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La Constitución del abuso Opinión

La Constitución del abuso

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Sobre el impacto de las garantías establecidas para los procedimientos administrativos sancionatorios en el proyecto constitucional.


Es indudable que los ciudadanos gozan de derechos que pueden hacer valer frente al Estado. Ante la imposición de sanciones de diversa índole, el derecho prevé resguardos que adquieren la forma de garantías. Sin embargo, estos derechos se moldean de conformidad al terreno jurídico en que operan. Las garantías jurídicas generales son sensibles a las particularidades de cada ámbito del derecho, adquiriendo formas e intensidades diversas. 

Uno de los ámbitos en que más se ha debatido la conformación de las garantías jurídicas es en la imposición de sanciones administrativas. Una corriente doctrinal con significativa influencia jurídica y política ha promovido una respuesta aparentemente intuitiva:  la idea de que a  las sanciones administrativas se les debe extender el régimen de las garantías del derecho penal. Fundamentan este argumento en la presunta idéntica naturaleza de ambos regímenes: sanciones administrativas y penales derivarían del mismo ius puniendi (literalmente “derecho a sancionar”) estatal. 

Una postura de esta naturaleza tiene consecuencias importantes, algunas de ellas fáciles de intuir. Las  garantías penales tienden a dificultar la aplicación de sanciones, al someterla a límites procesales y sustantivos exigentes. El problema es que las sanciones penales —por buenas razones— están concebidas como retribuciones excepcionales, de ultima ratio, por lo que la extensión de su régimen jurídico a las sanciones administrativas tiende a extrapolar idéntica excepcionalidad a estas últimas.  Sin embargo, como ha señalado persistentemente la dogmática jurídica más sofisticada, el contexto de imposición de sanciones administrativas, sobre todo de sanciones regulatorias (que se imponen a agentes de mercado que incurren en ilegalidades), es muy diferente al que caracteriza al derecho penal. No están en juego en tal contexto la afectación de derechos fundamentales ni remotamente comparables a la libertad personal que comprometen las medidas privativas de libertad. Asimismo, su finalidad es muy distinta (prevenir abusos de mercado), y los sujetos involucrados tienden también a divergir. 

Estas diferencias dan cuenta de una importante repercusión social: mientras las garantías penales operan protegiendo a ciudadanos comunes y corrientes del poder punitivo —eventualmente abusivo— del Estado, en el marco sancionatorio administrativo su efecto parece más bien ser el contrario; al protegerse primordialmente a empresas que incurren en abusos, es el ciudadano común quien queda desamparado.  

Pues bien, algunas reglas del proyecto de Constitución parecen respaldar esta problemática posición. Así, una de sus normas señala que las competencias sancionatorias de la administración solo pueden ejercerse ante “conductas determinadas en su núcleo esencial por la ley, y cuya comisión haya sido evitable para el supuesto infractor”. 

La regla, aunque no se vincula explícitamente con el derecho penal, alude indudablemente a garantías penales clásicas, que serían, por expreso mandato constitucional, aplicables al derecho administrativo sancionador. Por un lado, al decir que las conductas deben ser “determinadas en su núcleo esencial por la ley”, parecería consagrarse implícitamente el principio de tipicidad penal. Por otro lado, al afirmar que las conductas deben ser unas “cuya comisión haya sido evitable para el supuesto infractor”, el proyecto parecería consagrar el principio de culpabilidad penal, nuevamente, sin decirlo expresamente. Examinaremos a continuación cada uno de esos puntos.

En primer lugar, la norma constitucional dispone que las sanciones “solo pueden aplicarse a comportamientos específicamente definidos por la ley en su “núcleo esencial”. Esta fraseología es plenamente coincidente con la concepción del principio de tipicidad que suele sostener el derecho penal.  Su consagración constitucional en el marco del derecho administrativo, ya intentada en sentencias del Tribunal Constitucional, no haría sino extenderle una la lógica concebida para el derecho penal que no atiende a las particularidades del derecho administrativo. En concreto, una lectura amplia (completamente posible) del concepto “núcleo esencial” podría conceder al juez constitucional un papel significativo en la delimitación del régimen sancionador, limitando así la posibilidad de que se sancione por infracción de normas emanadas de la administración (como los reglamentos). Esta situación genera problemas preocupantes, especialmente en sectores que requieren una regulación dinámica y adaptativa, la cual, con frecuencia, solo puede ser desarrollada de manera competente por organismos administrativos especializados. Este desafío interpretativo se intensifica en el marco del contexto normativo que provee el texto constitucional: el proyecto de nueva constitución contiene disposiciones que podrían inducir a interpretaciones aún más extensivas, al limitar severamente el alcance normativo de los reglamentos (un aspecto que uno de nosotros ha analizado en profundidad previamente). Esta fórmula, a fin de cuentas, parece ser antes que nada una combinación de palabras cuyo sonido gusta a los abogados, pero que no logra sino crear incertidumbre.

