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A 50 años del golpe de Estado: crisis política en Chile Opinión

A 50 años del golpe de Estado: crisis política en Chile

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Mario Sobarzo
Por : Mario Sobarzo Doctor en Filosofía
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La crisis política que afecta a la sociedad chilena no es nueva, sino que se entronca con la imposibilidad del Estado de integrar políticamente a los nuevos actores sociales que se irán incorporando a lo largo del siglo XX, considerando sus formas de organización, culturas y praxis políticas. La única integración posible es meramente formal (el voto), pero sin capacidad de cambios sustantivos más allá de un reemplazo de rostros o apellidos en los cargos políticos.


¿Qué cosa fuera la maza sin cantera?
Un amasijo hecho de cuerdas y tendones
Un revoltijo de carne con madera
Un instrumento sin mejores resplandores
Que lucecitas montadas para escena
(…)
Un testaferro del traidor de los aplausos
Un servidor de pasado en copa nueva
Un eternizador de dioses del ocaso
Júbilo hervido con trapo y lentejuela

Silvio Rodríguez. La Maza

 

Los últimos cuatro años, luego del estallido social, han sido una vorágine para el sistema político, la clase que lo regenta y la sociedad que es gestionada desde él. Sin embargo, esta es una imagen engañosa, pues los indicios de crisis venían expresándose desde antes del 18 de octubre de 2019. Tampoco es posible independizar el proceso de crisis situado en nuestro país del fenómeno trascendental a nuestras fronteras y que afecta a democracias con alto nivel de bienestar socioeconómico, como son las europeas o la norteamericana, pero que deben lidiar con dificultades que no se diferencian mucho de las que padecen los países pobres del sur global, como el desinterés generalizado en la política, la captura del aparato estatal por intereses corporativos, el adelgazamiento de los sistemas de bienestar, la pérdida de confianza en el futuro y en la comunidad y, en el último tiempo, el resurgimiento de ultraderechas que se identifican con prácticas y fundamentos fascistas, entre otras.

En este sentido, un elemento central para identificar la crisis y contradicciones que atraviesan nuestro presente es lograr deslindar los factores comunes con el escenario internacional, diferenciándolos de los aspectos inherentes a nuestra realidad. En segundo lugar, tratar de construir un entramado que permita identificar los motivos o razones que han gatillado la suma de condiciones que permiten hablar de crisis política.

Los cambios políticos que están sucediendo a nivel internacional son comparables a los ocurridos con la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética. La guerra en Ucrania ha acelerado una serie de procesos que venían gestándose en la última década, especialmente después de la crisis económica de 2008. El auge económico ocurrido luego de la globalización del acuerdo de Washington que impuso el neoliberalismo, repitió el proceso ocurrido en Chile durante la dictadura con grandes transferencias de capital desde el ámbito público al privado a través del mecanismo de las privatizaciones.

Sin embargo, este ciclo, como cualquier otro, no podía ser infinito debido a que la hiperplusvalía que tenía su origen en el bajo valor de venta de los recursos naturales, los terrenos agrícolas o el antiguo sistema productivo sustentado en la industria nacional, requiere de beneficios leoninos para mantener sus tasas de ganancia y esto se hace en contradicción con los intereses materiales de la mayor parte de las formas de trabajo asalariado.

Es decir, la concentración del capital está directamente relacionada con la imposibilidad de la democracia. La pérdida de poder de los mecanismos de gestión político y la supeditación material e ideológica de la clase política a intereses corporativos, dejan en evidencia constantemente la desigualdad ante la ley y la impunidad con que opera el sistema. A esto se le suma el desmontaje de los sistemas de bienestar, los que comienzan a ser reemplazados por formas de gestión neoliberal de las necesidades sociales, como son la salud, la educación, la previsión, entre las más relevantes.

De este modo, el desmontaje no solo privatiza funciones sociales que anteriormente cubría el Estado, sino que introduce también mecanismos de gestión privados (endoprivatización) en el ámbito público, instalando la competencia, el principio de eficiencia en el uso de recursos (por sobre otros criterios políticos), la desvalorización de las instituciones públicas para gestionar adecuadamente las funciones de protección social, entre otros factores que van indiferenciando lo público y lo privado.

El ejemplo de la gratuidad universitaria (un aporte económico que se entrega directamente al estudiante y por el que debe competir) es el último corolario de esta fórmula que coincide con políticas públicas internacionales, las que han ido ampliando el rol del mercado en un sentido material (pues hoy se utiliza en nuevas áreas y con mayor intensidad que antes), pero también como fundamento ideológico de la totalidad de la vida social que comienza a regirse por el principio de la elección racional, evidenciando la adaptabilidad entre la atomización social y la capacidad eficiente de gestión de los recursos que posee la lógica neoliberal.

