Quienes nos desenvolvemos en el entorno universitario observamos constantemente cómo las y los estudiantes enraízan muchas veces su delicada salud mental en las presiones externas excesivas que nos impone la cultura del exitismo.
Durante las últimas semanas nuestro país se ha visto conmocionado por el suicido de Catalina Cayazaya, estudiante de terapia ocupacional de la Universidad de los Andes, producto del hostigamiento de los encargados de sus internados. Y frente a esta noticia, es natural indignarnos y preguntar: ¿hasta cuándo los estudiantes tendrán que soportar el abuso y maltrato de los profesores? ¿Cuántas muertes más tendrán que ocurrir para que la salud mental sea una prioridad?
Y es que desgraciadamente, como suele ocurrir en muchos ámbitos, un caso límite y extremo como el de Catalina prende las alarmas sociales y coloca sobre la mesa un fenómeno que lleva arrastrándose desde hace mucho tiempo. Se trata de las y los estudiantes abrumados, con vidas marcadas por el estrés y el malestar psicológico, algo que en primera instancia puede estar dado por los malos tratos y el hostigamiento que pueden recibir en sus cursos y prácticas, pero que encuentra razones mucho más profundas: la crisis de salud mental estudiantil que vivimos.
Quienes nos desenvolvemos en el entorno universitario observamos constantemente cómo las y los estudiantes enraízan muchas veces su delicada salud mental en las presiones externas excesivas que nos impone la cultura del exitismo y el individualismo, que en lugar de empujarnos a una sociedad colaborativa y en la que nos desarrollemos profesionalmente como personas, gradúa numéricamente el éxito e incentiva dinámicas de competencia excesiva, creando la falsa ilusión de que no hay espacio para la plenitud de todos.
Esta cultura del éxito que daña la salud mental no solo de los estudiantes sino de toda la población, ha contribuido a desfigurar el sentido de las universidades, que a nuestro pesar han visto relegada su misión de formar a las personas en el conocimiento por dar realce a entregar profesionales al mercado, formateados para competir entre ellos y ser los mejores, sin preocupación por los altos niveles de frustración y sacrificio de los demás ámbitos de la vida que hay de por medio.
La crisis de salud mental estudiantil, que proyecta su sombra hacia todo el país, requiere ser enfrentada desde su génesis, y qué mejor lugar para partir que los centros donde los profesionales y trabajadores del futuro se forman. Urge que se trabaje en proyectos de ley que se dirijan hacia la construcción de una educación que cuide la salud de quienes pasan por las aulas, los laboratorios y las prácticas, siendo necesario que el Estado exija mayor uniformidad a las casas de estudio en los lineamientos y políticas de bienestar mínimos que deben cumplirse.
Entre dichos lineamientos tienen que contarse la existencia de protocolos y reglamentos claros que rijan las prácticas profesionales específicas de cada carrera, así como el aseguramiento de una dotación basal de asistencia y servicio de tratamiento psicológico para estudiantes que lo requieren.
Desde la representación académica estudiantil llamamos a las autoridades y los legisladores a tomar cartas en este asunto que ya se ha mostrado como urgente. Para que Catalina ojalá sea la última estudiante cuya vida es arrebatada por una experiencia universitaria.