Con los vertiginosos acontecimientos que se sucedieron tras el estallido social y el inicio del proceso constituyente, varios analistas y dirigentes políticos asumieron que se entraba en una fase en que los cambios, en diferentes ámbitos de la sociedad chilena, eran inminentes e irreversibles. Bajo este clima se estrena el Gobierno de Gabriel Boric, en marzo de 2022, cuyo estilo de gestión, a ratos dominado por los impulsos y la soberbia, estuvo marcado desde un comienzo por carecer de coordinación y de una agenda que definiera las prioridades. A los pocos días de asumido, quedaron en evidencia los problemas de conducción, de manejo y la falta de experiencia de varios de sus ministros.
De hecho, a los bochornos producidos el mismo día del cambio de mando, se sumaron de inmediato desaciertos de los ministros del área política. Lo más recordado fue el frustrado viaje de la entonces ministra del Interior, Izkia Siches, a la zona de La Araucanía. A partir de entonces, su presencia en el gabinete se tradujo en una fuente permanente de problemas de coordinación y de tensión que se hicieron extensivos hasta el momento de su salida, ocurrido poco después de la derrota del plebiscito del 4 de septiembre. Algo parecido ocurrió con el ministro Giorgio Jackson, del círculo más cercado del Presidente, quien asumió como titular del Ministerio Secretaría General de la Presidencia. Contrario a las expectativas que existían sobre su persona, Jackson no logró sintonizar con el rol de articulador que suelen asumir quienes son nominados en ese ministerio. Por ende, la relación con el Congreso Nacional fue siempre tensa; no logró convencer respecto de las desventajas de un quinto retiro y, algo que tuvo un costo enorme, desde el inicio vinculó la concreción de la agenda de Gobierno con la aprobación del nuevo texto constitucional.
El Gobierno de Boric asumió sin tener mayoría en ninguna de las dos cámaras del Congreso Nacional, cuestión que impidió avanzar en muchos de los temas propuestos en su programa y, sobre todo, en su ambiciosa agenda de reformas estructurales. A su vez, a diferencia de lo ocurrido desde 1990, el Gobierno se Boric se constituyó como uno en el que coexisten dos coaliciones que han entrado en contraposición por aspectos ideológicos y programáticos.
A raíz de lo anterior, y contrariando lo planteado en las primeras semanas de asumido, era imposible que el de Boric pudiera ser un Gobierno de grandes transformaciones estructurales, aún si se aprobaba el nuevo texto, por el mero hecho de carecer de mayorías para la aprobación de sus proyectos de ley y la concreción del eventual nuevo marco normativo. A lo más, se podía apostar por una suerte de “Gobierno de transición”. Con el tiempo, y en especial tras la derrota en el plebiscito de salida, efectuado el 4 de septiembre, se hizo evidente que había que desechar, por el resto de su período constitucional, la idea de Gobierno de transformaciones e incluso de “Gobierno de transición”. Por simple letargo, el Gobierno de Boric se había transformado en un Gobierno solo capaz de administrar, aunque todavía con dificultades.
Con la llegada del período estival, desde el oficialismo se reconocieron algunos logros alcanzados pese a las tensiones internas y los obstáculos enfrentados al interior del Congreso Nacional. Personeros del oficialismo hablaron de superávit fiscal, de reducción del precio del dólar y de los combustibles, así como de un repunte en materia de inversión. Sin embargo, nada de ello puede ser reconocido como un logro de la gestión del Gobierno y la capacidad de conducción de algunos de sus ministros; más bien, se trató de casualidades, de consecuencias no esperadas e incluso de situaciones contrarias a las convicciones de quienes forman parte del oficialismo.
De hecho, en estricto rigor, el principal proyecto aprobado durante el primer año de Gobierno de Boric, el TPP11, fue una iniciativa a la cual se opusieron, siendo diputado, el propio Presidente y demás parlamentarios de la coalición oficialista Apruebo Dignidad (integrada por el Partido Comunista y el Frente Amplio), con excepción del ministro de Hacienda y otros personeros del llamado Socialismo Democrático. El superávit fiscal no fue consecuencia de decisiones adoptadas por el actual Gobierno sino del anterior, es decir, de la partida presupuestaria enviada por el Gobierno de Sebastián Piñera a fines de su mandato. El repunte en materia de inversión y el reciente aumento del Índice Mensual de Actividad Económica (Imacec), derivó del crecimiento en aquel sector que más crítica suscita en el oficialismo, el “modelo extractivista” predominante en la minería.
Pese a este fugaz optimismo, en los últimos días surgen otros elementos condicionantes de la agenda para el segundo año. Por un lado, vuelve a subir el precio de los combustibles y, por otro, el día 8 de marzo la Cámara de Diputados rechaza la idea de legislar el proyecto de reforma tributaria propuesto por el Gobierno, a raíz de deserciones producidas en las filas oficialistas. A todas luces, se frustra la posibilidad de financiar buena parte de la agenda social, así como iniciativas en salud, previsión social y educación. A ello se agrega lo que ha sido el punto más débil del Gobierno: el combate contra la delincuencia, incrementada a lo largo de todo el territorio nacional. En política exterior, ha primado la desprolijidad y la ambigüedad; en las áreas de deporte y cultura, la gestión ha sido irrelevante; y en educación, uno de los temas en que se suponía existía manejo, no se han registrado logros de ningún tipo.
Sin duda, el Gobierno inicia un segundo año con una serie de dificultades y tensiones no resueltas. Un segundo año que tiene, entre sus desafíos, el enfrentar un nuevo proceso constituyente que incluye la elección de un Consejo Constitucional en el próximo mes de mayo.