El lado oscuro de la tecnocracia incluso ha inficionado a una institución que tiene por finalidad cultivar y fomentar la creatividad y el pensamiento: la universidad.
Las instituciones autoritarias exudan dogmatismo. Ellas son el hogar predilecto de las almas desorientadas y frágiles y también, paradójicamente, de las que son burdas y refractarias a las sutilezas. El dogma –ya sea religioso, secular o ideológico– les brinda cobijo y seguridad a unas y a otras.
A las almas que se aterrorizan con las preguntas que abren las puertas del absurdo, las instituciones autoritarias les proporcionan la certeza de que no se abrirán. Pero también son el hábitat ideal de las almas que están en el polo opuesto: las ramplonas. En efecto, dichas instituciones también son una caverna cómoda para las mentes filisteas en cuya arquitectura no hay espacio para las preguntas por el sentido de su quehacer, menos aún para preguntarse por el sentido de la vida. En el ámbito laboral, tal mentalidad cristaliza en la figura del funcionario obsecuente. Esos funcionarios que son la encarnación de la eficiencia y del autoritarismo burocrático.
Ellos son los engranajes que hacen posible que funcione la maquinaria de la banalidad, cuya característica distintiva es que dispone de un torniquete que estrangula la reflexividad y ahoga a las preguntas que ponen en tela de juicio su existencia. Esa maquinaria, en la actualidad, ni siquiera opera con las nociones morales de bueno o malo –aunque las tenga incorporada en su retórica–, porque tiene atrofiada, o por lo menos muy debilitada, la capacidad para pensar. Solo razona, y de manera eficiente, para alcanzar fines instrumentales y cortoplacistas.
Este tipo de mentalidad está en expansión. Sus expresiones, entre otras, son el afán productivista; la obsesión por la cuantificación; la degradación de todos los bienes a meros insumos que alimentan los rodillos de procesos estandarizados; la aceleración compulsiva que convierte a todas las realizaciones humanas (incluidas las espirituales, intelectuales y estéticas) en «cosas» fútiles y desechables que en un santiamén quedan obsoletas.
Tal mentalidad cuaja en un dispositivo anonadante que funciona como un sinfín que empuja escombros humanos a un despeñadero. Así, el desierto crece al alero del imperio de la técnica y del cálculo utilitario que secreta esa yesca nihilista que convierte todo en un erial. Su máxima expresión es la tecnocracia. Ella es como la yegua del bárbaro Atila: pisotea todo a su paso, arrasa con las singularidades, diseca la sensibilidad y carboniza la creatividad.
El lado oscuro de la tecnocracia incluso ha inficionado a una institución que tiene por finalidad cultivar y fomentar la creatividad y el pensamiento: la universidad. Esta, en el caso chileno, se ha vuelto obsecuente con las métricas y metas que le impone la Comisión Nacional de Acreditación, como, asimismo, a otras exigencias extrínsecas a ella, las cuales están a punto de desvirtuarla. Si sigue así, será el fin de lo incuantificable, de lo inútil (palabra aborrecida y desacreditada por los filisteos), del bios theoretikos, de la vida contemplativa, sin la cual difícilmente puede prosperar el pensamiento sin más.
Así como en la Iglesia católica se aborta cualquier conato de debate que suscite incomodidad en la jerarquía eclesiástica con la expresión «Roma locuta, causa finita», en algunas universidades, análogamente, cualquier atisbo de cuestionamiento del cuerpo docente, referente a las exigencias insensatas que recaen sobre él, es aplastado, por parte de la burocracia universitaria, con la locución «la CNA lo exige». Y la invocación tiene el efecto esperado. Ipso facto, los paladines del pensamiento crítico devienen en funcionarios sumisos, en rebeldes obsecuentes.