Mientras los progresistas siguen divididos por aspectos menores, la derecha suma fuerzas y está a punto de consagrar nuevamente una Constitución.
Una vez más, el progresismo se encuentra frente al problema de la fragmentación. De los veinte partidos políticos presentes en el Parlamento, cerca de catorce pertenecen al progresismo. Si les preguntáramos a los ciudadanos incluso medianamente informados qué es lo que distingue a un partido de otro en este amplio sector, con suerte podrían identificar algunos dirigentes más mediáticos, pero difícilmente podrían señalar proyectos políticos que justifiquen un partido distinto.
Es lamentable, pero lo cierto es que la fragmentación es una característica históricamente más ligada a las izquierdas que a las derechas. Tanto por la variedad y excentricidad de las corrientes ideológicas que la componen como por su conexión estrecha con movimientos sociales y sindicatos de diverso orden, este sector político tiende a producir más divisiones, que son incoherentes con sus objetivos políticos de largo y de mediano plazo. Los progresistas compiten más entre sí que las derechas y, mientras más persista esa fragmentación, más poder perderán. Pero todo tiene un límite cuando se sabe poner prioridades en política.
Simplificando un poco, podemos decir que las fuerzas progresistas en Chile pertenecen a tres grandes grupos ideológicos distintos: el socialismo comunista, el socialismo democrático y el socialcristianismo. El ecologismo, que debiéramos considerar una cuarta vertiente del progresismo, no termina de consolidarse como una fuerza social poderosa y, a pesar de tener el contexto más favorable para llegar a los electores, se diluye en las demás corrientes. Asimismo, en Chile no tenemos proyectos importantes de izquierda de tipo nacionalista ni indigenista que han sido tan relevantes en otros países de América Latina. Sin embargo, hoy las divisiones del progresismo son más superficiales de lo que imaginamos y no tienen tanta relación con sus propuestas políticas sino con otros factores menos relevantes, considerando los momentos críticos como los actuales.
A pesar de que el socialismo comunista chileno tiene una base ideológica y un programa máximo de naturaleza distinta a los demás sectores del progresismo, sus propuestas de políticas públicas en materia de seguridad social e incluso producción minera, se parecen más a países de regímenes de bienestar socialdemócratas. No es tan compleja la alianza con los comunistas en estas materias. Por otra parte, el socialismo democrático, al igual que la “renovación socialista” de antaño, va más allá del PPD y el PS, ¿o acaso los partidos del Frente Amplio no adhieren a una visión democrática liberal del socialismo? Me parece que su distinción de los partidos del socialismo democrático es más bien de tipo generacional y cultural. Por su parte, el socialcristianismo, representado en la DC, tiene sus bases más fuertes en las ideas de Frei Montalva y Radomiro Tomic. Estas líneas políticas solo tienen sentido histórico en una alianza con el progresismo y que en su momento fue la alianza más exitosa de la historia de Chile. Pensar en un camino propio o con sectores conservadores no parece muy razonable hoy.
Mientras los progresistas siguen divididos por aspectos menores, la derecha suma fuerzas y está a punto de consagrar nuevamente una Constitución. La defensa de los derechos sociales y de una democracia profunda exige un esfuerzo de unidad excepcional de los progresistas, saber priorizar las luchas políticas y no centrarse tanto en particularismos de minorías, pero, por sobre todo, comprender la amenaza real a los avances sociales que se lograron tras el fin de la dictadura. El dilema es claro: unirse o perecer.