En los momentos actuales del país, cuando se discute sobre una nueva estructura tributaria, todo parece indicar que eso no es una mera expresión de un voluntarismo político o de una consigna de ocasión, sino que responde a un sentir mayoritario de la población en el sentido de que la estructura tributaria y la estructura de distribución del ingreso que ha imperado en las últimas décadas – aun cuando ha sufrido modificaciones menores – requiere de cambios más medulares.
Desde que la vida en sociedad dio origen a la conformación de estructuras políticas relativamente estables, éstas demandaron una cierta cantidad de recursos para efectos de llevar adelante sus tareas en términos de seguridad, defensa, gastos sociales, mantenimiento de un sistema político con militares, jueces, legisladores y toda una larga lista de funciones y de funcionarios de los nacientes Estados. Los recursos para mantener todo ese aparataje – necesario para el funcionamiento y reproducción del orden social – tenía que salir de algún lado. En otras palabras, se necesitaba, desde el comienzo, que todos o algunos de los miembros de la sociedad hicieran aportes – en forma voluntaria o por la vía de la imposición y de la fuerza – para que la sociedad funcionara, se mantuviera y se reprodujera de una forma determinada.
Pero desde el principio de los tiempos esos aportes para el funcionamiento del Estado no se han repartido en forma equitativa entre todos los agentes económicos y sociales que conforman ese colectivo políticamente organizado. Algunos aportan mucho –por las buenas o por las malas – y otros aportan muy poco.
El lograr que la tributación se ajuste al simple principio de que los que tienen más, aporten más, ha sido una lucha de siglos, y es una lucha que todavía no llega a su término. La mayoría de los textos y sistemas tributarios del mundo civilizado aceptan ese principio económico y moral, pero en el mundo real y concreto las cosas son diferentes. Y eso es así, por cuanto la implantación de ese principio no es un problema que se ubique en el ámbito de lo que se podría llamar la técnica tributaria – si es que tal cosa existe – sino que es un problema que se ubica, de lleno, en el mero centro de la política.
Y eso es así por cuanto los que mucho tienen, tratan por todos los medios de conservar y acrecentar su riqueza y sus ingresos, y tratan, al mismo tiempo, de hacer recaer el peso de la tributación y del sostenimiento del Estado, en la mayor medida posible, sobre los hombros de los menos poderosos desde el punto de vista de la riqueza y de los ingresos.
Y si de política se trata, las cosas se resuelven allí, en última instancia, por medio de la correlación de fuerzas que impere en un momento determinado entre los diferentes sectores económicos y sociales que conviven en esa sociedad. Es esa correlación de fuerzas la que conduce a una determinada distribución de la carga tributaria y, consiguientemente, a una determinada distribución del ingreso. La correlación de fuerzas impone, en cada caso, como se distribuye la carga tributaria entre los diferentes sectores que conviven dentro de la sociedad. Pero la correlación de fuerzas no es un concepto estático, que se determine de una vez y para siempre. La correlación de fuerzas se modifica con el devenir de la economía y de la política, y llega un momento en que la distribución de la carga tributaria y la distribución del ingreso que es aceptada o impuesta en un momento determinado – y que se manifiesta en un determinado orden o pacto social – se vuelve inaceptable en etapas posteriores. La sabiduría de un pacto social o de un pacto fiscal depende no solo de la capacidad de imponer, en el seno del sistema político actual, una determinada estructura tributaria – cuestión que puede ser posible, pero tener una corta vida- sino en hacer que esa carga tributaria sea considerada como justa y equitativa por la mayor cantidad posible de actores sociales y económicos y, por lo tanto, sea aceptada y mantenida durante el mayor espacio de tiempo posible.
En los momentos actuales del país, cuando se discute sobre una nueva estructura tributaria, todo parece indicar que eso no es una mera expresión de un voluntarismo político o de una consigna de ocasión, sino que responde a un sentir mayoritario de la población en el sentido de que la estructura tributaria y la estructura de distribución del ingreso que ha imperado en las últimas décadas – aun cuando ha sufrido modificaciones menores – requiere de cambios más medulares. No responder a esas necesidades de cambios – solo por el espejismo de que mayorías parlamentarias circunstanciales van a durar toda la vida – implica no solo bloquear una distribución más justa del ingreso –con el consiguiente gustito en el presente – sino que poner en entredicho a la clase política en su conjunto por su incapacidad de leer adecuadamente el signo de los tiempos.