En Chile hace rato que hay señales y no hubo reacción. Durante años las bandas criminales fueron tomando el control territorial de las zonas periféricas de las ciudades y ahora en muchas de esas zonas las poblaciones están dominadas por su autoridad.
Es impactante ver como el crimen organizado, entre cuyas actividades de base se suele encontrar el narcotráfico, además de una multiplicidad de otros ilícitos, como la trata de personas, la extorsión, el secuestro, el contrabando y el lavado de activos, se ha extendido por el mundo. Prácticamente no hay país que se salve del problema. El deterioro en la gobernanza mundial y el debilitamiento de los aparatos estatales han acarreado un auge de la criminalidad. Las organizaciones delictivas han demostrado ser tremendamente adaptables, constituyéndose en consorcios que combinan las características de un holding empresarial con las de un actor político, navegando con total comodidad en el complejo entorno político y económico mundial.
Mientras menos cooperan los estados entre sí más lo hacen estas bandas, o al menos aprovechan el vacío que deja el retiro estatal para copar esos espacios, llegando hasta a asumir su rol, con control territorial y administración de servicios que le son propios como justicia y seguridad, entre otros. En algunos casos las organizaciones criminales han cooptado parcialmente a la administración estatal o derechamente se han fundido con el Estado, en lo que constituye lo que denominamos narco estados.
Lo que hasta no hace mucho eran mayoritariamente bandas locales que operaban a escala doméstica y en forma relativamente discreta, han asumido una escala multinacional, ya sea por alianzas o derechamente por haber sido fagocitadas por organizaciones mayores, provenientes de otros países o latitudes. El bajo perfil ha dado lugar a una deliberada visibilidad, con actuaciones cada vez más violentas y sádicas (ejecuciones en la vía pública, descuartizamientos, etc.), que reflejan una sensación de impunidad y el nivel que está alcanzando su poder.
Por eso, la posibilidad de combatir exitosamente a estas agrupaciones solo pasa por la cooperación internacional. No hay otra vía.
El empoderamiento del crimen organizado no solo amenaza la seguridad y vida de las personas. También pone en riesgo al Estado de Derecho y al sistema democrático. Esto ya sea por la vía del uso de la fuerza o su amenaza (dirigida normalmente contra agentes de la justicia y la prensa), como por su efecto corruptor (coimas a funcionarios públicos, financiamiento de campañas políticas, etc.).
El problema común es que la mayoría de los países ignora las señales que va dejando el auge del fenómeno, y cuando trata de reaccionar, si es que logra hacerse, puede ser muy tarde o deberá pagarse un muy alto precio en vidas humanas. Es cosa de ver lo que ha pasado en México y Colombia. El segundo país logró vencer a los carteles de Medellín y Cali porque los principales actores del Estado y de la sociedad se alinearon en ese propósito y porque tuvieron el decidido apoyo de Estados Unidos, con inteligencia y cuantiosos recursos, pero fue una cruenta guerra con muchas víctimas.
En Chile hace rato que hay señales y no hubo reacción. Durante años las bandas criminales fueron tomando el control territorial de las zonas periféricas de las ciudades y ahora en muchas de esas zonas las poblaciones están dominadas por su autoridad y el Estado solo se hace presente en lo que se le permite (normalmente salud y educación) o cuando irrumpe con el auxilio de la fuerza pública, lo que evidentemente es esporádico y transitorio.
Con ocasión del denominado “estallido social” quedó en evidencia la penetración de estos grupos que fueron funcionales a la violencia que se desató, incluyendo ataques sistemáticos a las comisarías y otras agencias estatales.
La inmigración descontrolada de los últimos años bajo la cual se han amparado peligrosos delincuentes no solo ha introducido a nuevas bandas en Chile, también nuevas técnicas criminales y una inusitada ferocidad en sus delitos, lo que se ha apreciado en el aumento de los homicidios, así como de los secuestros.
La clase política parece estar entendiendo el peligro que esto entraña para el Estado de Derecho, aunque falta que esto se traduzca en un alineamiento total y efectivo del Estado y de la sociedad para luchar contra el fenómeno.
Para resolver un problema, un primer paso es tener conciencia de él y examinar la experiencia de otros países. En el caso chileno evidentemente la inclinación es a mirar lo que ocurre en nuestro vecindario, pero no estaría mal mirar otras realidades considerando que se trata de un problema global, que no distingue según el nivel de desarrollo.
