Desde luego Bolsonaro, aunque se encuentre a miles de kilómetros de distancia, tiene una parte en toda esta trama, dado que incluso la “omisión” implica responsabilidad política. El negarse a reconocer el resultado de las urnas y consentir que cientos de sus partidarios acamparan fuera de cuarteles militares durante 2 meses, reaccionando con declaraciones condenatorias recién al descubrirse el plan de George De Oliveira Sousa para volar un camión con combustible en el aeropuerto de Brasilia, con el propósito de impedir la asunción de Lula. En palabras de Ralf Dahrendorf en “Ley y Orden” (1994), el nuevo totalitarismo trata simplemente de ignorar al Estado de derecho y subvertir la ley democrática, actuando sencillamente como si no existiera.
Los rumores recientes de golpe de Estado en Brasil circulan a lo menos desde fines de marzo de 2021 –casi 2 años–, cuando en medio de una de las semanas más letales de la pandemia, el entonces presidente Jair Bolsonaro destituía a los comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas y removía a seis ministros. En una columna en este mismo medio, nos preguntábamos en aquellos días si esos pronósticos eran solo “humo”. Y como en la fábula de Esopo “El pastor mentiroso”, conocida en el mundo hispanoparlante como “Pedrito y el Lobo”, la señal –aunque imprecisa– era indicativa de fuego en alguna parte que finalmente llegó.
En la tarde del domingo último dicha amenaza se hizo corpórea bajo la forma de un golpe posmoderno (Gascón, 2018) en contra de las instituciones políticas estatales brasileñas, por medio de unas turbas –que fueron organizadas, como a menudo ocurre, por alguien– en el asalto a la Plaza de los Tres Poderes del Estado, donde radican las sedes de la Presidencia, del Congreso y del Tribunal Supremo Federal. Los atacantes le niegan toda la legitimidad a dichos poderes después de una reñida elección que se saldó con una diferencia de 1,8 punto porcentual y que aseguran fue tramposa.
El exmandatario, con algo menos de estridencia que Trump respecto al desconocimiento del resultado de las urnas, aunque pidió anular los votos electrónicos al Tribunal Electoral, indirectamente alentó este tipo de posiciones al dejar Brasil poco antes de la transferencia de autoridad, para evitar ser parte de la ceremonias que investirían a su sucesor con las insignias supremas del Estado. Pero desde antes, durante los 2 meses de interregno entre el balotaje y la transmisión de mando, hizo poco por desactivar las acampadas de manifestantes partidarios fuera de los cuarteles, exigiendo una intervención militar en un país donde el autoritarismo fue gran parte de la tónica durante el siglo XX y hasta 1985.
Por eso la vandalización de las sedes del Legislativo y el Judicial brasileño es más delicada, incluso si se le compara con el asalto al Capitolio de Washington –en medio de una sesión para proclamar al presidente Biden–, dado que resucita el tipo de “democracia inercial” brasileña (Baquero, 2018) en la que los valores autoritarios, aunque desplazados, sobreviven alojados en los intersticios sistémicos o en los márgenes políticos, atentos a cualquier sobresalto social que les permita regresar. La trama de cleptocracia de Odebrecht y OAS brindó la oportunidad para cuestionamientos analíticos y mediáticos, necesarios, pero que no siempre distinguieron entre las prácticas de políticos corruptos y la política con mayúscula, teniendo por resultado la condena de todo el sistema político general y el incremento de la desafección con las instituciones democráticas.
Las concentraciones multitudinarias se sucedieron, con el Mundial de Brasil de 2014 como espacio privilegiado para exponer globalmente las protestas, y más tarde con la defenestración de la presidenta Dilma Rousseff por parte de un Congreso brasileño que la destituyó para aplacar “la ira de los dioses”, a pesar de que su falta era el acostumbrado procedimiento administrativo de sobrepasar el presupuesto público aprobado “maquillando” las cifras. Sin embargo, la “ofrenda política” era tardía e insuficiente y las demandas de la calle eran del tipo del argentinismo “que se vayan todos”, por lo que su reemplazante Michel Temer sonaba a más de lo mismo.
Esas fueron las circunstancias en que un congresista sin resonancia nacional y anticarismático, aunque con una carrera de 29 años en el Parlamento, donde destacó por polémicas en que hacía gala de ultraconservadurismo y misoginia, fue ungido como el candidato contrario a todo liderazgo político desde 1985 en adelante. Con él se impugnaba a todo el período democrático en Brasil (único junto al tramo comprendido entre 1946 y 1964), cuyo portaestandarte es el Partido de los Trabajadores y Lula, pero que incluía a toda la clase política en su conjunto, también a la centrista Socialdemocracia Brasileña de Fernando Henrique Cardoso o la derecha institucionalista del partido Movimiento Democrático Brasileño.
