Hasta que él dejó de hacer pilates, de leer, y se fue retirando, con la mirada vacía, el abrazo por cerrar, la frase por terminar, el beso suspendido en el aire. Ella lo cuidaría hasta el final con una devoción conmovedora, de punto fijo.
Fue una muerte en cámara lenta, dice Paulina, con los ojos achinados por el cansancio y el llanto, el sábado 21, cuando cientos acudieron a despedir a Augusto Góngora, su marido, pero también el amigo, el colega, el profesor, el compañero. “Es una persona que ha quedado en muchas partes”, afirma ella con la voz cansada. Su mujer por más de 25 años, la conocida actriz y exministra de las Culturas, contó que la agonía había durado varios días, pero que estaba “muy contenta, muy confiada en que está siendo guiado, acompañado por los suyos y los nuestros que partieron antes que él”.
Cuando escribo estas líneas tengo la certeza de que Góngora, el talentoso periodista y documentalista, que se fue a los 71 años, derrotado por el Alzheimer, llegó a algún lugar, no sé dónde, pero se encuentra en un universo que solo habitan los hombres y las mujeres buenos y buenas, aquellos que dejaron huella profunda, que aportaron y amaron a su patria, que vencerán el olvido y se anidarán en nuestra memoria para siempre.
Lo difícil, claro, es para quienes permanecemos acá (tampoco sé bien dónde), con todo el peso de su ausencia. Paulina ya acusó el vacío: “Nosotros somos las personas que nos quedamos sin su coraje, sin su valentía, sin su templanza y, sobre todo, sin su amor”. Cierto, fue una muerte anunciada. Pero no por eso menos dolorosa. Inevitable (como todas las muertes). Algunos decían que se vaya luego para que él pueda descansar, y ella, también. Parte de este último periodo de su vida quedó registrado en el documental de Maite Alberdi, La memoria infinita, que da cuenta –dice la autora– de “una historia de amor que jamás había visto.”
Es 1975 y curso el primer año de Periodismo en la Universidad Católica, Campus Oriente. Somos testigos involuntarios de los comienzos de una dictadura larga, que ejercería una represión sin límites. La sospecha, el temor, se huelen en el aire. Nos saludamos entre muy pocos, hablamos lo justo, sabemos que hay infiltrados de la DINA en las facultades y la nuestra, por razones obvias, no puede ser la excepción. Cautela y silencio es la consigna. Ahí y entonces nos conocimos. Encantador, coqueto, guapo, inteligente, de mirada pícara, mostacho tupido. Tenías una risa de niño, no infantil, sino la de un niño que acaba de hacer una travesura. Eras ayudante del curso obligatorio de cine con el profesor Javier Rojas. A veces hablábamos brevemente. Había afecto entre ambos, pero no éramos amigos. Rompiste varios corazones cuando te casaste con mi compañera de curso y amiga Patricia Neut, con quien tendrías dos hijos, Javiera y Cristóbal.
Después, cada uno partió por su lado. Asumiste como editor de la Revista de la Vicaría de la Solidaridad, en tiempos de mucho terror y de brutales violaciones a los derechos humanos. Podrías haber engrosado la lista de los detenidos desaparecidos cualquier día. Cuando te veía en pantalla, ya en democracia, me parecía un milagro que estuvieras vivo. Tampoco estabas solo: muchos –desde distintos medios– te acompañamos en ese compromiso por la verdad, la justicia y la recuperación de la democracia.
No te detuviste. En la década del 80, fuiste el primer periodista en aparecer en cámara dando cuenta de la represión de la dictadura como editor (más tarde serías su director) del noticiario Teleanálisis, una notable hazaña periodística. Otro milagro que rompía los formatos de la televisión bajo fuerte censura militar. Cada uno de sus capítulos comenzaba con el aviso “Prohibida su difusión pública en Chile”. El noticiario ilegal o clandestino, lo llamaban. Repartidos en 46 capítulos, se elaboraron 202 reportajes, grabados en cintas VHS y distribuidos a medios de oposición, que se convirtieron en un registro histórico de enorme valor, que la TV pinochetista no mostraba. “Grabábamos con miedo, pero debíamos hacerlo”, reconociste en su momento.
