El proyecto que debemos votar, torcido hasta el dolor a partir del propuesto por la Comisión Experta, nos quiere señalar eso con ahínco y que, si no nos gusta, bien podemos conformarnos con lo que muchos deseábamos cambiar desde el principio.
Era “Una para todos”. Era también “Una que nos una”, pero salió “Una para Luis”. ¿Hecha con amor? Sí, probablemente para quienes amen ese tipo de amor. Yo estoy lejos de dejarme querer.
Si tuviera que dibujar con forma humana el proyecto de Constitución presentado recién, me saldría esto: es un hombre, es “blanco”, es profundamente conservador y católico y es de la zona central de Chile. En suma, dibujaría al consejero Luis Silva.
Pero esta no es una opinión sobre él, y pido se me excuse la imagen usada. No quiero escribir solo un eslogan, un meme o una frase astuta, que no sea apta para comunicar aptamente lo muy poco de “Constitución que nos une” que tiene el texto.
La definición más plana nos dice que una Constitución es esto: un límite al poder, una organización del poder y una distribución del poder, todo por medio de frenos, contrapesos y balances (entre ellos, el más importante: el estatuto de los derechos de las personas). Pero las constituciones valen también como símbolos de un pacto primigenio, es decir, de EL acuerdo que permite a toda una comunidad de personas cimentar sobre ella las reglas de su convivencia. A toda. No son, entonces, un programa de gobierno, ni la cristalización de ciertas preferencias. No son, tampoco, una manera de viabilizar in sécula seculórum ciertas políticas públicas, para restarlas de la deliberación. No persiguen, en fin, por sí solas, la realización absoluta de una única idea de mundo, cualquiera esta sea (por mucho que ciertas constituciones sí transpiren algunas inclinaciones filosóficas). El proyecto, lamentablemente, es todo aquello, pero sobre todo esto último.
Los nietos devoraron al abuelo, o el mito de Cronos, pero al revés. Ese sería un buen título para futuros libros de historia que interpretaran lo que pasó en el torbellino en el que se zambulló el Consejo Constitucional. El proyecto personal de Jaime Guzmán que –con algún matiz, hay que decirlo– quedó plasmado en la Constitución del 80 original, avanzó ahora a su plenitud sumando además nuevos elementos que ni el mismo Guzmán soñó en concretar a tamaña magnitud normativa. Es la fosilización de las inclinaciones y creencias de una muy tremenda minoría.
Que no se me malentienda, las inclinaciones y creencias de una minoría son tan válidas de sostenerse como las de cualquier segmento, identitario o no, de la sociedad. El problema está en escribirlas en piedra y exigir a todo humano bajo el sol, no solo aceptarlas, sino que coordinar la mayoría de sus experiencias de vida a su son. El asunto es que el texto les habla a todos (lo que debería aplaudirse) pero desde el prisma único y excluyente, en el que no cabe alteridad alguna. Y esa mirada es una que profesa un miedo muy grande al otro, a la deliberación y a cualquier noción de un país “compartido” con personas distintas. El texto es casi explícito en todo ello, es un texto para los “buenos chilenos”.
Las dificultades del proyecto entregado ni siquiera están demasiado escondidas o necesitan de un exégeta preparado para detectarlas (no tienen el esmero del escondite), están ahí, desnudas bajo el sol, para quien quiera leerlas. Pasemos a revisar.
He dejado fuera del examen que viene a continuación, muchos errores de la propuesta que dan para otra columna, pero que, sin embargo, es necesario mencionar: la sobrecarga de organismos y entidades creadas que tienen como fin quitar poder de deliberación al Congreso y a la iniciativa legal del Presidente (ejemplo, Consejo Evaluador de Políticas Públicas); aquel que busca restar autonomía al Poder Judicial (órgano de nombramiento de jueces); el “acto terrorista” –sin mayor definición– como fundamento para el estado de sitio; la facultad interventora ex ante del Tribunal Constitucional en el proceso de creación de las leyes; los gustitos identitarios (“…La ley protege la vida de quien esté por nacer”; el deber de honrar la “identidad de ser chileno” como si fuera una sola); la paridad ignorada; y aquella gran fábula de las contribuciones (spoiler: beneficia solo a las viviendas no exentas del impuesto, que son las que valen más de 60 millones, o sea, los inmuebles más caros, de las comunas más caras).