Se había abierto la caja de Pandora, y la errática gestión pandémica, la repauperización acelerada de amplios segmentos poblacionales y, sobre todo, las tensiones con un Poder Judicial, se hizo costumbre en un presidente que hizo de la rebeldía su seña. Sin duda es parte de la derecha radical y populista que describe Cas Mudde (2007), pero donde el componente nativista, típico de Europa y sin cuajar en una región con pueblos aborígenes históricamente discriminados, es reemplazado por un nacionalismo con fuerte sesgo autoritario. De ahí su aliento a la conmemoración en los cuarteles militares del golpe militar del 31 de marzo de 1964, o la presencia masiva de uniformados en su gabinete y en la designación de cargos de alta dirección pública. Lo anterior, expresión del “nuevo militarismo” (Diamint, 2015) o “militarismo cívico” (Rodríguez, 2018), en el que las Fuerzas Armadas participan de los gobiernos invitados por mandatarios democráticamente elegidos, sin tanques en la calles o golpes de fuerza, aunque actuando como una neo Guardia Pretoriana.
Lo anterior no significa que caduquen completamente los golpes de Estado, como el que precedió a la dimisión de Evo Morales el 10 de noviembre de 2019 o el fallido intento de clausura del Congreso peruano por parte de Pedro Castillo (técnicamente autogolpe), el 7 de diciembre último, que se frustró al no contar con la anuencia castrense. Lo del domingo en Brasilia fue en cambio más indirecto, ya que promovió el involucramiento de las Fuerzas Armadas en una situación prefabricada de desorden público y desgobierno. Nada novedoso si se piensa en el también fracasado Putsch de la Cervecería de Hitler, el 8 y 9 de noviembre de 1923 en Múnich, o el 23 de febrero de 1981 en España, con el teniente coronel Tejero secuestrando a los congresistas españoles en el Congreso de los Diputados, o de las ocupaciones de la Universidad de Chile y el Seguro Obrero el 5 de septiembre de 1938, que culminó con la matanza de más de 60 jóvenes nacis (con c) en Chile. Ese mismo registro operó en Brasilia con alguien financiando los buses para trasladar a muchedumbres, así como una mínima coordinación para disminuir el resguardo policial en los lugares públicos atacados, evidencia que por el momento tienen al gobernador del distrito capitalino y bolsonarista reconocido, Ibaneis Rocha, sujeto a una investigación judicial que lo apartará de su cargo durante 90 días.
En tanto que lo posmoderno proviene del permanente cuestionamiento a formas de convivencia política, mediante el repliegue de grupos ultras a un mundo interconectado, poblado de teorías conspirativas que emplean el bulo y la manipulación con el propósito de socavar al poder. Así se va confrontando el relato institucional democrático liberal con una concepción iliberal y plebiscitaria, donde un grupo masivo de un momento y lugar intenta modelar el curso político. De ahí el riesgo que conllevan las iniciativas de rodear “de masas” a los Congresos estatales, llamados no siempre con origen en la ultraderecha y que a veces también apuntan a una pulsión liberticida de cierta izquierda de proxémica anarquista, aunque en la mayoría de los hechos han sido protagonizados por un sector posfascista enseñoreado de la incorrección y rebeldía política, y que en cualquier caso puede propiciar la ocasión para que grupos al interior de las manifestaciones ejecuten un designio desestabilizador. El contenido altamente simbólico de la destrucción de los inmuebles que albergan a los poderes del Estado, así como la destrucción de edificios religiosos en otros contextos, son mensajes de desprecio hacia amplios sectores sociales, que no deben ser tolerados por autoridad legítima alguna.
Desde luego Bolsonaro, aunque se encuentre a miles de kilómetros de distancia, tiene una parte en toda esta trama, dado que incluso la “omisión” implica responsabilidad política. El negarse a reconocer el resultado de las urnas y consentir que cientos de sus partidarios acamparan fuera de cuarteles militares durante dos meses, reaccionando con declaraciones condenatorias recién al descubrirse el plan de George De Oliveira Sousa para volar un camión con combustible en el aeropuerto de Brasilia, con el propósito de impedir la asunción de Lula. En palabras de Ralf Dahrendorf en Ley y Orden (1994), el nuevo totalitarismo trata simplemente de ignorar al Estado de derecho y subvertir la ley democrática, actuando sencillamente como si no existiera.