En el primer episodio, en octubre de 1984, hiciste un despacho –tan joven, con tu melena y bigote– frente a unas torres de alta tensión, y relataste el caso de María Loreto Castillo y Héctor Muñoz Morales, quienes “en la noche del 16 de mayo de 1984 fueron detenidos por civiles que lucían brazaletes y conducidos a un lugar secreto donde sufrieron atroces torturas. Más tarde los llevaron a unas torres de alta tensión, donde fueron golpeados hasta quedar inconscientes”. En breve, la muchacha fue dinamitada, Muñoz se salvó y entregó su testimonio en una conferencia de prensa en la Vicaría de la Solidaridad. La Tercera tituló: “Mujer terrorista murió destrozada cuando intentó colocar bomba”.
En ese mismo capítulo cubriste la Jornada por la Vida, convocada por el cardenal Silva Henríquez, y la protesta de septiembre de ese año. Hay temor, una brutal represión, se habla de “la cultura de la muerte”. Carabineros mata con un disparo en la nuca al sacerdote francés André Jarlán mientras leía el Salmo 129 de la Biblia. Lo despedimos en una catedral, colmada de gente. Los pobladores de La Victoria lo habían llevado a pie, sobre sus hombros, para darle el adiós que se merecía. Frente a la catedral un grupo entona la canción nacional, mientras decenas de carabineros miran atentos con pastores alemanes a su lado tirando de sus correas. Sobrevuela un helicóptero. Se escucha el grito ensordecedor “¡Y va a caer!” y un joven escribe con un tarro de spray negro en un muro amarillo “Andrés Presente” y en la T se le acaba el spray.
Después vendrían muchos otros capítulos que darían cuenta de la barbarie desatada, bajo total impunidad. Registraste las protestas, el paro nacional, las ollas comunes, las mujeres en sus poblaciones, los sindicalistas y sus organizaciones, los primeros retornados, la venida del Papa, el plebiscito del 88. Teleanálisis apagaría sus cámaras al año siguiente.
Recuperada la democracia, te disparaste como una flecha al cielo.
Te integraste a Televisión Nacional para presentar el concierto “Desde Chile… un abrazo a la esperanza”, de Amnistía Internacional, y el programa cultural “Cinevideo”, que se mantuvo al aire hasta 2002. Luego asumiste como encargado del área cultural de TVN y, luego, como productor ejecutivo de TVN Cultura, integraste el directorio del canal. Fuiste realizador, productor y presentador de varios programas culturales como “El Mirador”, “El show de los libros”, “Bellavista 0990”, “Perdidos en la noche”, entre muchos otros. Fuiste el autor de los documentales Las armas de la paz, Los niños prohibidos y La semilla del viento. Productor ejecutivo de las miniseries para televisión de Raúl Ruiz, La recta provincia y Litoral. Conductor del programa “Concierto Enfoque” en Radio Concierto.
Incansable. Pero no solo en los medios masivos. Aterrizaste con un equipo en las poblaciones de Conchalí, El Cortijo, la Juanita Aguirre o la Arquitecto O’Herens. Los vecinos te recuerdan: “Llegaba con un proyecto precioso que ponía en nuestras manos equipos profesionales que jamás habríamos visto de cerca. Eran talleres en los que aprendíamos a grabar, a editar, a comunicar (…). Íbamos reconstruyendo, nos íbamos reconectando con nuestros vecinos y vecinas y en ese proceso iba apareciendo la dulzura de ese Góngora que tantos años después, ya viejos muchos de nosotros, nunca olvidamos y aún hoy agradecemos.”
A toda máquina hasta que llegaste a un alto brusco. Algo no estaba bien. Ya no solo no sabías dónde habías dejado las llaves (eso era habitual) sino que comenzaste a olvidar las fechas, los nombres, no reconocías dónde estabas, no recordabas de quién era el cumpleaños o dónde habías dejado el auto. En el 2014 te diagnosticaron Alzheimer y el día que te lo dijeron recibiste, quizás, el golpe más duro de tu vida. “Lloré y lloré (…). Salí de la consulta y lo único que hice fue llorar”, dijiste. Pero, cómo no, decidirían dar la pelea, durante nueve años. Hasta que dejaste de hacer pilates, de leer, de ser autónomo. Y te fuiste retirando, con la mirada vacía, el abrazo por cerrar, la frase por terminar, el beso suspendido en el aire. Ella te cuidaría hasta el final con una devoción conmovedora, de punto fijo. La bruma, blanca y espesa, te fue envolviendo, Augusto, lentamente, silenciosa. Estabas atrapado entre la niebla y el amor. “Día a día, hora a hora y minuto a minuto vas perdiendo algo de esa persona, y eso es abrumador”, contaría Paulina en una entrevista.
Están juntos, con las manos tomadas, y él le besa sus manos.