Por no abarcar mucho y apretar algo, me enfocaré en algunos otros de los errores de la propuesta, y partiré por el más importante y que permea todo el texto: el que este, con su cuórum de tres quintos, es, en la práctica, irreformable (todo queda “atado, y bien atado” en palabras de aquel demócrata Francisco Franco). Pocas veces en la reciente historia política de Chile se han alcanzado acuerdos de enmienda tan supramayoritarios, y todas ellas han respondido a la derogación de instituciones demasiado malolientes como para conservarlas. No tengo fe en que en un futuro alguna de las que propone el texto alcance, para quienes tengan el poder de cambiarlas, un grado de antipatía suficiente como para su modificación.
Pero continuemos. El proyecto declara ufano que Chile es un Estado “social y democrático de Derecho”, una revelación que sin duda sería un genuino avance, y uno de las pocas manifestaciones de un acuerdo alcanzado en común y para el común. Sin embargo, a lo largo del texto este anhelo se va desbaratando por varias reglas y declaraciones que simplemente lo dejan carente de contenido y sentido.
Así, el “principio de responsabilidad fiscal” al que se sujeta el Estado social, si bien es correcto en su planteamiento, es la excusa de manual para justamente denegar o ralentizar el desarrollo de los derechos sociales. ¿Por qué hubo de constitucionalizarse esa idea, si no es para poder suprimir la del desarrollo de esos derechos, con la misma Constitución en mano?
Debo reiterar que no discuto la responsabilidad fiscal, elemento que debe estar presente en la discusión de toda política pública, sino su constitucionalización como estratagema para rechazar la idea misma de “Estado social”.
En la misma norma en la que se estatuye la responsabilidad fiscal, se menciona que la implementación del Estado social se realiza “a través de instituciones estatales y privadas”. Entiendo y comparto que al mercado le cabe un papel sustancial en la mediación de importantes relaciones entre los individuos –no se puede ni se debe negar esto–, pero la mención al logro del objetivo esencial del Estado (el “desarrollo progresivo de los derechos”) también por el mercado, además posibilitar para siempre la mercantilización de esos derechos (con la conocida injusticia que ello conlleva), bien puede vedar el papel del mismo Estado para cumplir con su razón de ser. Es nada más ni nada menos que la institucionalización explícita y a nivel de Norma Suprema, de ese Estado subsidiario que es tan reprobado por los chilenos.
Sigamos, el derecho a la libertad de pensamiento contiene la objeción de conciencia. Así, sin apellido, o sea, aquella que es tanto personal como podría ser institucional. Además de la equivocación conceptual que plantea la aptitud de tener una “conciencia” de las instituciones (los motivos y las creencias de sus fundadores u organizadores no son “conciencia”), surge nuevamente la sospecha de su elevación a rango constitucional. Aunque la misma norma entrega a la ley su regulación, el daño ya está hecho: por mandato constitucional la objeción de conciencia institucional no podrá ignorarse. ¿Y en qué incide esto? En que las instituciones (piénsese, farmacias, colegios e incluso tiendas) escudadas en la “conciencia” que pretendan poseer sus organizadores, podrían, en lo sucesivo, desatender las legítimas necesidades de quienes las requieran, lo que no podrá considerarse como arbitrario.
El texto remite varias veces al permiso para la discriminación, mientras no sea “arbitraria” (véase el derecho a la educación, por ejemplo), y superficialmente no hay nada preocupante en ello, sin embargo, la “conciencia” institucional desfonda inmediatamente lo que pueda haber de “arbitrario” en un trato preferente o en una denegación de derechos o servicios. ¿Qué mejor fundamento puede existir, para efectuar diferenciaciones arbitrarias entre dos personas, que basarlas en que así lo dictan los valores personales, que son traspasados –vía autorización constitucional– a la institución que las efectúa?
Cabría la pregunta: ¿y estas entidades acaso no pueden discriminar por creencias? El hecho cierto de nuestra vida gregaria sugiere que no, que para el éxito de la comunidad toda en la que vivimos, una dosis apropiada de trato igualitario es necesaria y exigible.
