Es urgente que la sustentabilidad se haga carne en más y más personas, que se consolide como un nuevo paradigma en el vivir y en el convivir.
“El habitar sería, en cada caso, el fin que persigue todo construir”, decía Heidegger en su famosa exposición Construir, habitar, pensar, realizada en 1951. En esa conferencia el filósofo alemán buscaba reflexionar acerca de los problemas de habitabilidad que generaron los bombardeos que arrasaron con Alemania durante la Segunda Guerra Mundial y, como era común en su pensar, se guio a través de preguntas para llegar al corazón mismo de lo que significa vivir en un determinado lugar.
Hoy enfrentamos un problema parecido, pero en otro contexto: ¿cómo vivir en un mundo cultural que en sus finales se autodestruye como resultado del cambio climático?; una ebullición global, causa y consecuencia de una crisis de sustentabilidad humana, ad portas de un eventual ecocidio heredado de la época moderna globalizada.
¿Cómo conservar la biodiversidad y los ecosistemas para así heredar un mundo sustentable a nuestras hijas e hijos? El corazón de este desafío radica en: ¿cómo habitar un territorio y conservarlo al mismo tiempo? Parece una disyuntiva fácil, pero no lo es. Si la conservación quedara solo en manos de grandes empresarios e inversionistas con vocación por la conservación, sería fácil. Sin embargo, de la mano con el desafío de conservar está el desafío de democratizar o extender la conservación.
Es urgente que la sustentabilidad se haga carne en más y más personas, que se consolide como un nuevo paradigma en el vivir y en el convivir. La atomización de la sociedad ha producido un convivir humano destructivo entre sí y con el medio ambiente. En ese marco, reconstruir el tejido social y crear comunidades es clave, pues, la conservación realizada por una o pocas personas no tiene mucho sentido: hay que organizar una habitabilidad distinta, reconstruir lo social para habitar y conservar un territorio.
Habitar y construir son inseparables, y ha sido justamente nuestra manera de construir, de estar en un lugar, lo que daña ambientalmente; pero no podemos vivir sin construcciones. Para buscar una salida a esta problemática se publicó en octubre de 2022 el documento Guía del habitar sostenible: parcelaciones rurales, elaborado por 13 fundaciones y corporaciones dedicadas a la conservación y la sustentabilidad.
En la introducción a la guía se dice “en los últimos decenios nos hemos dado cuenta de que el impacto de las actividades humanas es enorme, y que la salud de la Tierra se ha tornado muy frágil. Tenemos muchas señales de la necesidad de un cambio profundo. En cuanto al espacio natural, es importante conocer para valorar y regenerar el tejido de la vida que habitamos y sus ecosistemas. En el espacio social necesitamos reconocernos parte de este tejido y recrear relaciones de vecindad y cuidado mutuo”.
Se podría decir que la fragmentación social y la fragmentación de los hábitats van de la mano. Esta última es consecuencia de la primera.
Dentro de las herramientas legales que existen para delimitar normas de convivencia para comunidades conservacionistas está el Derecho Real de Conservación (DRC), Ley 20.930, un gravamen ambiental que permite al dueño de un predio proteger y resguardar sus atributos ambientales. Le da acceso también a establecer reglas, restricciones e indicaciones con fuerza vinculante para las acciones de otras personas en ese territorio.
El DRC se mantiene en el tiempo, aunque cambie el dueño del predio, ya que es un tipo de norma que se asocia al inmueble. Herramientas como el DRC apuntan a conservar y heredar a nuestras hijas e hijos un mundo sustentable. En ese sentido “tocar” de la mano del DRC un ecosistema es mejor, cuando toda la evidencia empírica muestra lo contrario.