Sin embargo, la extensión de este modo de operación y sus fundamentos ideológicos topa con los altos niveles de incomodidad psicológica, impotencia práctica y desafección con los modos políticos de resolver las contradicciones sociales, pues si los problemas deben abordarse de modo individual, la capacidad de agencia de los actores sociales se reduce, al mismo tiempo que aumenta la percepción de culpa por el fracaso de la acción colectiva y la desconfianza en la política como institución capaz de gestionar los múltiples intereses sociales que se encuentran en disputa en cada momento.

De este modo, la política que los Estados nación emergidos de la Segunda Guerra Mundial intentaron implementar se ve cuestionada a un nivel práctico, en sus fundamentos teóricos y en la estructura normativa y moral que le da su sustentación. El resultado de esta amalgama es un malestar al que resulta difícil de identificar en sus causas, pero que también termina por igualarse con la incapacidad del sistema político para gestionar otras formas de acción que se sustenten en los antiguos imaginarios de la comunidad, la solidaridad y el compromiso colectivo con la agencia política como forma de mejorar la vida material de las personas.

Esta separación tajante entre el ámbito económico que se independiza de la gestión democrática repetirá el ciclo de crisis económica y pérdida de poder del Estado, lo que llevó a la crisis de 2008 producida por el fraude de las hipotecas en Estados Unidos, pero que afectará a la mayor parte de los países desarrollados y sus sistemas financieros. La respuesta de estos mismos Estados se centrará en salvaguardar el sistema bancario en desmedro de las personas afectadas por la crisis. Las ingentes cantidades de recursos abonados por las naciones desarrolladas no llegarán a la gente, sino que irán directamente a engrosar los beneficios económicos del sistema (en crisis), dándole rentabilidad sin necesidad de tener que asumir el costo moral y económico por las decisiones y desregulaciones que llevaron a la situación previa.

Sin embargo, esta confluencia entre la incapacidad de la política y el Estado de levantar soluciones en beneficio de las mayorías en desmedro de los intereses económicos, la impunidad en las decisiones que llevaron a la crisis, así como una reposición del contexto previo sin grandes transformaciones en las capacidades reguladoras del sistema político, dejarán el terreno abonado para que las políticas de ultraderecha que desconfían del discurso globalista, la agenda 2030 y otros itinerarios progresistas en términos políticos, puedan ser señalados como los responsables del actual estado, excusando la autonomización y desregulación del sistema económico.

De este modo, las actuales tendencias de ultraderecha repiten el ciclo de estas corrientes durante el siglo XX levantando un chivo expiatorio (las personas migrantes en reemplazo del antisemitismo), desconfiando de la agenda progresista a la que se acusa de disolver los valores tradicionales que organizaban a las sociedades hasta antes del neoliberalismo triunfante a nivel global y que proponen como respuesta la limitación de las libertades políticas, la represión de las organizaciones sociopolíticas que plantean al sistema capitalista como el verdadero responsable de este estado de cosas y el fortalecimiento de la función policial del Estado en detrimento de su dimensión social.

En esto no existen grandes diferencias entre lo que está sucediendo en países como Italia o Estados Unidos (aun en la actual gestión de Biden), Brasil (con Bolsonaro) o Argentina (Milei), por poner algunos ejemplos. Sin embargo, esto contrasta con el fortalecimiento del rol del Estado en materias económicas, de política internacional y de control de las oligarquías que están llevando a cabo países como China y Rusia, lo que incide en una mayor desconfianza de los habitantes de los países occidentales en sus sistemas democráticos. En este sentido, la guerra en Ucrania representa un parteaguas entre dos modos de gestionar las contradicciones que la globalización neoliberal ha ido acumulando durante las últimas tres décadas.

Pero ¿en qué sentido este escenario global puede tener modulaciones diferentes en la sociedad chilena y cómo estas peculiaridades constituyen un contexto de crisis política particular a nuestra realidad?

Considero que, para empezar a esbozar una respuesta a esta pregunta, es necesario considerar cinco aspectos que son propios de nuestro país: una crisis social que se arrastra durante gran parte del siglo XX y que no tiene resolución hasta hoy; unas implicancias políticas de esta crisis que atraviesan a la totalidad de los actores sociales; un proceso de descomposición moral (en sentido estratégico) de las distintas élites que gobiernan el país; la incapacidad del sistema político para adaptarse a las transformaciones internacionales, pero también a las expectativas de la sociedad; y, finalmente, debido a lo anterior, una extensión de la desesperanza como sentimiento generalizado respecto de la actividad y la acción política.

