Durante estos 50 años es posible que hayamos ya avanzado en identificar el problema, en describirlo y cuantificarlo, en muchos casos tomar también la pesada consciencia del valor de lo que es posible perder.
Hace ya 50 años que conmemoramos cada 5 de junio el Día Mundial del Medio Ambiente. Proclamado por las Naciones Unidas este día busca fomentar la conciencia mundial y la acción por el medio ambiente.
A pesar de los esfuerzos realizados durante estos años en diferentes escalas de acción, lo cierto es que hoy no solo tenemos un planeta exponencialmente más contaminado, menos biodiverso y más sobrexplotado, sino que también las desigualdades se han agravado drásticamente en la mayoría de las regiones del mundo (OIT, 2018). Estas cifras nos sugieren reflexionar para comprender en qué medida el deterioro ambiental converge con el deterioro de la calidad de vida de las comunidades ya vulneradas, y cómo, sin antecedentes de desaceleración, comienza a vulnerar a otras comunidades.
Comprendida como una crisis que converge con otras crisis, la dimensión actual crisis socioecológica no tiene precedentes históricos. De allí, nuestra incapacidad de visibilizar caminos que nos lleven a poder abordarla de forma sistémica. Los intentos realizados desde el campo de la ciencia y de la tecnología son claramente insuficientes para realizar una transformación que exige mucho más de nosotros, como el conjunto plural y activo de quienes habitamos la tierra.
La buena noticia es que, aunque la crisis no tenga “una” salida –y mucho menos una salida unidimensional– podemos confiar en que nuestras capacidades nos han permitido afrontar las crisis –no sin pérdidas– a partir de la apertura de espacios de diálogo creativo que emergen del buscar comprender las diferentes realidades y proyectar futuros mejores en clave plural.
El desafío hoy es el de aceptar que la pista que nos da la historia es que los futuros mejores no están asociados al signo más (+), sino a la posibilidad de pensar en menos (-).
Durante estos 50 años es posible que hayamos ya avanzado en identificar el problema, en describirlo y cuantificarlo, en muchos casos tomar también la pesada consciencia del valor de lo que es posible perder. Lo que hasta aquí no hemos logrado aún es llevar nuestros despertares a una práctica colectiva sistemática que se informa de sus propios fracasos y potenciales, en un proceso guiado por la necesidad de mejorar nuestra forma de habitar y cohabitar el planeta.
Con algunos puntos de llegada en la mira, por ejemplo, la necesidad de asegurar el agua, el aire y los alimentos libres de contaminación para abastecer a la población del mundo, es igualmente necesario reconocer los espacios en los que se producen y recrean las culturas. Con marcadas diferencias en cada territorio, es sin duda en los espacios educativos en los que se pone en juego la transformación. En cada uno de esos espacios, genuinamente educativos, encontramos la posibilidad de crear las palabras que permiten mover nuestros límites.
En este contexto no pareciera necesario defender la necesidad de priorizar el desarrollo de los espacios educativos como zonas de contención y creación. No pareciera tampoco necesario que, junto con avanzar en los rezagos que dejó la pandemia en los niños, niñas y jóvenes, debamos dejar de pensar en que es tan importante asistir a la escuela como que los procesos que se desarrollen en ella estén fundamentalmente orientados a desplegar las capacidades que nos permitan mejorar la vida de todas y todos los habitantes de la Tierra, como si de eso dependieran nuestras vidas.
Seguimos a tiempo.