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El trabajo y la inclusión social Opinión

El trabajo y la inclusión social

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Marcos Fernández
Por : Marcos Fernández Director Departamento de Historia de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Alberto Hurtado.
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Hay quizás hoy por hoy una nueva oportunidad, representada en el reconocimiento de tareas antaño asociadas a lo doméstico no remunerado como trabajo —y ya no solo como labor, como recordaba Hannah Arendt—; así como a la paulatina disminución de horas de trabajo en función del goce del tiempo libre y su combinación virtuosa con la vida en familia y el cultivo de cada cual.


Desde hace al menos 150 años que en Chile el trabajo ha operado como un mecanismo de inclusión social. Ya a fines del siglo XIX y la primera parte del siglo XX el Estado —siempre tras la presión de trabajadoras y trabajadores organizados, que muchas veces con el sacrificio de sus vidas lograron hacer de sus condiciones de trabajo un tema público— debió articular una arquitectura institucional que no solo tratara de asegurar las formas en que el trabajo se desenvolvía, sino también los aparatos que fiscalizasen el cumplimiento de dichas regulaciones. La ley de accidentes de trabajo, la sala cuna y el derecho a la lactancia, las normas que regulaban la sindicalización y la negociación entre empleadores y laborantes, el contrato de trabajo y la seguridad social, todas ellas y un largo etcétera fueron herramientas que conceptuadas como derechos hacían que la pertenencia a una colectividad en común hiciese sentido para la inmensa mayoría de sus miembros, aquellos y aquellas que participaban del mundo del trabajo. 

Sin embargo, a partir de la dictadura esta facultad del espacio laboral como una instancia de inclusión social se vio fuertemente mermada, en tanto el Estado renunció —por medio del amplio universo de la subsidiariedad— a cautelar la ecuación entre trabajo y dignidad (y por ello pertenencia e inclusión social), al debilitar su rol central en el fomento a la participación sindical, las pensiones de jubilación, las condiciones de estabilidad y remuneración del trabajo, por solo mencionar algunas. Sumando la promoción del emprendimiento individualista y la agudización de la desigualdad en la distribución social de los frutos de la economía —sostenida no solo en la inversión, sino también en el trabajo—, la precarización de la noción del trabajo como plataforma de inclusión social se hace evidente. 

Hay quizás hoy por hoy una nueva oportunidad, representada en el reconocimiento de tareas antaño asociadas a lo doméstico no remunerado como trabajo —y ya no solo como labor, como recordaba Hannah Arendt—; así como a la paulatina disminución de horas de trabajo en función del goce del tiempo libre y su combinación virtuosa con la vida en familia y el cultivo de cada cual. No significa ello postergar o anular el trabajo, que sigue siendo fuente de identidad y acción organizadora de la vida de muchas y muchos, sino que de revalorarlo como una clave de pertenencia a lo común.  

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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