Colgándose de la idea anterior, se nos propone una educación financiada por el Estado, pero que, por si las dudas, tiene la facultad de determinar a quiénes se enseña en los colegios. El financiamiento obligatorio por parte del Estado, que se escribe con la mano en el inciso primero del apartado del derecho a la educación, y que, entendido llanamente es garantía de neutralidad moral y religiosa por los establecimientos educacionales, se borra con el codo a continuación cuando se dispone que “En ningún caso dicha asignación (de recursos estatales) podrá condicionar la libertad de enseñanza”. En simple: no puede exigirse la neutralidad moral y religiosa (esto, es, la prohibición de discriminación por esos motivos) como contraparte de la entrega de recursos estatales. En más simple: aun quienes discriminen por razones morales, religiosas u otras, tienen todo el derecho de seguir haciéndolo, pidiendo y recibiendo fondos del Estado.
¿Y esto qué tiene de malo? Que en el núcleo de un derecho tan elemental como lo es la educación está el hecho de que no puede escogerse a quién se enseña, y la razón para mantener esta apertura, es la formación de personas que se perciben en un plano de semejanza mutua y como tales pueden acordar horizontes comunes de convivencia, lo que debería pesar más que los motivos identitarios por los cuales diferenciar. Con los fondos de todos los chilenos, pareciera que debe preferirse, nuevamente, un trato igualitario antes que uno que permita tales diferencias.
El proyecto manifiesta una preocupación muy grande por evitar el tratamiento de los adolescentes y de los niños como tales, ambos como sujetos y no objetos de derechos. Para la propuesta, los seres humanos son niños hasta los 18 años. Aparejado a lo anterior, se otorga un control sin matices al rol-autoridad paterna. Resalto “sin matices”, pues aunque existe acuerdo universal en la preeminencia de la competencia de la familia nuclear sobre la formación y el desarrollo de los niños y adolescentes, un modelo de dominio total de esta sobre aquellos ha sido ampliamente superado por la historia y las ciencias sociales, y, a la zaga, por el Derecho.
El control parental sí tiene y debe de ser matizado y mediado por el desarrollo personal de los niños y jóvenes, es decir, las etapas de implementación de la propia entidad y, con ella, los espacios de autonomía que conlleva. En tal sentido, los seres humanos son sujetos de derechos en un ámbito que se va ampliando (“progresión en el desarrollo de los derechos”) desde la niñez hasta la adultez. El rol de la familia es –efectivamente– de formación y control, pero también de cuidado y protección de la debida adquisición de la propia autonomía.
El texto quisiera dejar asentado ese imperio total de la familia sin ningún tipo de injerencia externa, pero compete también a la comunidad la apropiada formación de los que la componen, pues ellos actuarán también en la vida social. ¿Qué hacemos si una familia, dentro de su infranqueable esfera de autoridad, pretende educar hasta la adultez a sus miembros en la creencia de que la esclavitud puede justificarse, o de que –en fin– hay, entre las personas, seres humanos, semihumanos y no humanos? El texto es claro: nada.
Respecto de la protección del medio ambiente, ámbito que debería ser de preocupación capital a nivel normativo, el texto es –con generosidad– ambiguo. La protección del medio ambiente en la propuesta no alcanza a ser una obligación por sí misma, pues está expresamente supeditada al “desarrollo”. Toda acción o medida de protección del medio ambiente encuentra en el texto propuesto un límite claro: no valdrán si es que ponen en jaque el “desarrollo”, y este no es un concepto que se exprese, o del que se sospeche que tenga en cuenta al medio ambiente como un aspecto a ser considerado. Si el pasado es prólogo, la idea de “desarrollo” que se tuvo a la mano en la redacción de la propuesta, es mucho más una de provecho total por sobre el ambiente –en aras de la ganancia económica– que la de su amparo.
Decidor al respecto es el hecho de que el recurso de protección (o su equivalente constitucional), en este aspecto se acota –en cuanto a su sujeto activo– a que este pueda ser identificado, esto es, debe poder imputarse indubitadamente la responsabilidad a un “alguien” por acciones u omisiones ilegales o arbitrarias que dañen el derecho al medio ambiente. Pero resulta que las amenazas o daños que en este ámbito de producen a veces tardan tiempo en manifestarse, y lo hacen cuando ese “alguien culpable” ya no está a la mano para hacerlo responsable. Evidentemente, esta redacción impide además que sea el Estado –en último caso, y como garante del derecho– el que responda. Una oportunidad penamente perdida y discordante, en estos temas, con la urgencia de estos tiempos.
