Hace 50 años se produjo un derrocamiento (es el subtítulo de mi libro recién publicado sobre el tema) de un Gobierno legítimo y democrático, seguido de una represión violenta y prolongada, pero no un fracaso del proyecto histórico de la izquierda. Este siguió adelante bajo otras formas, a partir de un espíritu de resistencia que se inscribe en décadas de luchas republicanas, sociales y libertarias.
A medida que se acerca el 11 de septiembre de 2023, arrecian las descalificaciones al proyecto histórico de la izquierda derrocado por la fuerza militar hace 50 años. La derecha insiste con todos sus medios en descalificar la experiencia de 1970-73, tanto en su contenido transformador como en la vigencia del ejemplo de consistencia, consecuencia y dignidad de su conductor, Salvador Allende. Para la derecha es insalvable que Allende, como Balmaceda, no se rindiera ante la fuerza y que decidiera pagar “con su vida la lealtad del pueblo”. Por eso insiste en querer destruir su imagen y minimizar su trascendencia.
Los argumentos más ilustrados oscilan entre la idea del fracaso de Allende y la no vigencia de su proyecto. El Presidente Allende no fue un incompetente que se perdió en un laberinto creado por él mismo, como pretenden presentarlo algunos, sino que fue un conductor político que actuó en una situación extremadamente adversa y realizó ingentes esfuerzos para hacer posibles cambios indispensables en la sociedad chilena y, a la vez, estabilizarlos en determinados límites.
Buscó desde 1971 que un plebiscito consolidara las reformas estructurales que emprendió, nada menos que la nacionalización del cobre, la reforma agraria y la conformación de un área bancaria e industrial socializada. En esa idea, el PC y el PS no lo acompañaron, cometiendo un error estratégico, mientras el PS y la izquierda radicalizada estimularon la “revolución desde abajo” que, siendo legítima en sus motivaciones, no debía ser conducida hacia desbordes salariales y ocupaciones de unidades productivas financiadas por emisión monetaria, sino hacia una nueva estabilidad que cautelara la alianza con los sectores medios para enfrentar la reacción implacable de los afectados por los cambios iniciales.
Estos eran el límite necesario de esa etapa histórica y no dimensionarlo fue el error de la izquierda radical de la época. Estados Unidos cortó el crédito externo y estranguló las importaciones, mientras en el Parlamento la oposición aprobaba los reajustes sin los ingresos para financiarlos, alimentando el déficit fiscal y la inflación. La economía chilena “gritó”, como fue la orden dada en 1970 por Nixon a la CIA.
El Gobierno de la Unidad Popular quedó preso en la lógica implacable de la Guerra Fría y no pudo controlar el desborde expansivo de la demanda que se volvió en su contra. Esto erosionó el apoyo al Gobierno, aunque se mantuvo en 43% en la elección parlamentaria de marzo de 1973, después del 50% de la elección municipal de 1971 y el 36% de la elección presidencial de 1970, y sobre todo irritó y movilizó en su contra a amplios sectores medios que prestaron apoyo social al golpe de Estado de 1973, y en buena medida inmovilizó al resto.
El golpismo en las Fuerzas Armadas, activo desde 1968, ya no pudo ser contenido por los militares constitucionalistas, con su mando atacado por la derecha y el freísmo (a través de los generales Arellano Stark y Bonilla), lo que culminó en la renuncia del general Prats y la posterior traición de Pinochet, a pesar de que dos de los cuatro comandantes en Jefe (los de la Armada y Carabineros) se mantuvieron hasta el 11 de septiembre leales a la Constitución y al Presidente Allende.
Allende actuó frente a un plan de derrocamiento interno y externo poderoso y sistemático. Buscó con tesón un acuerdo con la DC, como el que permitió su llegada al Gobierno en 1970, logro histórico contra la expresa intervención violenta de Estados Unidos y la voluntad conspirativa de la derecha y del freísmo DC, que las circunstancias le impidieron proyectar. Pero no debe olvidarse que estuvo cerca de lograr una salida política a la crisis a través de un plebiscito, que no alcanzó a anunciar el 11 de septiembre de 1973, y que hubiera salvado con una cierta probabilidad de éxito los cauces democráticos chilenos y, a lo mejor, dado tiempo a una recomposición de una izquierda que hubiera procesado sus radicalizaciones inconducentes.
Hace 50 años se produjo un derrocamiento (es el subtítulo de mi libro recién publicado sobre el tema) de un Gobierno legítimo y democrático, seguido de una represión violenta y prolongada, pero no un fracaso del proyecto histórico de la izquierda. Este siguió adelante bajo otras formas, a partir de un espíritu de resistencia que se inscribe en décadas de luchas republicanas, sociales y libertarias.
Desde luego se mantiene la vigencia de sus fundamentos, que fueron y siguen siendo la búsqueda histórica de una sociedad democrática con justicia social y con recuperación para el país de sus recursos naturales. Hay dimensiones adicionales, como el énfasis igualitario en materia de género y el respeto a las disidencias, junto a la urgente tarea de la sostenibilidad ambiental. Pero no son dimensiones sustitutivas de las previamente existentes. No se sustituye así no más la aspiración colectiva a las libertades y a una democracia plena, basada en la soberanía popular y la prevalencia de la voluntad de la mayoría con respeto de las minorías, ni la aspiración a una igualdad efectiva de oportunidades y derechos y a la reciprocidad comunitaria y solidaria.
El instrumento principal para lograr esos objetivos tampoco ha variado tanto: es la construcción estable de una coalición amplia que exprese a un bloque social y político por cambios progresivos, con vocación mayoritaria, capacidad de entenderse con el centro y de proveer estabilidad política. Es lo que, no sin dificultades, se esboza en el actual Gobierno, que expresa la emergencia de una nueva generación de izquierda.
Es esa vigencia la que precisamente irrita tanto a la derecha, a pesar de la victoria de la contrarreforma en 1973 mediante violencias prolongadas. La radical restauración del dominio oligárquico fue efectiva, aunque no definitiva, y ha tenido que aceptar modulaciones híbridas a lo largo del tiempo que pueden bascular a un Estado social de derecho. No siguió ya siendo sustentada en la hacienda y su cultura autoritaria, sino en grupos financieros hiperconcentrados y en la cultura del individualismo mercantil y la ilusión de la movilidad social mediante el crecimiento económico.
Este se agotó hace más de una década y dio lugar a la vasta rebelión de 2019, a un proceso constituyente y al desplazamiento de la derecha en 2021, aunque se haya recompuesto en 2022 con su victoria contra el proyecto constitucional de la Convención. Pero sus reflejos autoritarios no le permiten concebir otra cosa que una implacable oposición al actual Gobierno y pretender presentar el orden oligárquico como si fuera la normalidad. Y esa pretensión es la que sigue fracasando irremediablemente 50 años después.