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Olfateando el abismo Opinión

Olfateando el abismo

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Luis Oro Tapia
Por : Luis Oro Tapia Politólogo. Sus dos últimos libro son: “El concepto de realismo político” (Ril Editores, Santiago, 2013) y “Páginas profanas” (Ril Editores, Santiago, 2021).
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Contempladas las cosas desde una perspectiva existencial, nuestra época sería la del lobo estepario: desesperanzada, lábil y agónica; pero también gestacional y parturienta. Si aspiramos a sobrevivir a ella y no queremos ser empalados ni cegados por el crepúsculo –ya sea el del amanecer o el del atardecer–, tendremos que transmutar compulsiva y dolorosamente nuestras valoraciones al igual que el protagonista de la mentada novela.


«Occidente, descubre en mí lo eterno, lo que siempre ama», le imploraba un hombre de sienes ligeramente encanecidas a una puesta de sol, mientras se desvanecían sus recuerdos juveniles sobre la arena estival. A modo de consuelo invocó los versos iniciales del poema Lo fatal de Rubén Darío («Dichoso el árbol que es apenas sensitivo/ y más la piedra dura, porque ésa ya no siente»), pero la nostalgia no cesó. Jorge Luis Borges, por su parte, en su cuento El inmortal narra las peripecias de un hombre que quiere derrotar la temporalidad y, finalmente, lo consigue. En la literatura existen abundantes testimonios que dan cuenta de cuán empecinada está la civilización occidental en expulsar la muerte y el dolor de la condición humana. Tal desiderátum en los hechos se expresa en el imperativo de alargar cada vez más la vida y de erradicar de ella el sufrimiento.

Pese a ser una meta incumplida, no le ha ido del todo mal en sus afanes, porque dispone de una herramienta prodigiosa que la ayuda a materializar sus obsesiones utópicas: la ciencia y la técnica moderna. Pero las utopías también pueden devenir, paradójicamente, en distopías, como le sucede, por ejemplo, al protagonista del referido relato de Borges. Y ello no solo ocurre en la ficción. De hecho, el tránsito de una a la otra puede ser imperceptible en la vida cotidiana. Aunque también cabe la posibilidad de que ambas puedan coexistir luchando de manera soterrada como ha acontecido en el último tiempo.

Así, por ejemplo, la corriente que avala el progreso tecnológico ha tenido que hacer frente a una contracorriente que vindica los derechos de la naturaleza. No obstante, aquella –pese a los innumerables perjuicios que ha ocasionado al medio ambiente– sigue su avance, haciendo caso omiso de las proyecciones catastrofistas o distópicas. Con todo, existen dos ámbitos en los cuales la fe en el progreso continúa incólume: el de las ciencias biomédicas y el de las tecnologías digitales.

No en vano en las últimas décadas les dimos la bienvenida a los bebés de probeta y aceptamos sin mayores reparos la manipulación –otros dicen edición– genética. Asimismo, dejamos de deslumbrarnos con la genialidad para pasmarnos con la inteligencia artificial. Pero también extrañamente transitamos de la voluntad de futuro de las vanguardias al «progresismo reaccionario» que aflora en algunas izquierdas, tal como quedó en evidencia –en el caso de Chile– durante la Convención Constitucional. Incluso para no pocos la fascinación con los cambios tecnológicos y con la velocidad devino en vértigo y en ansias de apacible quietud y, más aún, en ensoñaciones bucólicas. Me parece que tales ambivalencias (algunas con visos de oxímoron) trascienden las peculiaridades de los actores aludidos y son síntomas de un dilema o encrucijada mayor, como más adelante se verá.

¿Pesadez de la materia o del espíritu?

El nudo entre quienes tiran del futuro y quienes resisten del pasado siempre ha existido. Puede ser más o menos apretado. Con todo, el actual es diferente de los anteriores. Algunos pensadores y artistas del siglo XX lo intuyeron como una mera probabilidad. Hoy no solo es un escenario posible; es una realidad concreta que está ante nosotros y no la podemos eludir.

Hace algo más de cien años, un personaje de la novela La montaña mágica de Thomas Mann (ambientada en vísperas de la Primera Guerra Mundial) sostenía que «lo que trae confusión al mundo es la desproporción entre la rapidez del espíritu y la terrible pesadez, la lentitud, la resistencia y la inercia de la materia». El diagnóstico del personaje es correcto. Pero no solo para esa época, sino también para toda la historia humana anterior; puesto que la naturaleza, hosca y contumaz, se resistía a ser remolcada y heñida por la razón. 

