Pareciera entonces que el autor, en El Último Romántico, emplea los momentos históricos en la vida de Góngora como excusa, en una manera -cómo no- muy romántica, para empujarnos en profundidad a discurrir acerca de la vida misma y cómo el pensamiento político nos nutre cual agua a una semilla. Y es que no podemos ser historia sin pensamiento político, pensamiento político sin filosofía y Góngora (el ahora filósofo) sin pueblo, nación y Estado.
No es ajeno que se sostenga que la profundidad del historiador acaba en su obra como retrato de su contemporaneidad, que su legado se remite a aquello que logró compilar sobre la práctica observable. Incluso con aquellos historiadores que, en su grandeza, se aferran a la filosofía, se torna complejo describirles en su propia narrativa vital cuando se recorre su pensamiento en paralelo a su experiencia. ¿Cómo es que somos quiénes somos? ¿Por qué pensamos lo que pensamos? En El Último Romántico, Herrera hace precisamente eso, dialogar y tender un puente entre el Góngora historiador y el filósofo, con un tamiz particularmente desafiante.
Tal como el autor indica, nuestra deuda (que Herrera llama vacío) con Góngora recae precisamente en erigirle más como historiador que como filósofo, en condiciones que jamás podríamos haber tenido al primero sin el segundo. Qué duda cabe que al historiador le antecedió el filósofo y es el Góngora filósofo el que finalmente le sobrevive a los demás a través de la historia como expresión.
En esta obra, es posible leer a Herrera disputando aspectos filosóficos que a más de alguno le podrán parecer sencillamente perturbadores. Aquí, el autor da un paso que hasta ahora no se había dado en la literatura de este tipo sobre Góngora: catalogar y ubicar su pensamiento político, social, jurídico, cultural y filosófico de una manera estrictamente rigurosa y omnicomprensiva, haciendo que el trabajo del historiador tome coherencia incluso en líneas que parecieran no serlo o que hasta antes aparentaban total contradicción.
Por otro lado, sin indicarlo explícitamente, pareciera que Herrera ha usado a Góngora para disputarse a sí mismo; su propio pensamiento político en conversación con el Góngora filósofo, no a modo de conquista ni mucho menos de deshonra, sino de desafío intelectual, uno que nos comparte mediante la lectura. Mientras avanzamos El Último Romántico, no hay momento donde podamos calmarnos y recostarnos sobre el asiento sin preguntarnos si acaso Herrera (o Góngora en Herrera) no trata de simbolizar -a la manera en que lo haría en el cine Stanley Kubrick- algo más allá de lo que se lee. Y he aquí la riqueza del texto. Cualquier mente levemente curiosa por las Ciencias Sociales encontrará en esta obra un punto de cuestionamiento a la propia filosofía, como de seguro lo hizo Herrera al escribirla.
Pareciera entonces que el autor, en El Último Romántico, emplea los momentos históricos en la vida de Góngora como excusa, en una manera -cómo no- muy romántica, para empujarnos en profundidad a discurrir acerca de la vida misma y cómo el pensamiento político nos nutre cual agua a una semilla. Y es que no podemos ser historia sin pensamiento político, pensamiento político sin filosofía y Góngora (el ahora filósofo) sin pueblo, nación y Estado.
Particularmente entretenidas son las reflexiones dejadas por la pluma de Herrera acerca de la conexión entre la tierra y sus ocupantes, proyección de las indagaciones de Góngora sobre la Conquista, la Colonia y la época republicana. Esto es uno de los ejemplos que podemos advertir donde el mismo Herrera se ha impregnado de posiciones que plantea y cuestiona Góngora, iluminando la política actual: un centro y derecha que ignoran la relevancia de la tierra más allá de una obsoleta concepción de propiedad o de aquello que ocupamos exclusivamente con la intención del apoderamiento, olvidando que se trata de una relación bidireccional (e incluso, multidireccional), de la tierra a quien la ocupa y de quien la ocupa a la tierra.
En la adopción de la contemporaneidad y el individuo como inalcanzable para el otro, Herrera traza una línea que devela cómo Góngora siempre resiste intentos de generalización que devendrían inevitablemente en la pérdida de sentido y entidad. De ello, comunidad e individuo se tornan en irreductibles, sol y luna que nunca se tocan, cual polos en disputa, pero no necesariamente con total oposición, dejando ver en luna llena cómo esta se impregna de la luz del sol sin dejar de ser luna.
Asimismo, debe contemplarse cómo Herrera ha hecho una exhaustiva revisión del pensamiento de Góngora más allá de sus obras, trazando conexiones con otros autores, a las cuales puede echarse mano mediante lúcidas referencias al pie de página. Algunas de ellas, que refieren a textos del mismo Herrera, nos posibilitan contemplar cómo él le complementa y a veces discute en su propio terreno.
El Último Romántico, finalmente, conmueve profundamente respecto de la contingencia política actual. Nuestra realidad política parece insistir en el intento de acomodar moldes que ignoran las tradiciones y desconfían de la capacidad racional del ciudadano, una inclinación idealista o funcionalista que culmina irremediablemente, como cita Herrera sobre Góngora, en soslayar la existencia concreta, queriendo “partir de cero, sin hacerse cargo ni de la idiosincrasia de los pueblos ni de sus tradiciones nacionales o universales; la noción misma de tradición parece abolida”, enemigos del ethos o mentalidad popular que no tienen capacidad operativa de responder a la cuestión política chilena, la misma que ocupó a Góngora, qué duda cabe, de principio a fin a lo largo de su vida.