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El capitalismo: Una mirada filosófica a 50 años del Golpe Opinión

El capitalismo: Una mirada filosófica a 50 años del Golpe

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Roberto Pizarro Contreras
Por : Roberto Pizarro Contreras Ingeniero civil industrial y doctor (c) en Filosofía USTC (Hefei, China).
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el capitalismo no es la suma obtusa de un mercado y un Estado regulador, unos empresarios o consumidores, o bien, de grandes fortunas, sino un medio en el que vivimos y del que somos parte; es una forma de concebirnos y ordenarnos, que tiene componentes doctrinarios, beneficios que son tan grandes como los perjuicios que origina –y que son la razón de una controversia insoluble sobre su existencia –, y, lo que es más importante como signo de su buena salud y proyección en el tiempo, posee defensores y detractores que la mayor parte de las veces no están dispuestos a transar y acoger seriamente la perspectiva del otro


Desde la filosofía, que es la actividad intelectual que explora desde lo más hondo las cuestiones fundamentales sobre la vida y el mundo, podemos entender que el capitalismo no es simplemente un conjunto de estructuras o instituciones –como se puede leer en las versiones más reduccionistas y puristas divulgadas por sus apologetas y los economistas –, sino más bien un fenómeno o realidad que abarca no solo la actividad económica, sino también a toda la sociedad y la cultura. Esto influencia las creencias y el comportamiento de las personas, como también condiciona su destino.

El capitalismo representa una etapa o estadio evolutivo de la civilización. No ha existido siempre y es altamente probable que no dure para siempre tampoco (aun cuando la literatura de sci-fi nos augure un capitalismo extraplanetario). En su dimensión económica hoy no tiene alternativas equiparables; es decir, no compite con otros sistemas de su misma envergadura. Él es todo.

Más concretamente, el capitalismo es un orden o sistema social con una influencia determinante del factor económico, basado en una visión individualista y materialista de la vida humana. En este sistema, la propiedad privada de los medios de producción (recursos maquínicos, humanos, financieros, etc.) y la búsqueda de beneficios económicos o utilidades son los principales impulsores de la actividad humana. Esta visión expresa que el capitalismo no es una entidad independiente de nosotros, a pesar de su gran fuerza de arrastre o inercia; en cambio, está impulsado por individuos que creen en su funcionalidad en mayor o menor medida y que participan de él interpretando diversos roles (inversionistas, altos ejecutivos, líderes políticos, emprendedores, académicos que lo apoyan o critican, trabajadores con diferentes niveles de especialización, consumidores, entre otros).

Es necesario advertir que, en las últimas cinco décadas, el concepto de utilidad empresarial ha experimentado una transformación de enormes proporciones. Ha dejado de limitarse exclusivamente a consideraciones económico-financieras (el dinero por el dinero) y ha evolucionado hacia un ámbito mucho más amplio. El término “utilidad”, de hecho, se redefine constantemente dentro de las estructuras corporativas, asumiendo la forma de lo que “agrega valor” no solo a la empresa en sí, sino también a sus integrantes; es decir, a los colaboradores que la componen, así como a aquellos que, estando fuera, tienen un interés en ella, los denominados stakeholders. En suma, lo que es útil no puedo serlo hoy sin más para la empresa, que requiere de una fuerte y permanente validación social.

Aquellos que hemos tenido la fortuna de laborar y conocer de primera mano, empíricamente, la dinámica interna y los artificios de grandes y modernas empresas, podemos dar cuenta que, de ser meros centros de explotación y alienación, como los describía con justicia en el siglo XIX el filósofo Karl Marx en El Capital, las empresas (fábricas) se han convertido en complejas, cómodas y pluralistas entidades (si se quiere, centros de explotación y alienación tan confortables que parecen a punto de constituir otra especie; una forma o arquitectura científica del trabajo que se piensa a sí misma a cada instante, emulada en algunos aspectos por los servicios públicos y que promete erigirse, además, en una de las grandes herencias del capitalismo). De la mano de la mejora continua, la excelencia operacional, la gestión del cambio y otras poderosísimas herramientas de las ciencias empresariales, han adquirido una capacidad para dotar de sentido y dignidad a la vida de los operadores de los diversos estratos que las conforman, optimizando su rendimiento, si bien el efecto del trabajo que la mayoría de ellos desempeña favorece en última instancia no tanto su proyecto, como el de la corporación o el dueño del capital.