Hasta la primera mitad del siglo XX, las elaboraciones normativas de la razón especulativa iban varios pasos más adelante que las realizaciones materiales. Inversamente, en los últimos cincuenta años el desarrollo físico –aupado por la ciencia y la técnica– es el que ha tomado la delantera y ha dejado rezagada a la razón especulativa; generando así un nuevo desfase, pero esta vez uno de índole completamente diferente, incluso opuesto al anterior.

Tal modalidad de desajuste también trae confusión al mundo. Concretamente, la materialidad le plantea problemas y desafíos al orden normativo, pero este no los puede resolver con celeridad, porque no avanza al mismo ritmo del quehacer fáctico. Dicha brecha no tarda en suscitar fricciones intrapsíquicas, desconcierto social y más temprano que tarde conmociones políticas.

En efecto, la razón normativa ha quedado rezagada respecto del avance del dominio material que ha configurado la ciencia y la técnica. Dicho de otro modo: nuestros mapas normativos están desactualizados y, precisamente, en ello estriba buena parte de nuestra perplejidad con su correspondiente sensación de azoramiento y desorientación. También parte del problema radica en el hecho de que no tenemos experiencias históricas similares en las cuales encontrar analogías y buscar inspiración. Ya no somos enanos encaramados en hombros de gigantes; somos huérfanos de un pasado que actualmente no nos brinda cobijo moral, puesto que nuestras realizaciones materiales han puesto en entredicho sus valoraciones.

Estamos viviendo algo profundamente disruptivo, sin par en toda la historia de la humanidad, y no tenemos orientaciones para enfrentarlo. Las previsiones de Oswald Spengler, ancladas en la historia comparada, no nos sirven por dos razones.

La primera: porque hay un hecho absolutamente nuevo, inédito en toda la historia, que es la irrupción de la ciencia y la técnica moderna, las cuales tienen la capacidad de modificar la vida corporal y mental de los seres humanos como ninguna otra civilización la ha tenido. Dicho de otro modo: tanto la radicalidad de los cambios como el desenvolvimiento que ha tenido la civilización occidental –que en su actual etapa es tecnológica– carece de paralelismo en la historia universal.

La segunda: así vistas las cosas, por una parte, no sabemos si Occidente declina o si asciende y, por otra, no sabemos si Occidente aún existe, pues cabe la posibilidad de que en lo que respecta a los asuntos valóricos y estrictamente humanos estemos ingresando a un nuevo tipo de civilización diferente de la occidental y, de ser así, esta sería de carácter planetario y tendría un nuevo código moral. Lo que sí me parece claro es que estamos llegando al final del tiempo eje, ese tiempo axiológico o normativo, que con diferentes énfasis y modulaciones ha orientado y ha dado sentido tanto a la existencia individual como a la colectiva durante veinticinco siglos.

Hacia mediados de la década de 1950, Karl Jaspers –que fue quien acuñó la expresión tiempo eje– conjeturaba que era posible que a nuestra generación le correspondiera vivir los últimos estertores de dicho tiempo y que, a la vez, presenciara los primeros balbuceos de un nuevo tiempo axial. Tal conjetura implica sostener implícitamente que las categorías con las que hemos pensado durante dos milenios y medio están comenzando a quedar obsoletas. Ellas ya no están a la altura de los tiempos, no dan cuenta de las nuevas realidades. Con todo, actualmente deberían comenzar a fraguarse nuevas categorías y nuevas valoraciones. Unas que estén en sintonía con la nueva concepción de la realidad y, obviamente, con la nueva humanidad que está surgiendo.

Por esos mismos años Martin Heidegger sostenía que llegaría un momento en el cual el hombre intervendría no solo la esencia de las cosas, sino también su propia esencia, fabricándose técnicamente a sí mismo. En ese momento –intuía Heidegger– la idea de naturaleza humana estallará por los aires y también el correspondiente orden moral. Me parece que ya estamos viviendo los primeros años de ese tiempo, el cual comenzó con la manipulación genética y de embriones humanos. La bioética, quizás, sea uno de los primeros intentos de hacer dialogar la lógica de la investigación científica con los imperativos normativos. Pero de cierta manera ese diálogo es entre lo nuevo y lo viejo –y no entre las realidades emergentes y las nuevas valoraciones–, puesto que nuestro orden normativo aún está anclado en el tiempo eje y desde sus preceptos evalúa las nuevas realidades.

