Predicar la interdisciplinariedad en investigación es mucho más fácil que practicarla.
La fiebre por la interdisciplinariedad no baja en el mundo académico. Quienes financian proyectos demandan que estos tengan un aspecto interdisciplinario; quienes anuncian puestos de trabajo subrayan las ventajas para el candidato o candidata que tenga una formación interdisciplinaria; aparecen carreras completas de corte interdisciplinario, así como también revistas y conferencias de perfil interdisciplinario. Para una espectadora externa, no cabrían dudas de que esto es lo que se lleva actualmente a nivel de investigación y docencia. Si está en todos lados, ¿será que todos la practican?
Lejos de eso. Detrás de las fachadas, la verdad es que ser genuinamente interdisciplinario es mucho más difícil de lo que parece, y parte de la dificultad reside en que ni siquiera quienes dicen que lo hacen saben lo que dicen. Que no haya una definición estándar de interdisciplinariedad debería ser el más claro signo de alerta: cada uno y cada una, al final, termina interpretándola como mejor le sienta (y ni hablemos de lo multi y transdisciplinario, a veces usados como sinónimos, y a veces no, pero tampoco claramente definidos).
Por mi parte, veo al menos dos corrientes que se dicen ambas interdisciplinarias, pero difieren radicalmente en sus metodologías y resultados. Me referiré solamente a la investigación interdisciplinaria, dejando a un lado la formación interdisciplinaria, que plantea sus propios desafíos.
Por un lado, están quienes entienden la investigación interdisciplinaria como aquella que mezcla métodos de diferentes disciplinas para describir y entender a su objeto. Por ejemplo, algunos de quienes se dedican a las llamadas “humanidades ambientales” mezclan etnografía (típica de la antropología), investigación de archivos (historia), creación de nuevos conceptos (típico de la filosofía) y algo de ecología. Si se me permite una analogía culinaria, lo que se intenta hacer aquí es fusión: tal como lo mejor de Japón y de Perú produce Nikkei, una tercera cocina distinta de, pero basada en las dos anteriores, aquí se aspira a crear métodos nuevos que están entre disciplinas.
La mayor parte de las veces, sin embargo, tal como pasa con Nikkei, el resultado no es fusión, sino confusión. Ni de aquí ni de allá, muchas veces este tipo de interdisciplinariedad deja a sus practicantes en un limbo, con resultados no suficientemente originales para ninguna de las disciplinas de las cuales se nutren. Las excepciones, al mismo tiempo, son brillantes, y son casi siempre personas que tienen una formación completa en dos o más disciplinas y terminan desarrollando su propio método (véase, por ejemplo, el trabajo de la bióloga y filósofa Vinciane Despret en torno a cómo las preguntas que plantean los científicos respecto a la conducta animal ya revelan las respuestas que quieren obtener). Cuando funciona, la interdisciplinariedad significa en realidad la creación de una nueva forma de mirar al objeto de estudio.
Por otro lado, está la práctica de la interdisciplinariedad como una colaboración entre varias personas, cada una mirando al objeto desde su propia perspectiva, pero en diálogo permanente con las demás, informándose de lo que ellas ven, cómo lo ven y por qué lo ven así. Aquí la analogía es más bien con la historia de los ciegos que intentan describir al elefante. Si cada disciplina por separado solo logra una visión parcial e incompleta del objeto de estudio, al entrar en colaboración con las otras esa visión parcial se va rellenando hasta alcanzar –en el mejor de los casos– al elefante completo.
De nuevo, lograr este tipo de interdisciplinariedad es difícil y lograrlo requiere crear un equipo de colaboradores genuinamente abiertos a escuchar a los otros, y a integrar ese conocimiento nuevo en sus investigaciones. Esta es la manera tácita en que se entiende la interdisciplinariedad en los Centros e Investigación Asociativa (CSIA) promovidos por ANID, enfocados en un tema (por ejemplo, cambio climático), pero abordándolo desde ángulos diferentes: ciencias de la tierra, oceanografía, demografía, derecho internacional, etc.
En suma, predicar la interdisciplinariedad en investigación es mucho más fácil que practicarla. La academia sigue siendo un espacio predominantemente conservador y celoso, donde cada disciplina patrulla sus fronteras y controla a quienes osan cruzarlas. Entre la especialización excesiva que no se comunica más allá de un grupo exclusivo de pares y la total no-especialización que deriva en confusión, hay que trazar un camino intermedio. La demanda por mayor interdisciplinariedad debería ser la que nos obligue como académicos a abrirnos y a dialogar con otras disciplinas sin perder rigurosidad; no una excusa para desechar todo método, sino una exigencia para preguntarnos por el propio y ver qué agrega: sea fusión bien hecha o una perspectiva clara y complementaria con otras al describir un pedazo del “elefante”.