La crisis social chilena es independiente a la Constitución que nos rige, pues en la anterior, la de 1925, la disociación entre política y sociedad no era muy distinta a la existente actualmente, como lo dejó en evidencia el fracaso de la vía chilena al socialismo, atenazado entre los deseos de mayor democracia efectiva que implicaran una ampliación de la participación y la capacidad de gestión de los grupos sociales organizados para incidir en las decisiones que marcan la política pública.

Un ejemplo bastante claro de esto se encuentra en la oposición tajante de la Democracia Cristiana y la derecha articulada en el Partido Nacional contra el proyecto de Escuela Nacional Unificada de la Unidad Popular, que empoderaba a las comunidades educativas, haciéndose cargo de una bandera de lucha que había sido agitada por las organizaciones docentes en distintos proyectos educativos, como las escuelas racionalistas, las escuelas consolidadas, los ateneos, las universidades populares, entre otros.

Desde la perspectiva de Jaime Guzmán Errázuriz, el aumento de la democracia interna en la escuela y la universidad era la base sobre la que ocurría la politización que afectaba al sistema educativo escolar y universitario desde el año 1938, cuando empezó su ampliación hacia los sectores históricamente excluidos. La incorporación de nuevos grupos sociales en el sistema escolar y universitario iba aparejada con una inclusión de sus modos de hacer política y organizarse, excediendo y poniéndose en contradicción con el mero marco formal de participación que el sistema democrático burgués podía garantizar.

De ahí que Jaime Guzmán culpabilizara a la ampliación de la matrícula universitaria, bajo el principio del derecho a la educación, de la polarización política que llevaría a la Unidad Popular al gobierno. De ahí, también, el énfasis que le daría este autor a la reforma del sistema universitario mediante la competencia público-privada, el autofinanciamiento del sistema público, el endeudamiento como modo de acceder a la formación superior y el principio de la competencia como base axial del nuevo orden que se estaba creando. También, a la municipalización de la educación obligatoria y secundaria, con lo que se desarticuló el proyecto educativo nacional que se había venido levantando desde el siglo XIX. Como lo señaló en forma explícita Gerardo Jofré, la educación gratuita debía ser un modelo de menor calidad, de modo de incentivar la inversión de los padres y el compromiso de ellos con la educación de sus hijos(as).

Todas estas medidas estaban dirigidas a desarticular la politización de la sociedad chilena, convertir los derechos sociales en beneficios a los que se postula y disolver el imaginario de la educación como fundamento de las transformaciones productivas con orientación nacional sustentadas en una masificación de la matrícula con especial énfasis en las clases populares. La idea de Guzmán era atacar y desarticular los elementos que permitían constituir la dimensión subjetiva de la conciencia de clases. Y tuvo éxito, pues desarticuló el sistema educativo nacional, estructuró la educación sobre la base de clases sociales, posicionó a una nueva élite cuyo punto de unidad se encontraba en el acceso a ciertos colegios particulares ubicados en el sector oriente de la capital que, de ahí en más, operarán como cedazo de clase y conformadores de una identidad de casta potenciado por los vínculos sanguíneos endogámicos que caracterizan a la elite nacional, tanto económica como cultural, política, militar y social.

En la actualidad es posible afirmar que la única clase social con plena conciencia de sí misma es la burguesía y la pequeña burguesía aledaña, que no es poseedora de los medios de producción, pero que accede a privilegios semejantes a la primera, debido al alto nivel de las dietas parlamentarias y el empobrecimiento generalizado del 90% de la sociedad que pertenece a los nueve deciles restantes y que tienen condiciones materiales semejantes. En estos deciles restantes la partición de clase se sustenta en factores simbólicos y no materiales.

Sin embargo, este proceso de fractura y cerrazón simbólica del decil privilegiado respecto al resto de la sociedad se paga con la descomposición moral de la élite gobernante. Como lo explica Alexis de Tocqueville respecto de la sociedad norteamericana, la fragmentación y el establecimiento de límites simbólicos entre los integrantes de la sociedad conlleva comportamientos que pueden ser caracterizados como costumbres dóciles, en el sentido de encuentros cotidianos donde no existe conflicto, pero tampoco vinculación ni compromiso mutuo y que, ante la aparición de enfrentamientos, manifiestan grados de violencia exacerbados sin que medien sentimientos morales entre quienes participan de la lucha. Es como si seres de dos especies se vincularan.