Tal puede ser la influencia de las corporaciones, que puede acabar afectando las decisiones gubernamentales a través de la acción de grupos de presión o lobistas, algo que ya había sido advertido, por lo demás, por Salvador Allende a propósito de las trasnacionales (multinacionales) en su famoso discurso de 1972 ante la ONU. En ellas también ocurren dinámicas complejas y cuestionables. Podemos imaginar, por ejemplo, a ejecutivos de una filial en Chile tramando cómo presentarse ante la plana mayor de la casa matriz en Alemania para hacer parecer que todo anda bien. O a un gerente de operaciones golpeando el escritorio y dándole instrucciones a su subgerente de tecnología para preparar una presentación que minimice el impacto ante el directorio de una controversia en la que se ha visto implicado (“¡No quiero dispararme en los pies!”, podría aducir con furia). Esto puede involucrar estrategias y tácticas al más puro estilo de Maquiavelo, donde las personas toman decisiones calculadas para superar escollos, aplastar a sus enemigos, enlistar aliados y, en fin, lograr sus objetivos (personales no pocas veces).

Más allá de la esfera del trabajo, podemos añadir también que nuestras vidas domésticas están entretejidas en los hilos del consumo, formando un entramado en el que disfrutamos de lo que hemos contribuido a crear. Al comprar productos y servicios, pagamos precios que, en su engranaje invisible, permiten la expansión constante de las empresas que dan vida a nuestra floreciente economía.

Finalmente, en lo que dice relación con la defensa del capitalismo por parte de las corrientes de pensamiento de derecha, ella vindica que su principal virtud consiste en haber elevado las condiciones ordinarias de la existencia humana, alargando nuestras expectativas de vida y brindándonos mayor confort cotidiano y libertad. Más aun, el capitalismo habría cultivado un terreno propicio para la chispa de la creatividad y el genio individuales, mientras da lugar a la aparición constante de millonarios y multimillonarios, aparentemente redistribuyendo el poder económico –y por extensión el político –con mayor frecuencia que en el pasado. Famosa es la máxima del también filósofo y padre de la economía moderna Adam Smith en La riqueza de las naciones: “No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés”. Lejos de revelar un egoísmo puro y bruto, la frase de Smith entraña la virtud del genio individual, que embebido de una fuerte pasión puede superar con creces en sus efectos públicos, por ejemplo, a un grupo de perezosos funcionarios públicos que se supone trabajan por el bien colectivo y que acaban diseñando un disfuncional sitio web para el gobierno de turno. Algo análogo se lee en Capitalismo y Libertad de Milton Friedman, acérrimo defensor del capitalismo, por ejemplo, cuando aborda el tema de la educación en el capítulo VI.

En las antípodas, la crítica de este sistema –enfatizada por las perspectivas de izquierda –, sostiene que una desventaja central es la subordinación que imponen los mercados y las industrias sobre los individuos, incluso ya de forma evidente y violenta sobre sus cuerpos (por ejemplo, con las formas de prostitución que hoy hacen posible lucrativas plataformas de contenido privado, tales como OnlyFans, JUSTFOR.FANS, IsMyGirl, AVN Stars, etc.). Se critica el excesivo énfasis en el esfuerzo y los méritos personales, que crea la soberbia ilusión de que todo depende exclusivamente de la acción individual. También, los blancos apuntan a que a la mayoría de las personas les faltaría espacio para que puedan dedicar tiempo y energía a sus propios proyectos y metas personales, ya que gran parte de estos se invertiría en servir o participar en las operaciones de industrias y negocios ajenos (su vida no toma forma dentro de un marco elaborado por ellos mismos, sino por otros).

En definitiva, el capitalismo no es la suma obtusa de un mercado y un Estado regulador, unos empresarios o consumidores, o bien, de grandes fortunas, sino un medio en el que vivimos y del que somos parte; es una forma de concebirnos y ordenarnos, que tiene componentes doctrinarios, beneficios que son tan grandes como los perjuicios que origina –y que son la razón de una controversia insoluble sobre su existencia –, y, lo que es más importante como signo de su buena salud y proyección en el tiempo, posee defensores y detractores que la mayor parte de las veces no están dispuestos a transar y acoger seriamente la perspectiva del otro (por un lado, sus defensores jamás aceptarían la tesis de que el capitalismo es subyugante; por otro, sus detractores niegan las virtudes operacionales y la excelencia en este sentido de las grandes corporaciones como elementos dignos de considerar e imitar para organizar el esfuerzo humano).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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