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Cambio de obispo en Santiago Opinión

Cambio de obispo en Santiago

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Jorge Costadoat
Por : Jorge Costadoat Sacerdote Jesuita, Centro Teológico Manuel Larraín.
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La expresión cultural del cristianismo, para ser leal a Cristo, debe partir de la base de que Dios es un misterio del que nadie puede apoderarse excluyendo a los demás.


Se acerca el nombramiento del próximo arzobispo de Santiago. No debiera extrañar. Don Celestino Aós cumplió los setenta y cinco años, el Papa lo confirmó en el cargo por otros tres, por tanto el reemplazo puede darse dentro de poco. Los medios tienen alguna información. El hecho ya comienza a ser noticia.

¿Qué se puede esperar del próximo arzobispo de Santiago? 

El recuerdo de la generación gloriosa de obispos del Concilio Vaticano II (1962-1965), la que luego defendió a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos durante la Dictadura, ayuda solo en parte. También puede desorientar. La realidad ha cambiado, y mucho, muchísimo. Si alguien ha de ser obispo en la actualidad, tendrá que serlo de un modo nuevo. La nostalgia no sirve. Sirve, en cambio, que las autoridades y los fieles de esta Iglesia levanten la cabeza y se pregunten cómo anunciar a Cristo hoy, con pertinencia, con incidencia.

¿Con qué se encontrará el próximo obispo? Se da un asunto de importancia mayor que afecta a los y las chilenas por igual, y que nadie sabe cómo se resolverá. Lo dice Carlos Peña en su último libro. “Hay una cierta ruptura entre los más jóvenes y los más viejos. El horizonte vital y la sensibilidad de cada uno es cada vez más distante”. Sigue: “O, si se prefiere, nunca como hoy la distinción entre el mundo propio de los jóvenes y lo que ellos consideran un mundo ajeno ha estado tan marcada, al extremo de que cuesta ver la línea de continuidad entre ambos” (Hijos sin padres, Taurus, 2023, 11). Los jóvenes, según parece, no necesitan de padres, madres, profesores, ni curas. Dependen de su propia subjetividad. Se autoeditan incesantemente. Siendo esto así, el mejor ejemplo de este diagnóstico es lo que sucede entre los católicos/as en las últimas décadas: la transmisión de la fe se ha interrumpido.

¿Cómo, entonces, pudiera el nuevo obispo reactivar la evangelización? ¿Qué tendría que hacer para probar que una religión milenaria todavía puede animar a sociedades en que aumentan los conocimientos a la misma velocidad que estos socavan los presupuestos culturales que las hacen posibles? Tal vez, quizás, el nuevo obispo, lo mismo que los demás, tendría que intentarlo mediante la conversación. Los y las católicas hace tiempo que echan de menos una palabra orientadora. Pero no se trata de que las autoridades eclesiales les hablen, sino que conversen. Si a las personas mayores la prédica clerical no les ayuda, les sobra o les molesta, y a los y las jóvenes les parece un discurso ininteligible o simpático por anacrónico, entonces sugiero al nuevo obispo que haga un experimento: converse.

Hágalo de modo sincero, como si necesitara aprender de los demás. No hable por hablar, tampoco quédese callado, participe en diálogos inteligentes, arrastre cámaras, twittee, aguante los escupos, los arañazos, expóngase, argumente, explique el Evangelio como si no tuviera el monopolio de su interpretación. Caiga en la cuenta de que el Cristo de quien será ministro no está en su boca más que en los labios de sus interlocutores. Ellos/ellas, incluso si no son cristianos/as, pueden imaginar que Dios les ama y cree en las nuevas generaciones como creyó en las antiguas.

La sabiduría de los/as mayores ya no se transmite a los menores. Si la enseñanza eclesial no apela ni a unos ni a otros, lo que podría hacer el próximo obispo es bajar los peldaños del Olimpo hasta el pavimento de la vida. Sáquese las vestimentas medievales, quítese la tarjeta blanca del cuello, arremánguese iñor, entre en la discusión como uno más y sin doctrinas que salvar. Las doctrinas son medios, las personas son fines.

Dice el evangelista Lucas que, tras la resurrección, Jesús se acercó a un par de desilusionados y les preguntó: “¿de qué están conversando?”. Los discípulos de Emaús no lo reconocieron a la primera. Les extrañó que el intruso no tuviera idea del asesinato del nazareno. Le reprocharon su ignorancia. Y, sólo después de una larga conversación, dialogando acerca de tales acontecimientos a la luz de las Escrituras, se dieron cuenta de quién había sido su acompañante en el camino. 

La cultura emergente es inquietante, pero tiene la virtud de recordarnos que lo aprendido como fundamental debe reformularse. La expresión cultural del cristianismo, para ser leal a Cristo, debe partir de la base de que Dios es un misterio del que nadie puede apoderarse excluyendo a los demás. La interacción de los cristianos/as con estos y entre ellos/as mismas en un plano horizontal, es hoy por hoy decisivo para que tal Dios se revele como el Dios que ama precisamente a los que son marginados de las conversaciones en las que el país decide cómo organizarse. 

Esta es mi sugerencia.

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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