Como académica, la violencia que vive Elisa Loncon desde el momento que asume la presidencia de la Convención Constitucional, y la que sigue viviendo, principalmente con discursos de odio en los últimos meses, invita a preguntarnos cómo la comunidad académica entiende y se posiciona frente a la violencia que viven (y vivimos) mujeres investigadoras con voz pública.
Hace ya casi dos años que se aprobó la Ley 21.369 que previene y sanciona el acoso y abuso sexual y discriminación de género en el ámbito de la educación superior. En el contexto de fundamentar ese proyecto de Ley, liderado por la Red de Investigadoras, fueron varios los aspectos que resultaban claves para quienes participábamos de las discusiones fundamentadas en evidencia investigativa sobre violencia en el contexto universitario. El primero, una Ley que considere prevención y formación en temáticas de género y violencia de género al centro de la problemática. El argumento desde la literatura internacional y nacional nos muestra que la formación ayuda a nombrar e identificar las violencias, y también, para acoger una denuncia cuando es recibida, o para interrumpirla cuando está frente a nuestros ojos en espacios sociales, laborales o educativos. Así también, una Ley que considere la discriminación como una forma de violencia de género, y con perspectiva interseccional. La discriminación no solo ocurre por razones de género, sino también porque en nuestra sociedad hay clasismo, racismo, homofobia, xenofobia entre otras discriminaciones. Una Ley que pueda des-territorializar la violencia. En otras palabras, la violencia de género no solo ocurre en los lugares físicos de las instituciones de educación superior, sino también en las prácticas profesionales, en las fiestas, en el transporte, en las redes sociales. Por lo tanto, es importante entender que en una sociedad que por siglos ha naturalizado la violencia, no basta con asumir y hacerse cargo de lo que sucede dentro de la institución, sino además pensar y expandir las preocupaciones de la violencia que sucede en nuestra sociedad en general.
Como académica, la violencia que vive Elisa Loncon desde el momento que asume la presidencia de la Convención Constitucional, y la que sigue viviendo, principalmente con discursos de odio en los últimos meses, invita a preguntarnos cómo la comunidad académica entiende y se posiciona frente a la violencia que viven (y vivimos) mujeres investigadoras con voz pública. Nunca– quiero ser enfática en la idea de nunca– hemos visto tal nivel de hostigamiento hacia una académica en espacios abiertos de comunicación, ya sea por lo que hace o no hace, por como habla, por cuánto gana, o por sus títulos profesionales. Es una violencia sexista, racista y clasista, y es momento de decirlo con todos los apellidos que esa violencia tiene. Lo más relevante, no podemos seguir indiferentes a la instalación de prácticas de hostigamiento porque se naturaliza una violencia que daña, no solo a la persona de turno hoy, sino además al ethos de lo que significa ser una académica (o).
En este caso, las universidades en su conjunto, requieren reflexiones y acciones para responder y detener cuestionamientos que están basados no solo en el odio, sino también en la ignorancia de lo que significa el trabajo universitario. Por ejemplo, tener voz sobre lo que significa un sabático. Voz sobre la valoración que hoy en día tienen los procesos de internacionalización para las universidades, donde las presentaciones fuera del país de un investigador (a) son cruciales para la divulgación del conocimiento y el posicionamiento de la institución a nivel global. Voz sobre las políticas, programas y discusiones que se encuentran desarrollando sobre temáticas de género e interculturalidad, donde la producción de conocimiento desde perspectivas indígenas se transforma en necesidad para dialogar con otros conocimientos y pensar problemáticas contemporáneas.
Es tiempo que la comunidad académica se pronuncie antes de que sea demasiado tarde.