Afortunadamente, cuando parecía más difícil, la prudencia y la responsabilidad se impusieron. Para ello, la figura del presidente del Senado ha sido clave. Con un estilo alejado del conflicto y centrado en los acuerdos, con prudencia, sin cejar en mantener el diálogo abierto y sin la desesperación de transformarse en el protagonista, Elizalde sin duda se instala, en tiempos de tanta mediocridad, como una figura política de una estatura que hace años no veíamos.
Cierto buenismo ingenuo, sustentado en las declaraciones y compromisos de los partidos, previos al plebiscito, hizo pensar a muchos que el acuerdo para un nuevo proceso constitucional se alcanzaría de manera rápida. Pero estos más de tres meses se encargaron de mostrar lo contrario. El acuerdo no llegaba, mientras el interés por una nueva Constitución decaía semana a semana en una ciudadanía agobiada por tanto problema urgente.
Sin embargo, cuando este acuerdo ya parecía improbable, dos hechos del fin de semana se transformaron en el impulso que faltaba para despejar las diferencias que lo impedían. El primero fue la indignación que causó en diversos sectores la irrupción de Amarillos, el viernes recién pasado, abortando un acuerdo que se encontraba ad portas. Más allá de los descargos de su virginal presidente, lo cierto es que la relevancia que han alcanzado en el debate nacional resulta de difícil explicación.
El segundo hecho lo constituye la entrevista de José Antonio Kast en La Tercera, en que reitera su oposición a un nuevo proceso constituyente y a una nueva Constitución, colocando en una difícil posición a la derecha que se había comprometido a dar continuidad al proceso si el Rechazo resultaba vencedor en el plebiscito de salida de septiembre pasado.
De confirmarse el fracaso definitivo de las conversaciones, se confirmaba también que en la derecha la única voz que importa es la del sector más extremo y conservador. Esa derecha que nunca quiso, no quiere y probablemente nunca querrá una nueva Constitución. Un sector que, si en algún momento cedió al proceso constituyente fue por temor a que la alternativa fuera peor. El 62% de Rechazo en el plebiscito no hizo sino reforzar sus convicciones de dar por cerrado el capítulo o, cuando mucho, realizar reformas a la actual Carta Magna en el Congreso.
Este sector presionó a la derecha más moderna durante todo el proceso de diálogo. Una derecha que, aun convencida de la necesidad de una nueva Constitución, es consciente de que su electorado está mayoritariamente convencido de lo contrario. En consecuencia, tenía el temor de aparecer entregándose a la izquierda “derrotada” y concordando además una fórmula que pusiera en riesgo electoral lo que consideran su triunfo de septiembre pasado.
Por cierto, existe también un sector de izquierda, afortunadamente minoritario, que no asume la realidad del resultado del plebiscito y busca interpretaciones, más para reafirmar sus convicciones que para entender el pensamiento mayoritario. Este sector prefiere mantener una demanda permanente de cambio, que ceder a un proceso que pueda concluir en una nueva Constitución insuficiente para su ideal sociedad.
En este escenario se intentó buscar por meses un acuerdo, con un telón de fondo no sincerado y ajeno al sentido mismo que debiera tener el proceso constituyente. Se trató de una negociación “electoralizada”, condicionada por encontrar un mecanismo que les diera mediana certidumbre a los incumbentes de cuál será su resultado en la elección de los integrantes del nuevo órgano. Así, su elección fue vista en toda la negociación como una elección más, previa a las de alcaldes, gobernadores y parlamentarios. La derecha buscaba su mejor escenario y las izquierdas los suyos. Otros preferirían no medirse.
Cuando lo más relevante fue concordado, el marco de contenidos, parecía que el mecanismo sería cuestión de horas. Pero los meses demostraron que los contenidos no eran lo más importante. Para los partidos, lo era cómo asegurar un buen resultado en la elección, desvirtuando con esto y poniendo en riesgo todo el proceso.
La idea de los expertos fue un buen punto de fuga, pero los representantes de los partidos tienen claro que no es un tema de fondo. Bastaría que cada partido conformara buenos equipos de expertos que acompañaran el proceso y que sus representantes les hicieran caso en lo razonable.
El proceso constituyente no es ni puede ser un evento electoral más. Ese error ya se cometió en el proceso electoral constituyente recién concluido y sería irresponsable repetirlo. La única preocupación respecto del órgano constituyente debe ser su legitimidad frente a la ciudadanía. El fracaso más grande es que, en un futuro nuevo plebiscito de salida, nos encontráramos otra vez divididos entre un Apruebo y un Rechazo.
Afortunadamente, cuando parecía más difícil, la prudencia y la responsabilidad se impusieron. Para ello, la figura del presidente del Senado ha sido clave. Con un estilo alejado del conflicto y centrado en los acuerdos, con prudencia, sin cejar en mantener el diálogo abierto y sin la desesperación de transformarse en el protagonista, Elizalde sin duda se instala, en tiempos de tanta mediocridad, como una figura política de una estatura que hace años no veíamos.