Lo que cabe es asumir la actual Constitución no solo como una cuestión de hecho, sino también de derecho. Lo que fue ilegítimo en su origen, ha alcanzado una legitimidad en forma sobreviniente.
Esta pregunta le fue formulada una y otra vez por la periodista Mónica Rincón, en un programa de televisión en la noche del plebiscito del 17 de diciembre, a Bárbara Figueroa, secretaria general del PC, ante la evidente incomodidad y evasivas de esta última. A los pocos días, en un seminario realizado el 21 de diciembre, la ex Presidenta Michelle Bachelet afirmó que es un “error” pensar que el resultado del plebiscito signifique la consolidación de la Constitución de 1980.
¿Es legítima la actual Constitución? La doctrina común de la oposición a la dictadura de Pinochet, a instancias del Grupo de los 24, era que la Constitución de 1980 era “ilegítima en su origen, y antidemocrática en su contenido”. Esa fue nuestra postura común bajo la dictadura.
La decisión de concurrir al plebiscito del 5 de octubre de 1988 le confirió, al menos implícitamente, una cierta carta de legitimidad a esa Carta Fundamental. Esa decisión de participar, y el triunfo de la opción del NO en las urnas, estuvo en la base de la transición pacífica a la democracia, con la consiguiente derrota del continuismo de Pinochet en torno a la opción del SÍ, y la política de rebelión popular de masas promovida por el PC.
La aprobación por más del 90% del electorado en el plebiscito de julio de 1989 de 54 reformas constitucionales sometidas a consulta ciudadana vino a conferir una legitimidad formal a la Constitución de 1980. Ese sería el marco constitucional por el que se regiría la transición democrática. Esas fueron las reglas del juego concordadas por la ciudadanía. Todas las elecciones, todos los actos de los distintos gobiernos, incluido el actual, y del Estado en su conjunto, han sometido su actuar a la Constitución, incluida la posibilidad de su reforma por el quorum establecido en ella.
Subsistía empero el tema de los “enclaves autoritarios” de la Constitución de 1980, los que entrababan el pleno ejercicio de la soberanía popular. Una parte importante de ellos fue eliminada en virtud de la aprobación unánime por parte del Parlamento de la reforma constitucional de 2005. Fue así como el Decreto Supremo N° 100, del 22 de septiembre de 2005, fijó “el texto refundido, coordinado y sistematizado de la Constitución Política de la República de Chile”, firmado por el Presidente Ricardo Lagos Escobar y su gabinete.
Sin embargo, con ser un avance sustantivo, no logró despejar completamente el tema de la legitimidad de la Carta Fundamental. Si hemos de tomar como antecedente de la problemática anterior el libro de Fernando Atria, La Constitución tramposa (2013), tendríamos que concluir que la casi totalidad de los cerrojos o trampas mencionados por el otrora convencional constituyente habrían sido ya removidos: el sistema electoral binominal, eliminado el 30 de enero de 2015; el quorum de cuatro séptimos de las Leyes Orgánicas Constitucionales, eliminado en enero de 2023 y sustituido por el voto de la mayoría de los parlamentarios en ejercicio; y el “metacerrojo” del 60 o 66% de quorum para reformar la Constitución, reducido a cuatro séptimos, también en 2022, merced a la reforma constitucional promovida por los senadores Ximena Rincón y Matías Walker. De acuerdo al argumento de Atria de aquel entonces, tendríamos que concluir que nos encontramos ante una “nueva Constitución” (restando solo el control preventivo de las leyes por parte del Tribunal Constitucional).
Renato Cristi, quien escribe una biografía intelectual de Jaime Guzmán y sigue toda la trama constitucional desde el golpe de Estado de 1973, llega a afirmar que “la Constitución chilena actual, y las instituciones que valida, no corresponden a la Constitución de 1980. Por tener un titular o sujeto de Poder Constituyente distinto del que expresó en 1980, debería poder decirse que la actual es una Constitución distinta, análoga materialmente, pero no en su espíritu, a la de 1980” (El pensamiento político de Jaime Guzmán, 2000).
La tesis de Cristi es que, el proceso que va desde los años 80, culminando en el plebiscito de 1988 y la reforma constitucional de 1989, “puede ser interpretado como una manifestación del Poder constituyente del pueblo”; la dinámica de la transición a la democracia, que da cuenta de un proceso necesariamente gradual, dice el filósofo chileno, confirma “que el Poder constituyente ha sido retomado por el pueblo”. El Poder constituyente reclamado y asumido por la Junta de Gobierno desde el golpe de Estado de 1973 habría sido sustituido, en forma gradual pero efectiva, por el Poder constituyente del pueblo, dando paso a una nueva legitimidad democrática.
Ahora bien, podría pensarse que el estallido social de octubre-noviembre de 2019 cambia las cosas de manera radical, al plantearse la necesidad y conveniencia de un nuevo proceso constituyente, apuntando a la discusión y aprobación por parte de la ciudadanía de una nueva Constitución –ahora sí una “nueva Constitución”– y no las reformas anteriores, incluida la de 2005. El triunfo del “Apruebo” en el plebiscito de entrada de octubre de 2020 solo habría venido a confirmar la necesidad de dotar a una nueva Constitución de una nueva legitimidad.
