Algunas escenas de La Memoria Infinita son tan íntimas que logran incomodar al público. Y es que la fragilidad intimida porque conmueve. En La Memoria…, la conmoción pretende llamar a la acción del recuerdo, su conmemoración.
La Memoria Infinita es un ejercicio del compartir la fragilidad. Una película sobre el recuerdo, lo que permanece en el cuerpo; obsesión, dolor, amor y amistad de la vida de Augusto Góngora.
Nuestro cuerpo recuerda. Incluso en las etapas más avanzadas del alzhéimer, aquello que fuimos y seguimos siendo nos compone como entes sociales. Nuestra humanidad no perece mientras siga habiendo alma y emocionalidad. Cuerpo y alma confluyen inconmensurablemente en nuestra historia. Esta historia es la que comparte La Memoria Infinita.
El camino del cuerpo conlleva cicatrices y heridas, llantos y alegrías, amores y conflictos. En el arte de The Eternal Memory, Góngora, Urrutia y Alberdi nos comparten una colorimetría que nace casi en un análogo ochentero y sombreado, triste y duro para Góngora, que luego culmina –hacia el final de la película– en muchos matices lumínicos blancos, mostrando la pureza en lo frágil del cuerpo, colorimetría que corre a la par con la vida y últimos años de Augusto, retratados en una serie de –afortunados– errores no-forzados de cámara que apenas permiten encuadrar las escenas en un retrato armónico, pero que es siempre profundamente llamativo y poderoso.
Pese a la desarmonía, esta es una película bonita por su sencillez. Felizmente, La Memoria Infinita no es una película sobre alzhéimer. Pretende mostrar sentimientos humanos básicos, volviendo casi imposible, en mayor o menor medida, no sentirse identificado con su historia.
Algunas escenas son tan íntimas que logran incomodar al público. Y es que la fragilidad intimida porque conmueve. En La Memoria…, la conmoción pretende llamar a la acción del recuerdo, su conmemoración.
“Estos son los objetos de mis recuerdos, ya vendrán los tuyos”, se escucha a Urrutia decirle a Góngora, quien varias escenas más tarde nos responderá que reconstituir la memoria es siempre un acto de verse a sí mismo. ¿No es ese el trabajo del arte? Compartir quiénes somos, cómo nos vemos y, acaso, qué nos constituye infinitamente.