Tal como en el pasado, el nuevo impulso regulatorio de la desinformación se da en un clima de polarización política y durante un proceso constituyente. A diferencia del pasado, hoy estamos bajo un gobierno democrático y nos enfrentamos a enormes desafíos como consecuencia del desarrollo técnico.
La desinformación comúnmente se describe como un fenómeno contemporáneo que surge en la era digital y que responde al desarrollo y consolidación de las redes sociales y otras plataformas digitales. Esa versión de la historia es incorrecta o, en el mejor de los casos, incompleta.
Las noticias falsas han sido reguladas en Chile desde hace casi 100 años. Lo que es más interesante es que esta regulación ha surgido y reaparecido en periodos de alta inestabilidad política, durante gobiernos de facto y en crisis constitucionales y ha sido diseñada como un instrumento para acallar al adversario político.
El primer hito regulatorio se dio luego del golpe de Estado propinado a Arturo Alessandri Palma, y tras la instalación de una junta de gobierno el 11 de septiembre de 1924. Luego de un periodo de abiertas disputas por el control del poder, pocos días antes del retorno de Alessandri al país y del inicio del proceso que dio forma a la Constitución de 1925, se dicta el Decreto Ley 425. Este decreto deroga la Ley de Prensa de 1873 –que contribuyó decididamente a la expansión de los medios de prensa de la época– y consagra por primera vez el delito de “publicación o reproducción de noticias falsas”.
Poco tiempo después, durante la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo y en medio de los disturbios que lo llevaron a exiliarse a Argentina, aparece el DFL 143 de mayo de 1931. Este decreto contiene lo que sería la primera versión de lo que hoy es el delito de difusión de noticias falsas contenido en la Ley de Seguridad del Estado. Este delito sancionaba la propagación de información falsa destinada a perturbar la seguridad y tranquilidad del país.
Sin duda el hito más relevante se produce con la Constitución de 1980. Allí, con el propósito de resguardar la “vida pública” de las autoridades, se crea una figura que sanciona la imputación de hechos o actos falsos a través de medios de comunicación social y hace extensiva la responsabilidad por la difusión a sus propietarios, editores, directores y administradores. Esta figura es conocida como el delito de difamación y durante la dictadura fue incorporada a la Ley de Prensa de la época.
Recuperada la democracia, muchas de estas figuras fueron derogadas. A pocos días de asumir la Presidencia, Patricio Aylwin despacha al Congreso un proyecto de ley que elimina el delito de difamación de la Ley de Prensa. Su remoción de la Constitución solo se lograría 15 años después, con la reforma constitucional del 2005. Por último, la “nueva” Ley de Prensa del año 2001 termina definitivamente con el delito de difusión de noticias falsas que tuvo su origen en el decreto de 1925.
El proceso constituyente que se inicia el año 2019 trajo consigo un renovado interés por regular la desinformación. Al menos seis proyectos de ley han sido presentados desde entonces para criminalizar la difusión de noticias falsas. El Gobierno, por su parte, creó recientemente una comisión asesora contra la desinformación encargada de aportar los insumos necesarios para la elaboración de una política contra la desinformación.
Tal como en el pasado, el nuevo impulso regulatorio de la desinformación se da en un clima de polarización política y durante un proceso constituyente. A diferencia del pasado, hoy estamos bajo un gobierno democrático y nos enfrentamos a enormes desafíos como consecuencia del desarrollo técnico.
Hoy las tecnologías y las instituciones que utilizamos para comunicarnos e informarnos son controladas por gigantescas compañías que concentran billones de usuarios y que definen las reglas básicas de la comunicación online. A diferencia de los medios tradicionales que tienen el control editorial sobre los contenidos que publican y son responsables por contenidos ilícitos, estas compañías publican contenidos ajenos y son, en general, inmunes por los contenidos ilícitos que en ellas circulan.
Más aún, el escándalo, la mentira y la desinformación son poderosos estímulos para capturar la atención de sus usuarios, la principal mercancía de la esfera digital. Estos factores favorecen la desinformación a una velocidad y una escala jamás alcanzadas en la historia.
Es necesario abordar los desafíos del presente en materia de desinformación si queremos cuidar la democracia. Mirar la experiencia del pasado puede ayudarnos a no cometer los mismos errores. La regulación de la desinformación debe ser un instrumento que contribuya al debate y a la exposición de las más diversas ideas y opiniones y no una herramienta diseñada para acallar las voces disidentes.