Pese al reconocimiento de la complejidad, en todos lados vemos aquella ansia por la simplicidad: en el vuelco político hacia un populismo que promete blancos y negros, buenos y malos, soluciones rápidas y juicios sumarios; en el vuelco económico hacia producir más de lo mismo cambiándole solo el envoltorio, y en consumir cada vez más con menos calidad o profundidad para no arriesgarse a invertir en una sola cosa que realmente nos satisfaga; y en la creciente mercadización de la ciencia y la educación para hacerse más socialmente relevantes bajo un régimen de capitalismo académico mixto con crecientes regulaciones de los mercados.
Complejidad e incertidumbre. Así podría resumirse el debate público reciente: en todas las esferas de la sociedad, desde la política hasta la economía, desde la ciencia a la educación, la complejidad y la incertidumbre tiñen una reflexión cada vez más difusa sobre la limitada capacidad que tienen nuestros sistemas sociales y la forma en que históricamente se organizan para enfrentar los nuevos retos que se nos deparan.
La política, férreamente anclada a su dinámica de partidos y de divisiones ideológicas entre “derecha” o “izquierda”, se esfuerza para comprender las demandas y posiciones de nuevos grupos y movimientos cada vez más difíciles de alinear con esa estructura, donde la urgencia e ilusión de los cambios que se piden y se prometen se enfrentan con una muy real inercia de las estructuras que tenemos, donde los antiguos problemas, como la seguridad, la salud, el transporte o las pensiones, vuelven a acecharnos, mostrándonos la mala cara de cuestionables decisiones del pasado.
Entretanto, nuevos retos, muchos de los cuales desafían las fronteras nacionales –como inmigración, pandemia, crisis económica, o cambio climático– nos obligan a pensar en soluciones de largo plazo sin información suficiente para tener un cuadro completo. ¿Cómo mantener la participación política si lo que opinamos, pedimos o prometemos parece hacerse nada respecto de la complejidad del mundo? Incertidumbre y desazón se ven entonces entrelazadas.
En las organizaciones económicas, se enfrenta un problema similar, donde la exigencia de cuadrar los balances ya no es suficiente y hay ahora que saber responder a las demandas de un número creciente de stakeholders, con ideas y presiones distintas, donde la estabilidad macroeconómica y políticas ya no están aseguradas, y los gustos de los consumidores se han vuelto tan sofisticados como etéreos y volátiles, donde las regulaciones a cumplir se multiplican, chocando con la exigencia de flexibilidad hacia un mundo en continuo cambio.
En este escenario, ¿cómo convencer a accionistas y empleados, clientes y desarrolladores a seguir invirtiendo sus tiempos y recursos –escasos, se sabe– en algo cuyo valor es tan difícil de determinar? No por casualidad estas organizaciones fluctúan entre modas, cada una de las cuales asegura, por diferentes medios, un horizonte mayor de estabilidad.
De la misma manera, en ciencia, y en educación, enfrentamos la necesidad de reconstruir un balance entre el extremo grado de especialización alcanzado por muchas áreas de conocimientos y profesiones –cada una con su terminología técnica, métodos de trabajo y ámbitos de interés– con la creciente interdependencia entre estas, porque los problemas que se enfrentan tanto a la generación actual como a las futuras requieren cada vez más de una mirada integral e interdisciplinaria que entra en tensión con la forma predominante de organización de nuestras instituciones científicas y educativas.
Sumado a lo anterior, lo que podamos investigar o enseñar se vuelve rápidamente obsoleto frente al avance vertiginoso del saber y de la técnica, y la información que tenemos a disposición supera ya por mucho lo que nuestras mentes son capaces de procesar: ¿para qué estudiar entonces, para qué enseñar, si no sabemos qué necesitaremos saber mañana, si no sabemos a qué retos o desafíos se enfrentarán nuestros egresados?
Complejidad de la sociedad, complejidad del conocimiento, complejidad de los problemas y complejidad de lo que esperamos lograr. La complejidad genera incertidumbre, ya que en la inasequible complejidad del mundo solo podemos saber que no sabemos lo suficiente, y que cada decisión deberá decidir sabiendo que no sabe con certeza en qué medida las medidas propuestas alcanzarán los efectos esperados. Complejidad e incertidumbre que nos llaman a la decisión, a la vez que parecen sugerirnos la futilidad o quizás el peligro intrínseco a esa decisión, y así nos dejan con la sola decisión de sucumbir a la angustia, rendirnos a la apatía, o seguir la seductora invitación de una nostálgica vuelta a la simplicidad que fue –o al menos era considerada antes, convincentemente a nivel general, de esta manera–.
Pese al reconocimiento de la complejidad, en todos lados vemos aquella ansia por la simplicidad: en el vuelco político hacia un populismo que promete blancos y negros, buenos y malos, soluciones rápidas y juicios sumarios; en el vuelco económico hacia producir más de lo mismo cambiándole solo el envoltorio, y en consumir cada vez más con menos calidad o profundidad para no arriesgarse a invertir en una sola cosa que realmente nos satisfaga; y en la creciente mercadización de la ciencia y la educación para hacerse más socialmente relevantes bajo un régimen de capitalismo académico mixto con crecientes regulaciones de los mercados.
De manera quizá transversal, pensamos que tal vez reducir los problemas a términos más básicos garantizará encontrar respuestas más simples, atribuyendo de esta manera la culpa a un solo elemento o, peor aún, a la acción de una sola persona, con la esperanza de que esto calmará la incertidumbre que no sabemos aún cómo procesar.
Por cierto, reforzar los llamados hacia la complejidad puede generar un resultado opuesto: puede significar inmovilización o parálisis frente a un mundo que se percibe demasiado complejo para ser intervenido, (eco)ansiedad frente a la tensión infranqueable entre la presión a actuar y la desconfianza en la capacidad de lograrlo, segregación y exclusión de quienes carecen de los medios para abordar esa complejidad, y progresivo desencantamiento de amplios grupos de la población de participar efectivamente en el espacio político de discusión en temas de interés público.
En este contexto, la estrategia más sensata y efectiva es desarrollar nuevos dispositivos, integrales pero inclusivos, rigurosos pero flexibles, profundos pero utilizables, que acompañen la evolución de los sistemas sociales en respuesta a los desafíos impredecibles que se presentan. No se trata de eliminar la incertidumbre, sino de integrarla en nuestras organizaciones, en nuestra forma de pensar y de estar en conjunto. Ya no se puede contar, si es que alguna vez se pudo asumir realmente, con que las soluciones adecuadas para todos los fines son suficientes. Pero tampoco podemos abandonarnos a renunciar a la acción solo porque ahora nos damos cuenta de que lograr las metas es más difícil de lo que creíamos.
En una época marcada por la complejidad y la incertidumbre, la reflexividad –hoy cada vez más ausente– no es solo una operación intelectual, propia de la academia y lujo de los investigadores, sino un requisito para la mejora de las condiciones de la sociedad.