En mi opinión vale la pena examinar el caso holandés. Países Bajos lamentablemente se ha convertido en un productor mundial de droga sintética, especialmente de éxtasis, que se exporta a todo el mundo (en Chile las incautaciones de esta droga han crecido exponencialmente). Se estima que estas ventas superan los USD20 billones al año. Además de ser un importante productor, Países Bajos se ha convertido en un centro de distribución europeo de drogas, como la cocaína. El ingreso y salida de la droga se hace principalmente por los puertos de Rotterdam y Amberes, ambos los principales del continente.
¿Cómo es posible que un país que está en el corazón de la Unión Europea se haya convertido en un gran productor, exportador y distribuidor de drogas? Parte de la respuesta parece tener origen en la actitud oficial frente al consumo de drogas y la aceptación o tolerancia social del mismo.
En los años ’70, el gobierno holandés adoptó la decisión de separar las drogas, según su nivel de adicción. Mientras legalizó el consumo de drogas “blandas” como la marihuana y el hachís, mantuvo la ilicitud de drogas como la cocaína y la heroína. En lo inmediato esto dio lugar a los coffee shops, locales en Amsterdam principalmente, donde las personas podían consumir estas drogas como quien toma café. Esto generó todo un turismo de drogas y varias consecuencias que tienen ramificaciones hasta hoy.
En primer lugar, se extendió el concepto de que estas drogas no eran adictivas ni mayormente dañinas, por lo que se aceptó su consumo social. Este mismo concepto ha sido recogido décadas después, partiendo por despenalizar el consumo, hasta legalizar el cultivo y la venta regulada (Uruguay, Estados Unidos, Canadá y una cohorte creciente de países).
Si bien en la época estos estupefacientes podían ser efectivamente menos dañinos, rápidamente eso cambió. Un “pito” que en los ’70 podía tener en promedio 10 mg de THC, hoy puede llegar a 150 mg. Así que la inocuidad desapareció, y hace bastante rato.
Otro problema que no se previó, fue el suministro de la droga a los coffee shops. Si se pensaba que se iban a nutrir de pequeñas producciones artesanales, esto pronto derivó en cultivos industriales que, oh sorpresa, fueron manejados por bandas. Esto escaló y, con los recursos que fueron generando, estas bandas decidieron ampliar sus negocios, mejorando sus márgenes y diversificándose. Esto significó importar cocaína y heroína e incursionar en otras áreas, como el lavado de activos.
Así entonces, una decisión de política pública que pudo tener cierta justificación en aquellos años, pero que no se revisó, fue la génesis de un desarrollo criminal que hoy tiene a dicho país en el mapa de la droga, como productor y distribuidor. Esto quizá no hubiera sido posible sin la aceptación social que derivó de esa política pública y que está ahora muy asentada. Tanto así que ha irradiado a la institucionalidad e incluso a las condenas en materia de tráfico de sustancias ilícitas, siendo mucho más benignas que en otros países.
A tanto llegó esta abulia, que recién en la década pasada se conformó una unidad antinarcóticos en los Países Bajos, producto fundamentalmente del aumento de la violencia. Hoy existe una mafia muy poderosa que incluso ha amenazado a la familia real y ha matado a abogados y periodistas, en hechos de gran repercusión nacional. Porque claro, mientras más poder económico adquieren estos grupos, más está en juego y por eso no trepidan en usar la violencia contra cualquiera que amenace sus bienes (y por eso ir tras sus bienes se ha convertido en la mejor receta para desarticularlos).
Lo que quisiera rescatar del caso holandés es la influencia del comportamiento social como inhibidor de la persecución criminal. Si a un alto porcentaje de la población le parece normal consumir drogas, o al menos ciertas drogas, eso va a repercutir en la forma en que se aborda el tráfico. Y si este no se persigue como corresponde, ya sea porque no se le asigna prioridad social o porque la legislación inhibe la capacidad estatal, entonces va a aumentar porque el negocio siempre será bueno. Y desde el tráfico se van a sumar otras actividades ilícitas.
Incluso en los países en que el consumo y la producción de marihuana están legalizados, no parece que haya disminuido la producción ilegal y su tráfico, por la sencilla razón de que el negocio es muy rentable y casi por definición escalable.
Para concluir: como parecen demostrarlo los casos de Colombia y Países Bajos, no basta con tener al Estado totalmente coordinado tras un mismo propósito. Se requiere de la colaboración con otros estados para asumir el desafío coordinadamente y, por último, pero no menos importante, se requiere del apoyo de la población. La lucha contra el narcotráfico debe apoyarse para su éxito en la legitimidad social. Esto implica un activo rol de la sociedad civil y del Estado, abordando mútiples dimensiones como la cultura, el deporte, el urbanismo y la salud para develar lo que verdaderamente es este problema: una lacra.