Traslape de épocas

Lo terrible para nosotros (moradores de un siglo en trance) que cabalgamos sobre los lomos de dos caballos, el del tiempo nuevo y el del tiempo viejo, es que corremos el riesgo de desplomarnos anímicamente y de ser arrasados por las pezuñas de los corceles sin siquiera saber cuál de ellos triunfará, puesto que también cabe la posibilidad de una restauración del viejo orden, lo cual significaría petrificar el actual estado de cosas y cancelar todas las posibilidades de progreso.

De hecho, han existido civilizaciones –como la del antiguo Egipto, por ejemplo– que han alcanzado un alto grado de sofisticación y una vez que lo logran se dedican a preservar sus realizaciones, lo cual implica cancelar la posibilidad de innovar. Tales son las civilizaciones atadas, detenidas, hieráticas o estancadas. Es verdad que nuestra valoración del cambio nos incita a desestimar esa alternativa, pero también el vértigo que produce la celeridad de los cambios nos puede llevar a considerarla como una opción razonable. Quizás, quienes actualmente abogan por el decrecimiento terminen suscribiéndola y, así, dicha opción termine imponiéndose como la alternativa menos mala.

Todo indica que estamos viviendo un momento crepuscular. Pero no sabemos si es el crepúsculo del amanecer o el del atardecer. Para algunos, los más optimistas, se trata de una encrucijada; para otros, los pesimistas, se trata de una aporía. Claramente estamos ante un problema doloroso. Cabe recordar que para que algo tenga el estatus de problema se deben cumplir dos condiciones. La primera: que existan asuntos acuciantes que, por el momento, no tienen solución o bien tienen varias, pero estas son recíprocamente incompatibles. La segunda: que el asunto problemático nos concierna existencialmente –o más aun vitalmente, si nuestro porvenir pende de su solución– y, precisamente, debido a ello nos produce desasosiego, fracturas psíquicas y una creciente angustia.

En nuestro caso se cumplen ambas condiciones, lo cual no significa, en modo alguno, que todos los seres humanos se sientan acongojados o anden carilargos por la vida, puesto que no todos reaccionan de igual manera frente a los mismos estímulos, ni siquiera ante el dolor. También están los anestesiados, los inconscientes y los frívolos. Ellos tienen una existencia anodina: viven y no se sienten vivir. Para los más escrupulosos y sensibles, por el contrario, la vida deviene en una tortuosa tribulación. Para estos últimos el tiempo crepuscular es un calvario.

En las aludidas circunstancias, «toda una generación se encuentra extraviada entre dos estilos de vida, de tal suerte que pierde toda norma, toda seguridad e inocencia» –apunta Hermann Hesse en su novela El lobo estepario– y nadie sabe a qué atenerse ni qué esperar con certeza. Obviamente que ello fractura conciencias, lo cual no solo tiene efectos psicológicos, sino también sociopolíticos. La perplejidad y la angustia engendran espejismos de redención o bien de desesperanza, esto es, de utopías y distopías, aunque sin mayores niveles de elaboración. Quienes se sienten abatidos son los más propensos a suscribirlas irreflexivamente. Pero también están los que son sensibles y, al mismo tiempo, escépticos y meditabundos. Estos últimos tienen plena conciencia de que están enzarzados entre dos cosmovisiones y, puesto que no optan por la fuga utópica ni la distópica, «viven todos los enigmas de la vida humana sublimados como infierno y como tormento en su propia persona», como bien señala Hesse.

En la misma línea, desde América Latina, el subcontinente del crepúsculo sin fin, nos hacemos eco de las palabras del poeta Vicente Huidobro y le preguntamos a coro a Altazor –nuestro alter ego, puesto que a él también se le evaporaron sus certezas y se quedó sin mundo– «¿quién hizo converger tus pensamientos al cruce de todos los vientos del dolor?». Y, al igual que Altazor, debemos armarnos de fortaleza para eludir las coartadas de las ofertas utópicas y distópicas, a fin de plantarle cara al enigma que llevamos dentro de nosotros mismos.

Contempladas las cosas desde una perspectiva existencial, nuestra época sería la del lobo estepario: desesperanzada, lábil y agónica; pero también gestacional y parturienta. Si aspiramos a sobrevivir a ella y no queremos ser empalados ni cegados por el crepúsculo –ya sea el del amanecer o el del atardecer–, tendremos que transmutar compulsiva y dolorosamente nuestras valoraciones al igual que el protagonista de la mentada novela. Por el momento, a modo de consuelo y en sintonía con la desrealización de lo real, solo podemos decir junto con Nicanor Parra: «Ay de mí, ¡ay de mí!, algo me dice que la vida no es más que una quimera».

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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