Para ellos el mundo está envilecido, el orden civilizacional es injusto, sus colegas políticos son insensatos; pero no ellos ni sus propios ideales políticos, ni sus declaraciones ni sus conductas.
Han transcurrido casi dos años desde que el Frente Amplio asumió funciones gubernamentales. Desde hace algunos meses existe un diagnóstico compartido sobre algunas características actitudinales de sus dirigentes, especialmente de los que tienen mayor visibilidad en los medios de comunicación. Puesto que se trata de una generalización, y no de una totalización, existen excepciones. ¿Cuáles serían, a grandes rasgos, esas actitudes?
Se sienten poseedores de una moral superior. Ella los habilita no solo para actuar de manera diferente, sino que también para juzgar el comportamiento de los demás con escasas probabilidades de que estos últimos puedan salir bien evaluados si se les aplica su escala de valores. En virtud de ella se interpretan a sí mismos como seres impolutos y remarcan en exceso las culpas o desaciertos de los demás, para los cuales no existe perdón ni compasión.
Evalúan el mundo con una pauta normativa altísima que aplican a todos los actores políticos, excepto a sí mismos; dicho de manera coloquial: ven la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio. Por cierto, en ellos se advierte una completa ausencia de atisbos de vergüenza y de autocrítica, debido a lo cual no se sienten responsables –menos aún culpables– de sus desatinos. No en vano adoptan una actitud distante frente al mundo –que se trasluce en una sonrisa seráfica o bien en una mirada de Cristo crucificado– cuando son sorprendidos en las prácticas que ellos mismos condenan de manera tan enfática.
Sobredimensionan los males que existen en el mundo y ellos se arrogan la misión de erradicarlos sin atender a consideraciones de prudencia política. Es como si necesitaran remarcar el mal para exaltar su condición de buenos. Para ellos el mundo está envilecido, el orden civilizacional es injusto, sus colegas políticos son insensatos; pero no ellos ni sus propios ideales políticos, ni sus declaraciones ni sus conductas.
El mínimo común denominador que subyace en las referidas actitudes es el hipermoralismo. Este, lejos de enaltecer la función pública, la desprestigia al evaluarla con parámetros utópicos. Y, lo que es más grave, cuando los ciudadanos constatan que los jóvenes idealistas incurren en vicios similares a los que prometían erradicar, sobreviene el desencanto con la política, se debilita la respetabilidad de las instituciones y se acentúa la desconfianza. Así, el hipermoralismo al ser defraudado por sus propios abanderados contribuye a agravar aún más la crisis política.
Pero ellos parecen no advertirlo. De hecho, siguen insistiendo en sus retóricas buenistas. Así, a poco andar, no tardan en devenir en impostores e incluso, por momentos, en comediantes, en personas –o personajes– con semblante de muñecos de cera. Es la antesala de la política del espectáculo. O, por lo menos, de un culebrón –fáctico– con su dosis de victimismo, quiebres sentimentales, filtraciones de audio y líos financieros.
Se dirá que los supuestos regeneradores de la política son jóvenes altruistas que endulzan la vida del prójimo (qué bueno que sean idealistas, pero que lo sean con la vida propia, no con las ajenas) y que traen la felicidad al mundo. Otros dirán que su mentalidad es propia de la generación del nuevo milenio y que su inocencia (inocencia no exenta de soberbia paradójicamente) cambiará al mundo. Quizás sea así.
Con todo, se trata de algo novedoso, pero no de algo nuevo. Tal mentalidad ya tuvo su protagonismo y sus consecuencias no fueron felices en épocas anteriores. Ella causa mucho daño al igual que, en nuestros días, el buenismo. Sobre ella existen dos interesantes estudios que ayudan a comprender avant la lettre, de manera analógica, la mentalidad frenteamplista. Uno de ellos es La revolución de los santos, del politólogo Michael Walzer (Katz, Buenos Aires, 2008), y el otro es La nueva ciencia de la política, del politólogo Eric Voegelin (Katz, Buenos Aires, 2006).
Ambos dedican unas esclarecedoras páginas al análisis del puritanismo en política. Walzer lo llama radicalismo político; Voegelin, gnosticismo político. Es un tipo de mentalidad que debutó a mediados del siglo XVII. Es verdad que ella se extingue, pero al igual que las epidemias vuelve cada cierto tiempo. De hecho, así ha sido. Y brota en cualquier segmento del espectro político, no solo en la izquierda, como bien lo sabemos por la experiencia del siglo XX.