en el tiempo.
Un segundo aspecto, relacionado con lo anterior (los insuficientes aprendizajes de nuestros estudiantes), es afrontar el ausentismo escolar elevado y persistente que, potenciado en pandemia, se ha mantenido en registros muy altos este 2022. Hay detrás de la decisión de las familias una evaluación importante de la educación, al menos de su impacto en la calidad de vida más inmediata, por lo mismo, es una dura llamada de atención para que instalemos en las escuelas procesos potentes y sólidos de recuperación de los aprendizajes. Pero no solo de los que antes pensábamos que se necesitaban, sino de los que hoy –pospandemia– demandan las familias y el mundo sociolaboral en el contexto vigente, demandas que debemos levantar, procesar y desarrollar rápidamente.
Es decir, la nueva contextualización del currículo y de la enseñanza es desafío insoslayable en los tiempos presentes. Un aspecto que complementa esta situación son los datos de un reciente estudio que muestra que la cobertura curricular en este 2022 (lo que se enseña respecto de lo que debería enseñarse) es mucho más baja que antes de la pandemia, es decir, se profundiza toda esta problemática. Sabemos mucho de estándares educativos, pero muy poco de lo que lo piensan, sienten y quieren nuestros estudiantes, de lo que les ocurre a ellos(as).
Algunas de las soluciones de política educativa que hemos visto en este plano están basadas más en lugares comunes, respuestas algo añejas, hojas de ruta sin mucho sentido, recetas de quienes no están en la escuela para decirles a los que están en ella lo que deben hacer, por cierto, sin experimentar “en vivo” el fenómeno/problema señalado.
El segundo gran problema inmediato y mediato dice relación con la formación y desarrollo profesional de los docentes. La matrícula de las carreras de pedagogía en Chile hace una década viene cayendo estrepitosamente en valores cércanos a la mitad de lo que se había el 2012. La ocurrencia de este fenómeno no solo se debe a la irresponsable expansión de vacantes que se vivió en la primera década de este siglo (que llega en algunas universidades a cifras entre el 800 y 900% de crecimiento en ciertas carreras), sino además a que la escuela como “espacio de trabajo” es poco atractiva para los nuevos docentes (ratificado por el alto abandono que ocurre en los primeros años de ejercicio profesional). En esta década, aparte de registrar y documentar el problema, algunas iniciativas han sugerido “bajar los puntajes de ingreso a las carreras pedagógicas” (sin evaluar su impacto en la calidad), en vez de estudiar esta situación, saber más de aquellos que se retiran mientras estudian pedagogía, saber más de quienes ingresan a trabajar y prontamente se retiran para siempre de la docencia. En este tiempo algunos docentes han sido amenazados e incluso golpeados, agredidos, amenazadas sus familias, tanto por estudiantes y apoderados y, aún así, ¿queremos que haya personas que deseen ser maestros? Por eso necesitamos conocer lo que otros países están haciendo en este plano para solucionar estas problemáticas.
Sabemos que próximamente enfrentaremos un importante déficit cuantitativo de maestros, sin hablar todavía del déficit cualitativo de sus capacidades para asumir los nuevos retos formativos escolares (que han estado en la palestra por muchos años). Pareciera que no estamos preparados como sociedad para asumir este desafío, formar profesores con otros modelos –no convencionales y menos extensos– que sean de calidad y resuelvan los problemas que en décadas no hemos logrado. Insistimos en más de lo mismo, por lo cual vamos hacia el despeñadero, pensando que el estímulo de mayor salario y una formación de pregrado de cinco años ajustada a “estándares definidos por expertos” son suficientes para enfrentar esta crisis, pese a que una vasta experiencia internacional muestra que no es así.
La complejidad de los fenómenos educativos requeriría priorizar nuestras tareas/acciones y, por tanto, una política que fundamente sólidamente (con datos y teoría) las decisiones que podríamos adoptar en forma coherente y efectiva para el corto, mediano y largo plazo. No hay respuestas ni soluciones únicas ni per se, por lo mismo debemos estar atentos al inmovilismo que viene de invalidar todos los caminos que no sean “la solución definitiva”, como si ello fuese posible de una sola vez. Resulta imperioso que enfrentemos como país los desafíos claves que actores y comunidades educativas definan, poniendo en el eje a los estudiantes de hoy, con sus capacidades y potencialidades.
Memorándum de temas para los tomadores de decisiones: hoy, bajos aprendizajes, mayor abandono y ausentismo escolar, baja cobertura curricular, aumento de la desigualdad social (violencia). Mañana, escasez de docentes y de docentes preparados. No sabemos por qué llegan ni por qué se van de la formación y de la educación. Pasado mañana, entonces, los desafíos de la política educativa para evitar su réquiem implican la necesidad de rediseñar en forma urgente y con alta calidad la formación escolar y la de los docentes, y generar el soporte financiero y legal para su implementación rápida y efectiva. Una política educativa sólidamente fundada en la experiencia nacional e internacional, menos tecnócrata (menos estándares, más personas reales), más abierta y participativa de las comunidades escolares y de la ciudadanía. Una política con rostro humano y no de zombie.