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La salud física y mental de los académicos de la filosofía y las humanidades Opinión

La salud física y mental de los académicos de la filosofía y las humanidades

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Roberto Pizarro Contreras
Por : Roberto Pizarro Contreras Ingeniero civil industrial y doctor (c) en Filosofía USTC (Hefei, China).
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En esta columna de opinión, he querido, en fin, resaltar majaderamente la importancia de promover la vida en serio dentro de la academia filosófica y humanista, así como la necesidad de romper con la crítica despiadada y victimizante, y con esas formas intelectuales que no reportan más beneficio que el contento de que los conceptos e ideas estén aplicados de acuerdo al canon establecido y encajen lógicamente, pero sin que pueda proyectarse ese encaje al desarrollo saludable de uno mismo y de los otros.


En la academia filosófica y humanista a menudo se olvida un aspecto fundamental de la existencia humana: la importancia de pensar cómo el oficio que se practica agrega valor a la propia existencia, dándole sentido y continuidad. Con frecuencia el académico se sumerge en la maraña de la crítica (generalmente social) o el análisis, pero descuida la tarea de promover su propia vida, tanto física como psicológicamente.

El reciente, desgraciado y prematuro fallecimiento de un jovencísimo profesor de filosofía de una reconocida universidad nacional –al que no haré mención por respeto a la condición que padecía y al dolor de su familia–, puede servir como una oportunidad al académico para reflexionar sobre la necesidad de abrazar una visión más holística de su labor intelectual. ¿De qué sirve desentrañar los misterios del mundo –si es que algo de esa envergadura se desentraña desde estas latitudes– si no se es capaz de cuidar de sí mismo y de aquellos que comparten el propio camino?

Y es que en el laberinto de la mente inquieta –y no pocas veces obsesiva– del académico, se suele problematizar la realidad en un ejercicio incesante de contrapuntos o logicismo que pierde de vista la belleza y la esperanza que yace en cada fenómeno que se estudia. La filosofía y las humanidades no deberían ser solo una búsqueda de resistencia o confrontación, o de constatación de peligros o cosas abstractas desconectadas de la vida cotidiana y su proyecto, sino también un faro luminoso al servicio de estos.

El académico debe aprender a valorar la belleza de la existencia en todas sus manifestaciones, enseñar a aflojar el ceño y sonreír, y promover el optimismo y el bienestar integral de quienes forman parte de su comunidad, sobre todo de sus alumnos, que son el futuro de las disciplinas a las que se dedican.

Es momento de que la mirada de aquel que piensa la realidad en general y lo humano en particular, se extienda también con vocación transformadora hacia él mismo, hacia el cuidado de su cuerpo y de su mente. Se debe romper con la ilusión de que solo a través de la argumentación incisiva o superespecializada se puede propender a la verdad. Una cuota de vitalismo podría ser, de hecho, un mejor catalizador en esta empresa y para descubrir una manera de propulsar el desarrollo de una filosofía y humanidades de mayor impacto.

La academia debe ser un faro que ilumine la vida de los ciudadanos, pero en primer lugar la vida de sus propios agentes. Algo no anda bien cuando los académicos enferman o envejecen tempranamente; cuando lucen ojerosos, cansados o irritables; cuando la ansiedad y la frustración los engordan; cuando todo está para ellos dominado por fuerzas oscuras y se lamentan una y otra vez, sin ver luz al final del túnel; o bien, cuando no tienen tiempo para nada, porque su propio sistema los subordina a sus lógicas de una manera patológica y, lo que es más terrible, que jamás cuestionan.

En marzo de este año, un estudio interno de la Universidad de Chile revelaba que la prevalencia de trastornos de salud mental en estudiantes universitarios de primer año podía llegar hasta el 50%, tanto en síntomas ansiosos como depresivos. Otro estudio publicado por la Revista Chilena de Psiquiatría y Neurología de la Infancia y la Adolescencia (Mac-Ginty y colaboradores) en 2021 detectó que la prevalencia de síntomas depresivos es mayor en estudiantes universitarios(as) que en la población general. Uno se pregunta qué nos diría un estudio análogo aplicado sobre los propios académicos, que son quienes, mal que mal, conducen en buena parte el futuro de esos jóvenes. La pregunta no es decorativa si recordamos las desafortunadas tesis pedófilas de la Universidad de Chile y que llevaron a esta a revisar y robustecer sus procesos institucionales.

En esta columna de opinión, he querido, en fin, resaltar majaderamente la importancia de promover la vida en serio dentro de la academia filosófica y humanista, así como la necesidad de romper con la crítica despiadada y victimizante, y con esas formas intelectuales que no reportan más beneficio que el contento de que los conceptos e ideas estén aplicados de acuerdo al canon establecido y encajen lógicamente, pero sin que pueda proyectarse ese encaje al desarrollo saludable de uno mismo y de los otros.

Los académicos de la filosofía y las humanidades, que deberían ser más sensibles al fenómeno de la vida, deben asimismo cuidarse unos a otros, extendiendo una mano solidaria en momentos de necesidad, sin importar que los otros compartan o no la misma manera de pensar. Solo así se forja una verdadera comunidad y se pone a prueba la propia humanidad. La muerte de un colega no es cualquier cosa y todos quienes trataron con él –o pudieron apreciar su enfermedad a la pasada– son moralmente responsables de ella en las omisiones y la falta de ayuda sincera hacia su persona. Hay que decirlo: resulta altamente cuestionable, si no estéril o venenosa, una filosofía o humanidad que no promueve el cuidado físico y mental de quienes la despliegan.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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