Hoy, en momentos en que Chile está en proceso de reelaboración de su pacto constitucional, perfectamente podríamos decir que lo que nuestro país busca es potenciar lo que Touraine definió como historicidad, o sea, su capacidad para construirse a sí mismo.
Ha fallecido Alain Touraine (1925-2023), el más latinoamericano de los teóricos europeos. Su elaboración teórica, que concibe a la sociedad como la producción conflictiva de sí misma, donde a los movimientos sociales les cabe un rol central en los procesos de subjetivación, lo convirtieron en uno de los teóricos indispensables para comprender la modernidad; pero su teoría además tiene la particularidad de haber hecho del contexto latinoamericano una de sus principales fuentes y motivación.
Además, la biografía de Alain Touraine es incomprensible sin su paso por Chile. El golpe de Estado, en 1973, tal vez sea uno de los acontecimientos que más lo marcaron intelectualmente junto con el mayo del 68 francés.
Su papel en la institucionalización de la sociología a través de las misiones académicas que cumplió en la región, sobre todo en Santiago y Sao Paulo a finales de los 50 y comienzos de los 60, le permitieron tempranamente crear las bases de un poderoso vínculo entre las nacientes escuelas de sociología, sus principales animadores y sus ideas. Touraine dialogó, polemizó e incidió en los debates regionales sobre marginalidad, populismo, dependencia y democratización, entre otros.
Este fluido diálogo no se interrumpió con la ola autoritaria que asoló la región durante la segunda mitad del siglo XX. Al contrario, los estudiosos de la acción colectiva del continente se apropiaron de su teoría de los nuevos movimientos sociales en sus búsquedas por el actor social que sería clave para la recuperación de la democracia.
Específicamente, su relación con Chile se intensificó. Alain Touraine se convirtió en uno de los actores centrales de la solidaridad con los exiliados chilenos en Europa y, a pesar de los riesgos que significaba, visitó sistemáticamente el país bajo la dictadura para sostener encuentros con investigadores chilenos. Muchos de ellos recurrieron a él, solicitando su patrocinio para ser aceptados en algún programa de postgrado o para alguna beca de estudios. Las innumerables cartas dirigidas a él mezclaban intereses académicos con verdaderos pedidos de auxilio ante la represión que se cernía sobre la academia chilena. No hubo carta que no fuese respondida ni gestión que no fuera hecha. Con ello, Touraine una vez más no solo contribuía a la formación de investigadores latinoamericanos, orientando un extraordinario número de tesis de maestría y doctorado, sino que además literalmente ayudaba a la sobrevivencia de los cientistas sociales en uno de los momentos más oscuros de su historia.
Tal como me lo señalara en una entrevista Manuel Antonio Garretón, uno de sus amigos e interlocutores indispensables en Chile, su preocupación por la agenda democrática y por la política latinoamericana respondió a la insistente exigencia e influencia de sus pares chilenos.
Hoy, en momentos en que Chile está en proceso de reelaboración de su pacto constitucional, perfectamente podríamos decir que lo que nuestro país busca es potenciar lo que Touraine definió como historicidad, o sea, su capacidad para construirse a sí mismo.