En cuanto al Derecho Internacional, se plantea una mutilación del entramado de obligaciones internacionales, que –era que no– está destinada a cohibir la eficacia de los derechos humanos protegidos globalmente. El texto expresa que, en cuanto a su obligatoriedad, “Se distinguirán las disposiciones de dichos tratados (internacionales) de otros instrumentos internacionales que puedan asistir a los Estados en su comprensión y aplicación, pero que no tienen carácter jurídicamente vinculante”. En ello está dicho que solo aquel instrumento que es calificado como “Tratado” es jurídicamente vinculante. Esto apunta letalmente al corazón del alcance de los derechos humanos desarrollados por los Sistemas de Protección en los que participa Chile (por ejemplo, el Sistema Interamericano de Derechos Humanos), para los cuales (y esto es ampliamente aceptado teórica y jurídicamente) la jurisprudencia de sus tribunales resulta exigible, aunque el país no haya formado parte del caso por el que dicho Tribunal de pronuncia.
De esta manera, el reconocido “corpus” de los derechos humanos se cercena, lo que, además de inaceptable para la esfera de protección de estos derechos, resultará –sin más adorno– en incumplimientos a tratados vigentes (por ejemplo, el Pacto de San José de Costa Rica) y en un costo reputacional para Chile, que lo igualarán a las naciones más ostentosamente atrasadas en este aspecto.
Vámonos ahora a cuando las relaciones entre capital (incluidos los medios) y el trabajo se ponen tirantes: el derecho a huelga se mantiene coartado, a pesar de que la Comisión Experta lo había equiparado a como se le aborda internacionalmente (una huelga no constreñida). En la propuesta, la huelga está restringida a la negociación colectiva, es decir, al proceso programado en el que empleados y empleadores discuten las condiciones en las que trabajarán en lo sucesivo. No hay derecho a sentir malestar fuera de este marco, y si las condiciones se transforman o vuelven peores en cualquier momento que no se contemple en las etapas de la negociación colectiva, la huelga como herramienta es lisa y llanamente inconstitucional. El proyecto prefiere desconocer que, muchas veces, el desarrollo que tanto se anhela se alcanza cuando las relaciones laborales entre la patronal y el trabajo tienen un cierto balance, y que para lograr algún tipo de ponderación en tales relaciones, la huelga se vuelve primordial. Baste preguntarle a la mitad de Europa.
Por último, debe mencionarse una situación que no por mucho referida deja de ser alarmante: la constitucionalización de las isapres. Camuflada en el “derecho a elección” en cuanto a los prestadores de servicios de la salud (que comprende la provisión de estas prestaciones por redes estatales y por privados) está la noción de un prestador particular, que, si bien puede ofrecer planes “universales” que no distingan entre sexos, edad o preexistencias (una especie de GES actual), sí puede “diferenciar” en todos esos ámbitos, y, nuevamente, con permiso constitucional. La libertad de elección pregonada con fruición se hace sinónimo de la libertad para “elegir a quien quiero atender”, un mal que motiva desde hace tiempo las quejas de los chilenos y que está en las antípodas de sus anhelos.
Podemos preguntarnos, ya terminando, ¿qué hay de malo en poder diferenciar por precio, edad, sexo o enfermedad?, y podemos responder que la autorización constitucional para hacerlo no permite sistemas de protección de la salud con incentivos para desarrollarse de manera más o menos igualitaria, reproduciendo, en un aspecto tan delicado y preciado como es el bienestar físico y mental, injusticias de nacimiento que debiéramos ser capaces de erradicar o al menos morigerar.
Debo llegar hasta acá, y debo hacerlo con tremendo desconsuelo. No puedo cuestionar la honestidad brutal con la que se plantea el proyecto, que nos remite a una noción de que fantasías tales como la igualdad de los seres humanos y las de una sociedad que se va edificando por medio del apoyo mutuo, son paparruchas superadas por la misma naturaleza de las cosas y por la historia misma. Sus resultados serán funestos y crueles, pero su génesis fue honesta. El proyecto que debemos votar, torcido hasta el dolor a partir del propuesto por la Comisión Experta, nos quiere señalar eso con ahínco y que, si no nos gusta, bien podemos conformarnos con lo que muchos deseábamos cambiar desde el principio. En esta vuelta, esos muchos hemos terminado por tener que aceptar tragarse tamaño sapo. Cancha, tiro y lado.