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Chile, ¿un país sin historia(s)? Opinión

Chile, ¿un país sin historia(s)?

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Fernando Soler
Por : Fernando Soler Doctor en Teología por la Pontificia Universidad Católica de Chile Licenciado ( magister) en Teología con mención en Teología Patrística.
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En esta clave, uno de los grandes problemas de nuestro país, quizá el más grande, es que hemos dejado de oír las historias: ya no las contamos, ya no las creemos. Hemos perdido nuestro relato y, con él, hemos perdido nuestra identidad y cohesión.


Recuerdo que en el colegio nos decían que la bandera chilena había ganado un concurso internacional, coronándose como la bandera más linda del mundo. Más allá del sustrato histórico de este relato, lo que nuestras profesoras buscaban era generar comunión y adherencia en torno a los símbolos patrios.

Este relato nos generaba orgullo y admiración por nuestra bandera, y usualmente se nos contaba en medio de las clases de historia de Chile, donde no faltaba otro mito: nuestro himno nacional también había sido enumerado entre los más bellos. Este contexto emotivo, diseñado para generar entusiasmo por el estudio de la historia nacional, era efectivo también para generarnos identificación con Chile y lo que él representaba.

Llevado a los términos más básicos, los del himno, Chile representaba un espacio con naturaleza bellísima, reconocible por su cielo azul, las flores, las montañas y el mar. A nivel más profundo, Chile era un espacio de hombres y mujeres libres. Muchas veces durante mi vida he recordado entre risas esta historia, dándome cuenta de que no había sido el único en escucharla.

Cuando miro atrás, y recuerdo a unas profesoras capaces de contarnos esta historia, recuerdo también todos mis entusiasmos de niño, permeable a los relatos, a las historias. Las historias de grandes personajes de la historia, de santos, de Jesús, todas estas historias me dieron sentido, y, junto con quienes las escuchábamos y repetíamos, recibí identidad y pertenencia.

En este contexto es importante notar que no es casual que tanto de aquello que somos, lo que pensamos y creemos, provenga de las historias que hemos oído y creído. Ya sea de aquellas que escuchamos en nuestra familia, en el colegio, en la iglesia, o en los clubes deportivos, de todas ellas hemos recibido identidad, individual y comunitaria.

Esto es así porque el ser humano es un “animal que relata”, es decir, uno que elabora su propia identidad en la medida en que la cuenta, a sí mismo y a otros. Estos relatos dan sentido de identidad, de pertenencia, de unidad. Si me siento profundamente parte de mi familia, o de cualquier colectivo, es porque no solamente he escuchado y repetido sus historias, sino porque yo mismo soy parte de ellas. Yo mismo las recuerdo, las relato, las completo, las reinterpreto.

En esta clave, uno de los grandes problemas de nuestro país, quizá el más grande, es que hemos dejado de oír las historias: ya no las contamos, ya no las creemos. Hemos perdido nuestro relato y, con él, hemos perdido nuestra identidad y cohesión.

Es cierto: el ser humano contemporáneo ha dejado de creer en grandes relatos dadores de sentido, y se ha concentrado en microrrelatos, más intensos, con menos matices, menos duraderos, pero nuestro sistema conceptual no ha dejado de operar de manera metafórica y, por tanto, nunca ha dejado de necesitar las historias.

Esto significa que una crisis de las historias que nos dan sentido en cuanto país y sociedad, redundan de manera esencial en nuestra capacidad para sentirnos parte de una comunidad. Un país sin historias es un país sin identidad, es un país sin unidad. La crisis de las historias es un síntoma de nuestra propia crisis de seres humanos.

Otro gran problema es pensar que hay una gran distancia entre nuestras ideas y nuestra praxis. Un pensamiento así se vuelca a lo “útil”, y deja de lado el espíritu, entendido no en un sentido religioso, sino como aquel espacio en que se habitan nuestros anhelos y amores más profundos, a lo que referimos cuando decimos “yo”. Este espíritu también se alimenta de historias, y su alimentación redunda en la salud de nuestra praxis.

Un viejo dicho nos recuerda que “somos lo que comemos”. ¿De qué nos alimentamos espiritualmente? Me atrevería a prescribir buenas historias, pero me queda la pregunta no solamente acerca de qué historias necesitamos para ser humanos –y chilenos y chilenas– saludables, sino también acerca de quién las contará.

Claramente han caído todos los grandes creadores de historias, y han sido sepultados en medio de escándalos: la política, la religión, y tantos otros. Sin embargo, en medio de este funesto escenario cobran nueva fuerza las familias, como núcleo en el cual las personas son (o deberían) ser amadas por primera vez, y escuchan aquellas historias que conforman su identidad.

También se hace más relevante el rol de la educación y de la academia, cuyos integrantes operan movidos primariamente por la pasión por sus disciplinas. Chile necesita nuevas historias, nuevos historiadores, y todos los chilenos y chilenas necesitamos escucharlas y leerlas más. Mejores historias, historias más honestas, realistas, bienintencionadas, esto necesitamos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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