Lo cierto es que, en el doble proceso constitucional de los últimos años, es el pueblo, convertido en Poder constituyente, el que ha detentado la decisión final. El doble rechazo al texto constitucional propuesto por la Convención Constitucional y al más reciente del Consejo Constitucional, no hace más que confirmar la plena vigencia de la Constitución actual; no la de 1980, sino la Constitución actual. La doble decisión de la ciudadanía confirma que este rige de jure y no solo de facto. El tema de la legitimidad de la Constitución actual queda plenamente validado. Con ser ilegítima en su origen, y antidemocrática en su formulación inicial, el texto que nos rige ha devenido en forma sobreviniente en una Carta Fundamental legítima y legitimada.
Lo que cabe hacia el futuro es la posibilidad de reformar la Constitución actual en virtud del mecanismo de reforma contemplado en la misma; es decir, por cuatro séptimos de los senadores y diputados en ejercicio. La declaración pública de los diez partidos oficialistas, todos ellos de izquierda, formulada en la misma noche del plebiscito del 17 de diciembre, es perfectamente congruente con lo anterior, al declarar que, “tal como declaramos en su momento, nuestros votos no estarán disponibles para un tercer proceso tal como lo hemos sostenido con anterioridad”.
Lo que cabe es asumir la actual Constitución no solo como una cuestión de hecho, sino también de derecho. Lo que fue ilegítimo en su origen, ha alcanzado una legitimidad en forma sobreviniente. El proceso gatillado desde el plebiscito de 1988 y las reformas constitucionales de 1989, y las 70 reformas a la Constitución –cabe agregar que, según Gonzalo García, exmiembro del Tribunal Constitucional, solo el 20% de la Constitución actual corresponde al de sus orígenes– han sustituido el Poder constituyente reclamado por la Junta de Gobierno desde 1973, por el Poder constituyente ejercido por el pueblo en forma directa, en los plebiscitos de 1989, 2022 y 2023, y en forma indirecta a través de sus representantes en el Parlamento.
Si vemos la realidad comparada (agradezco la asesoría del abogado constitucionalista Patricio Zapata en las líneas que siguen), constatamos que hay distintas formas de determinar la legitimidad de una Constitución. Hay constituciones que por diversas razones tienen una alta legitimidad. Es el caso de la Constitución de Bonn (Alemania) de 1949, que llevó al jurista Adolf (“Dolf”) Sternberger a referirse a ella, al cumplirse 30 años de su vigencia, como una expresión de “patriotismo constitucional”; tal es el caso también de la Constitución de los Estados Unidos, la Constitución de Filadelfia, de 1787, con sus 27 enmiendas, la que ha sorteado el paso del tiempo, ha sabido adaptarse a las nuevas circunstancias, y ha alcanzado una gran legitimidad.
Luego hay casos como la Constitución de 1958, en Francia, la Constitución de Charles de Gaulle, promulgada en medio de la crisis de Argelia, que supo poner fin a la histórica disputa que se tradujo en 5 repúblicas, 3 monarquías y 2 imperios. A pesar de que Francois Mitterrand en algún momento se refirió a ella como “Un Golpe de Estado Permanente”, fue él mismo quien contribuyó a darle la legitimidad de la que goza actualmente. Este es el caso también de la Constitución de 1978 en España, que puso fin a la histórica disputa entre derechas e izquierdas, que se tradujo en las tres guerras civiles “carlistas” del siglo XIX, una cruenta Guerra Civil en 1936-39, y la dictadura franquista. Aunque el Podemos encabezó un movimiento ciudadano para cuestionar la legitimidad de la Constitución de 1978 y lo que sus líderes llaman “el régimen de 1978”, la verdad es que dicha Constitución ha confirmado una y otra vez su plena vigencia y legitimidad (el Podemos está a punto de desaparecer como partido).
En fin, hay casos de adhesión más débil, pero referidos a textos constitucionales que han ganado legitimidad a través del tiempo. Es el caso de la Constitución de 1925. Cabe recordar que, en sus orígenes, la mayoría de abstuvo en el plebiscito de ese año, a la vez que el Partido Conservador, el Partido Radical y el Partido Comunista se manifestaban en contra de ese proyecto, asumiendo incluso la defensa del sistema parlamentario de gobierno. Fueron el presidente Arturo Alessandri, su sector del Partido Liberal, y el general Mariano Navarrete, inspector general del Ejército, los que se jugaron por la nueva Carta, y el sistema presidencial que le era inherente. Cabe recordar también que esa Constitución solo empezó a regir en 1932, poniendo fin a las intervenciones militares de 1924-32. Pues bien, lo cierto es que, tras la elección de Pedro Aguirre Cerda y el Frente Popular en 1938, y en los años y décadas siguientes, la Constitución de 1925 alcanzó lo que puede considerarse como una plena legitimidad democrática.
Hay que hacerse a la idea, pues, que la Constitución actual es producto de un conjunto de reformas que han tenido lugar desde 1989 en adelante, y que ello ha sido refrendado expresamente en las urnas en el proceso político y constitucional de 2019-2023. La ciudadanía ha optado por el método de la reforma, que es el método propio de la democracia; no la revolución, no la refundación, como el fallido texto propuesto por la Convención Constitucional, no la involución del texto propuesto por el Consejo Constitucional, sino la reforma.
De todo lo anterior fluye que la Constitución actual, no la de 1980, goza de una legitimidad que ha sido reconocida y reafirmada por la acción directa de la ciudadanía, en los plebiscitos de 1989, 2022 y 2023, y la acción indirecta a través de sus representantes en el Parlamento. Ello implica que, hacia el futuro, el camino es la reforma de sus disposiciones a través del quorum de cuatro séptimos contemplados por la misma.
Sí, la actual Constitución es legítima, y las reformas que puedan introducírsele son la tarea permanente de perfeccionamiento democrático del régimen constitucional chileno.