Bajo el pacto de silencio cómplice, los asesinos se negaron a contestar la única pregunta que aún nos impide abrazar la paz: ¿Dónde están? Pese a las décadas transcurridas, la interrogante no ha perdido su urgencia, el dolor nos rompe el alma como el primer día y el insomnio nos acecha sin tregua, noche tras noche. La herida sangra y no cierra. No cierra por decreto ni con indulto. No cierra con un punto final ni con el olvido. Ni siquiera con solo desearlo. Paradójicamente, es esa herida la que nos une, en ella nos reconocemos.
Este año conmemoramos los 50 años del golpe chileno. Lo cierto es que la fecha nos sigue dividiendo, al igual que el primer día. En algo hay acuerdo: ese 11 de septiembre de 1973 cambió el rumbo de las vidas de millones de chilenos y chilenas, para bien o para mal. Incluso de aquellos que aún no habían nacido. Desde entonces, tengo dos imágenes: una enorme masa de ganado al matadero y una botella de champán a punto de ser descorchada. Sangre y burbujas. Cierro los ojos. El ruido del vuelo rasante de los hawker hunters aún retumba en mis oídos. Qué patético, qué patriótico.
Septiembre, mes de la patria. Los volantines al viento, la fonda con su música estridente, la empanada recalentada, el sol que se desliza por la cresta de la ola. La espuma suspendida en el aire, las gaviotas con sus piruetas dibujan una fina estela contra el cielo luminoso. La cueca sola, cada vez más sola. Viva Chile, mierda.
Así se nos fueron 17 años, en permanente emergencia, bajo estado de sitio, bajo el llamado estado de perturbación de la paz interior, bajo la retórica militar que pretendía disfrazar la barbarie de una dictadura que no dio tregua. Con su mal aliento, la muerte agazapada, lista, siempre lista para caer encima sin aviso. Según datos actualizados del Ministerio de Justicia, en Chile hay aún 1.469 víctimas de desaparición forzada. De ellas, 1.092 son detenidas desaparecidas, mientras que otras 377, que fueron ejecutadas, están en la misma condición. Del total de personas, solo 307 han sido identificadas.
Bajo el pacto de silencio cómplice, los asesinos se negaron a contestar la única pregunta que aún nos impide abrazar la paz: ¿Dónde están? Pese a las décadas transcurridas, la interrogante no ha perdido su urgencia, el dolor nos rompe el alma como el primer día y el insomnio nos acecha sin tregua, noche tras noche. La herida sangra y no cierra. No cierra por decreto ni con indulto. No cierra con un punto final ni con el olvido. Ni siquiera con solo desearlo. Paradójicamente, es esa herida la que nos une, en ella nos reconocemos.
A fines de marzo pasado, en una columna en el diario El País, el Presidente Boric anunciaba tres conceptos que guiarían este histórico aniversario de los 50 años: memoria, democracia y futuro. Este 30 de agosto, el Gobierno pondrá en marcha el Plan Nacional de Búsqueda de los Detenidos Desaparecidos. “Nos hemos comprometido”, dijo, “porque nos desgarra el alma, no solo la humana, sino la de la Patria, al saber que todavía hay quienes buscan a sus seres queridos. Ha pasado mucho tiempo. Va a ser difícil. El éxito es improbable, pero tenemos el deber moral de no dejar jamás de buscar a quienes faltan, a quienes fueron asesinados por sus ideas y defender la libertad del hombre y la mujer de nuestra patria”.
Sospecho que no estoy sola cuando digo que muchas y muchos ya perdimos la esperanza de encontrar a nuestros seres queridos. Muchos otros ya partieron sin saber de sus hijos e hijas, esposos, hermanos, hermanas. Ha caído mucha lluvia y hemos derramado ríos de lágrimas. Aún se anida el vacío profundo de la pérdida irreparable.
Irremplazable. Pero cuando el Presidente hace público su compromiso y nos dice “no los vamos a dejar solos ni solas”, respiramos profundo con un sentimiento parecido a la gratitud. Porque nos valida, después de tantos años de silencio e invisibilidad, nos devuelve la dignidad. Nos reafirma en el valor de la memoria, aquella que sabe a lealtad y amor porfiado. A través de ella los pueblos se explican y explican su historia, su origen, su razón de ser. La memoria es la patria, el paisaje que se reconoce, el padre, la hermana y el amigo. Así como no hay regreso sin fuga, no hay mañana sin ayer. Para soñar genuinamente en un futuro, como país y como personas, debemos sumergirnos en la memoria y, si es necesario, en el dolor. Pero hay que tener la voluntad de saber y el coraje de recordar. La puerta a la paz y a la reconciliación no es el olvido. No se puede pedir perdón por lo que no se recuerda.
Poco a poco me he ido liberando de la sensación de culpa por estar viva, de ser una sobreviviente, de esa idea loca de que quienes debiéramos sentir vergüenza o pudor o algo parecido somos nosotros, las familias de las víctimas, de los caídos, y no ellos. No sé bien quiénes somos “los nosotros” y menos sé quiénes son “los ellos”. Pero de algo no tengo duda y quisiera que ustedes, los desaparecidos, sepan, uno por uno, que no los hemos olvidado, que solo sus fotografías se han teñido de sepia. El resto, lo recordamos todo, con el amor porfiado y la memoria fresca, recién parida, como si fuese ayer. Porque, la verdad, solo fue ayer.