La segunda regla relevante prevé, como condición para la aplicación de sanciones administrativas, que la infracción “haya sido evitable para el supuesto infractor”. Esta formulación se relaciona con el principio de culpabilidad y puede acarrear varias consecuencias. 

Ante todo, lo que dicha norma innegablemente hace es proscribir la imposición de sanciones bajo un régimen de lo que se denomina “responsabilidad estricta”; es decir impide que se sancione a alguien por tan solo haber hecho algo, pues siempre se tiene que probar que esta persona tenía algún grado de control sobre lo que hacía. La petrificación de este criterio es discutible: podría haber casos calificadísimos en que sí valiera la pena sancionar sin más a quien quebranta una norma (por ejemplo, ante el derrame de hidrocarburos en el mar). En dichas situaciones podría bien valer la pena incrementar los incentivos al cumplimiento por la vía de hacer siempre responsable a quien cause dicha situación, más allá de su capacidad de evitación. 

Pero esta norma va más allá. También se presta para que aplique otra institución del derecho penal: el error de prohibición invencible, consecuencia típica del principio de culpabilidad penal. Dicha institución busca evitar que se sancione a quien excusablemente no tenía conocimiento de que lo que estaba haciendo era ilícito; por ejemplo, el caso de una persona recién llegada a Chile que no sabe que es ilícito beber alcohol en la vía pública. El derecho penal ha considerado que eximir a tal persona de sanción a veces es justificable: la pena busca dirigir un reproche individualizado, y por tanto es razonable que solo se castigue a las personas que sabían o debían saber que lo que hacían era ilegal.

Pero no parece igualmente razonable que esta misma institución aplique indiscriminadamente cuando se trata de infracciones administrativas, sobre todo en el marco de mercados regulados. ¿Estamos dispuestos a permitir que un agente económico, que participa activamente en un mercado, alegue su ignorancia de la ley como una causal de exculpación? Esta posibilidad debe descartarse. Los actores económicos disponen de recursos suficientes para conocer el entorno regulatorio en el que operan, así como para discernir la legalidad de sus acciones. La consagración del error de prohibición invencible podría mermar estos incentivos. Aquello, pues si siempre irán a ser sancionados, sepan o no que su acción es ilícita, entonces más les vale estudiar constantemente la normativa.

Así las cosas, aunque en apariencia garantista, la norma constitucional bajo análisis abre las puertas a un escenario preocupante donde las garantías penales se extrapolan al ámbito administrativo sin un análisis detenido de sus implicancias y sin una distinción clara de los diferentes objetivos que persigue cada régimen sancionador. Dicha generalización normativa corre el riesgo de paralizar la acción administrativa en materias donde la agilidad y especificidad son claves para la prevención y sanción de conductas que afectan el interés público, especialmente en contextos de regulación de mercados. La crítica se agudiza al considerar que la inclusión de principios propios del derecho penal en el ámbito administrativo sancionador podría dotar de una armadura excesiva a entidades que, al operar en el mercado, ya gozan de recursos y conocimientos para navegar en aguas regulatorias. Esto no solo limita indebidamente la capacidad del Estado para sancionar abusos económicos, sino que también transmite un mensaje equívoco: que las garantías constitucionales sirven para proteger a actores poderosos a expensas de los consumidores y ciudadanos. La vaguedad con la que se redactan estas normas no hace sino amplificar el peligro de su interpretación amplia, poniendo en jaque el equilibrio necesario entre la protección contra el abuso de poder y la eficacia administrativa en la protección de bienes jurídicos colectivos.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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