El Estado chileno, como principal garante de los derechos humanos de quienes habitan su territorio y de niños y niñas nacidos en su territorio, debiese contribuir a que su emigración se haga de manera segura, respetando su derecho a vivir en familia, entregando información y resguardando, en aquellos casos en que sea posible, que emigren con los documentos necesarios.
Fue entre 2017 y 2018 que la migración haitiana alcanzó notoriedad en nuestro país, y no precisamente por el número de ingresos, sino más bien por la incomodidad que representó el color de piel de quienes llegaban en búsqueda de oportunidades de vida. La migración haitiana comenzó a crecer lentamente después del terremoto del 2010 que azotó a ese país. Y si bien muchos llegaron de manera directa a Chile, otros lo hicieron desde Brasil después de la crisis económica del 2014.
La inserción en Chile fue desde un comienzo una experiencia compleja y dolorosa. El racismo se transformó en una frontera interna que los relegó a los márgenes de la pobreza y a una permanente exclusión social y cultural. El tono del color fue el marcador para trazar la distinción que los separó dentro de los territorios que habitaban, y que habilitó representaciones que profundizaron la exclusión: ilegalidad, delincuencia, informalidad, violencia, entre muchos otros calificativos denostadores.
La implementación de una visa para ingresar al país fue la primera medida política para intentar frenar el ingreso de hombres y mujeres que incomodaban profundamente a una nación que sigue pensándose blanca y homogénea. Luego, el artilugio de las visas de reunificación familiar sirvió para dificultar, si no imposibilitar, que las familias pudieran reunirse en el nuevo destino migratorio. La solicitud de documentos simplemente imposibles de conseguir producto del deterioro institucional y administrativo del Estado haitiano, sirvieron de justificación para denegar derechos tan centrales como el que tienen los niños y niñas a vivir con sus padres.
Más tarde el “plan de retorno humanitario para haitianos”, implementado en 2018, fue una instalación mediática, cubierta de un discurso humanitario, para justificar la necesidad de sacar del país a quienes seguían incomodando. Alternativas había, como por ejemplo diseñar programas de inserción e inclusión real, educar en el antirracismo y avanzar en programas interculturales que pusieran en valor la diversidad y fomentaran el mutuo entendimiento. Pero era más rentable políticamente mandarlos de regreso a Haití.
Y pese a todo, continuaron como pudieron con sus vidas en Chile. Trabajaron en las ferias, en las empresas de limpieza, en la construcción. Con paciencia infinita esperaron a tener sus documentos legales. Formaron familias, tuvieron hijos. Niños y niñas chilenos y chilenas.
Sin embargo, los estragos de la pandemia evidenciaron que las dificultades económicas se padecen más fuerte cuando se pertenece a grupos excluidos y discriminados. La falta de oportunidades, la pérdida de trabajo, la dificultad para salir de la marginalidad, pese al esfuerzo permanente, hicieron repensar el proyecto migratorio en Chile.
La atracción que ejerce Estados Unidos hizo lo suyo. Miles de familias haitianas tomaron la decisión de iniciar un nuevo proyecto migratorio, pero para eso era necesario llegar cerca de la frontera con el país del norte y saber esperar la oportunidad para cruzar al otro lado del cada vez más grande muro fronterizo.
Familias completas comenzaron a viajar cruzando frontera tras frontera, con la esperanza de una nueva oportunidad de vida. Las organizaciones sociales que están intentando ayudar a quienes cruzan por la selva del Darién dan cuenta de miles de niños y niñas chilenos y chilenas que llegan a este lugar, y muchos se concentran en las ciudades fronterizas de México.
¿Qué pasaría si esos niños y niñas chilenos no tuviesen un color de piel oscura? ¿Sería la misma indiferencia con que la sociedad chilena enfrenta esta situación, si fuesen hijos de chilenos no migrantes?
La situación que enfrentan los más de 16 mil niños y niñas que han cruzado la selva del Darién, el paso más peligroso de camino al país del norte, tiene múltiples aristas. Por una parte, nos habla de una integración fallida en Chile, tanto para los adultos como para los niños y niñas. La discriminación, el racismo y una mirada adultocéntrica que no considera el derecho de niños y niñas a vivir en familia, imposibilitaron una inclusión real y los mantuvo en una situación de exclusión constante: nada se avanza si no se apuesta por la regularización migratoria del grupo familiar. Por otra parte, se trata de niños y niñas que podrían emigrar de manera regular, esto es, con sus documentos de viaje, pero la situación migratoria de sus padres probablemente dificulta este camino.
El Estado chileno, como principal garante de los derechos humanos de quienes habitan su territorio y de niños y niñas nacidos en su territorio, debiese contribuir a que su emigración se haga de manera segura, respetando su derecho a vivir en familia, entregando información y resguardando, en aquellos casos en que sea posible, que emigren con los documentos necesarios.
Las actuales movilidades humanas muestran que se trata de procesos migratorios que se producen en distintas direcciones (salidas, ingresos, retornos) y producto de diversas causas (económicas, políticas, violencias, entre otras). En este contexto el Estado debe redoblar sus esfuerzos por dar protección a la población chilena, así como a la población extranjera residente. Los niños y niñas haitianos pertenecen al primer grupo, pero siguen siendo considerados como extranjeros indeseados.