Debido a esta falta de empatía o comprensión del otro como un igual (independientemente de sus condiciones económicas), las obligaciones y compromisos morales se vuelven endógenos, pero sin capacidad de integración del exogrupo que queda no solo excluido, sino también en condición de hipofiliación respecto a la sociedad. La clase dirigente no está en conflicto con los dirigidos, sino que no se vincula con ellos, no los conoce, no comprende sus motivaciones y, mucho menos, es capaz de construir una identidad colectiva a la que ellos puedan plegarse.

La moralidad (Clausewitz) inherente a todo grupo funciona como una amalgama que disuelve las diferencias e integra la multiplicidad social en un proyecto colectivo. Pero, al no compartir una cultura común ni una identidad colectiva, la clase dirigente se convierte en algo ajeno al resto de la sociedad, y sus enunciados para constituir comunidad aparecen como impostados y falsos. Las organizaciones intermedias que permiten gestionar el poder no logran identificar los problemas sociales, vehicular soluciones ni construir una perspectiva aglutinante para las alteridades que constituyen la sociedad.

Un ejemplo muy claro de esto son los partidos políticos, pues la totalidad del sistema electoral apenas alcanza a superar los 450 mil militantes, con tasas de participación en sus elecciones internas que oscilan entre poco más del 5% para partidos como Revolución Democrática y que en ningún caso alcanzan a superar el 50% de participación en las de las fuerzas con mayor nivel de movilización. Dicho de otro modo, no existen organizaciones o instituciones que eviten la entropía asociada a la fractura social y logren constituir mayorías para superar el marasmo en el que se encuentra el orden político, sin horizonte, pero, más aún, sin un relato que permita activar los sueños y la esperanza.

Después de más de dos décadas de movilizaciones estudiantiles, los problemas que originaron el ciclo actual aún persisten y no es un síntoma menor del fracaso de la democracia, para procesar los intereses colectivos y las contradicciones económico-sociales, que las respuestas de quienes se movilizan se hayan vuelto más violentas y desesperanzadas. Las y los jóvenes sienten que nada que realicen puede romper el statu quo existente, tendiendo un cerco en torno a las instancias de gestión política, que se mantienen impermeables a los intereses de las mayorías.

La democracia chilena aparece como algo imposible de cambiar a través de cauces institucionales, los que se anulan unos a otros, llevando a la paradoja de que tres procesos constituyentes seguidos han sido completamente ineficaces. Pero, no solo esto, la contraparte política de este fracaso tiene una expresión irónica en que es el propio fracaso la mejor garantía de éxito en las expectativas de la sociedad, como sucedió con las movilizaciones estudiantiles que durante buena parte del siglo XX pugnaron por el pasaje gratuito en la locomoción colectiva y terminaron obteniéndolo debido a la incapacidad del Transantiago para fiscalizar la evasión. Un Estado y una política ineficiente solo pueden alcanzar éxitos limitados en aquellos lugares donde el fracaso emerge, dejando vía libre para la autoorganización social y la capacidad de afrontar los problemas por fuera e, incluso, en contra de las soluciones institucionalizadas.

En síntesis, la crisis política que afecta a la sociedad chilena no es nueva, sino que se entronca con la imposibilidad del Estado de integrar políticamente a los nuevos actores sociales que se irán incorporando a lo largo del siglo XX, considerando sus formas de organización, culturas y praxis políticas. La única integración posible es meramente formal (el voto), pero sin capacidad de cambios sustantivos más allá de un reemplazo de rostros o apellidos en los cargos políticos.

Por otra parte, también aparece un Estado y una política que no son capaces de leer las transformaciones internacionales que están ocurriendo en forma acelerada, haciendo que el país pierda relevancia internacional y que sus instituciones operen con lógicas arcaicas e inadecuadas en el nuevo escenario emergente.

También, la incapacidad del Estado para identificar la nueva formación social emergida del neoliberalismo y sus formas de subjetivación hacen que sus respuestas se queden en lo meramente asistencialista, obviando el conflicto de clases en su dimensión material e interpretándolo desde sus aspectos subjetivos, donde tiende a encubrirse por los mecanismos de control, propios de la ingeniería social con los que se gestiona a la población. Fenómenos como la fragmentación de los intereses en parcelas identitarias le otorgan al sistema institucional un nivel de seguridad que, sin resolver los motivos de fondo de las contradicciones, le permiten privatizar el malestar y la capacidad de agencia colectiva.

La crisis política chilena a 50 años del golpe de Estado hunde sus raíces en este mismo acontecimiento, pues las prácticas y modos de organizar la política que hoy están mostrando evidencias de fractura y fracaso, son el resultado de las respuestas de un sistema que eliminó la violencia bruta de la dictadura sin alterar los fundamentos operativos que esa dictadura inauguró.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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