La vejez nunca es igual si se cuenta o no con el patrimonio y los recursos para hacerle frente. En muchísimos casos, “vejez pobre” es un pleonasmo, una redundancia, porque se trata de un estado en el que decrecen las pasiones y crecen las necesidades. Entonces, se debe preguntar no por “la” vejez, sino por “cuál vejez”, aun sabiendo qué es lo común a toda vejez: que, a diferencia de la infancia, la juventud y la adultez, no hay una edad posterior a ella. Después de la vejez está solo la muerte.
Si bien algo insensiblemente, me voy acercando a la edad más redonda de la vida –los 80–, que dentro de poco será la de 100. Un cada vez mayor número de individuos llega a la vejez y, a la par, ese mayor número permanece en esta por más tiempo. Más viejos, entonces, y también más larga la vejez. Simone de Beauvoir, en su famoso libro sobre el tema, advirtió –ya a mediados del siglo pasado– que la vejez era el “Monte Everest” de las preocupaciones sociales del mundo contemporáneo. Es por ello que se le aborda cada día más desde la biología, la política, la sociología, la economía y también la filosofía.
En nuestro medio, Diana Aurenque lamenta que la filosofía se haya ocupado poco de la vejez. Casi todo se reduce a unos cuantos libros, partiendo por el viejo tópico De senectute, de Cicerón, que tiene ya dos mil años, y, por lo mismo, ella está tratando, como filósofa que es, de mejorar en esto el rendimiento de su disciplina.
La vejez plantea también desafíos de orden ético y, al menos en ese plano, no puede escapar de la mirada filosófica, puesto que la ética es uno de los capítulos tradicionales del saber filosófico. Además, desde la filosofía se puede proveer de lenguaje y categorías de análisis para un más adecuado tratamiento de la vejez desde la perspectiva particular de cada una de las disciplinas antes mencionadas, proporcionando también buenas razones para que trabajen en conjunto, colaborativamente, a fin de que ninguna de las perspectivas parciales acerca de la vejez establezca una hegemonía empobrecedora sobre las restantes. Cuando menos un asunto médico, social, político y económico, la vejez, así como el proceso que conduce a ella, no puede ser dejado en manos de un solo grupo de especialistas.
¿Pero de qué hablamos cuando hablamos de vejez, más allá de reconocer que es lo que ocurre a las personas que se han vuelto viejas? Lo que tenemos, en concreto, es una pluralidad inabarcable de experiencias de la vejez, tantas como viejos y viejas existen en el mundo, aunque no por ello deba renunciarse a hacer comparaciones e identificar constantes que permitan una mayor comprensión del asunto y un mejor diseño de políticas públicas sobre el particular. “Vejeces”, entonces, lo mismo que “niñeces”, por mucho que estas palabras molesten a los simplificadores que ven todo como si fuera de una sola pieza, homogéneo, idéntico.
Si Mao dijo del amor que era una cuestión de clase, aludiendo con esa última palabra a los grupos sociales y no a las buenas maneras que deben ser observadas en las cosas del amor, la vejez también lo es. Ya sé que a muchos parecerá anacrónica la referencia a “clases sociales”, dado que, y por decreto, todos hemos sido incorporados a la clase media y a alguno de sus disparatados segmentos de media baja, media baja baja, media media, media alta, media muy alta y media altísima, en un esfuerzo bastante ingenuo para que los pobres no se sientan ya más clase baja ni los ricos ni muy ricos como objetos de envidia y sujetos de una mayor carga tributaria. La vejez nunca es igual si se cuenta o no con el patrimonio y los recursos para hacerle frente. En muchísimos casos, “vejez pobre” es un pleonasmo, una redundancia, porque se trata de un estado en el que decrecen las pasiones y crecen las necesidades. Entonces, se debe preguntar no por “la” vejez, sino por “cuál vejez”, aun sabiendo qué es lo común a toda vejez: que a diferencia de la infancia, la juventud y la adultez, no hay una edad posterior a ella. Después de la vejez está solo la muerte.
De lo más debatido a propósito de la vejez es si se trata de un bien o de un mal, de una recompensa o de un castigo, de un estado de sabiduría o de deterioro mental, de algo que merece veneración o execración, y en esto las opiniones están dramáticamente divididas, lo cual nos hace volver a la pregunta acerca de “cuál” vejez y no de “la” vejez.
Cicerón fue un optimista enaltecedor de la vejez, echando mano para ello del malentendido que se trataría de la edad de la sabiduría y no la del deterioro de las facultades cognitivas, de algo que merece veneración y no execración, mientras que en tiempos nuestros De Beauvoir y Norberto Bobbio tuvieron una mirada pesimista, e incluso amarga, sobre una edad de la vida en que todo decae, salvo, posiblemente, tratándose de creyentes, la fe en que el Hijo de Dios les tiene preparada una habitación en casa de su Padre.
En una de sus composiciones, Los prisioneros advierten contra la estrechez de corazón, un mensaje que vale también para los viejos que, con notable facilidad, derivamos a veces hacia posiciones temerosas, mezquinas, conservadoras, apocalípticas, incluyendo un desprecio por las nuevas generaciones que vienen abriéndose paso, según ley de la vida, y que, como siempre, se niegan a adoptar las ideas que tienen sus mayores.