Pero el poder no era para los trabajadores, como prometía Lenin, sino que era para los miembros del partido bolchevique.
“Un gran equívoco reina, fuera de Rusia, sobre los soviets. Para muchos trabajadores de otros países el término tiene algo de místico. Una multitud de ingenuos –de primos, para decir la palabra–, tomando por gordura la hinchazón, dan crédito al decorado socialista y revolucionario de los nuevos impostores. Las masas están constreñidas en Rusia, por la violencia y otros métodos de uso interno, a adaptarse a esa impostura (exactamente como ocurre en la Alemania de Hitler y en la Italia de Mussolini, etc.). Pero los millones de trabajadores de los demás países se dejan ganar cándidamente por la superchería, de la que algún día podrán ser también víctimas”.
Así denunciaba el anarquista ruso Vsévolod Mijáilovich Eichenbaum, conocido como Volin en los soviets, la represión que ejercían contra los trabajadores los líderes bolcheviques en la URSS.
Los bolcheviques –los comunistas– no hicieron triunfar la libertad de los trabajadores, sino que restauraron el autoritarismo y el Estado policial, usando las cárceles y campos de trabajo forzado de los zaristas, convirtiéndose así en los nuevos amos de la clase obrera y campesina. Ejercieron el terror y la represión sistemática contra cualquier crítico o disidente, incluidos obreros, anarquistas, mutualistas, socialdemócratas, socialistas e incluso viejos bolcheviques.
Bajo la promesa de una democracia de los trabajadores, se destruyeron sistemática y brutalmente las diversas organizaciones obreras como mutuales y cooperativas, negándoles la libre asociación y el libre contrato, siendo en cambio sometidos bajo el poder burocrático del partido único y un único empleador, el Estado, que como advirtió el propio Trotsky, te podría matar de inanición.
Cuando los obreros y trabajadores de Petrogrado se quejaron del abuso y autoritarismo de los comisarios bolcheviques, fueron masacrados. En Kronstadt, Zinóviev llamó a tomar de rehenes a niños y mujeres, para luego acribillar a esposos y padres. Todos obreros y marineros que pedían, entre otras cosas, libertad de reunión para los sindicatos industriales y organizaciones campesinas, junto con libertad de palabra e imprenta para los campesinos y obreros.
Pero el poder no era para los trabajadores, como prometía Lenin, sino que era para los miembros del partido bolchevique. Como bien narraba el historiador y anarquista alemán Rudolf Rocker, “mientras un país está gobernado por la dictadura de un partido es evidente que los consejos de obreros y campesinos pierden toda su significación”.
Se cumplía así la advertencia de Bakunin acerca de las ideas de Marx, en su carta de 1872 a La Liberté: “Después de un corto momento de libertad u orgía revolucionarias, ciudadanos de un Estado nuevo se despertarán esclavos, juguetes y víctimas de nuevos ambiciosos”. Por algo, en el funeral de Kropotkin en 1921, el mensaje era claro: abajo el Estado bolchevique.
Probablemente este 1 de mayo muchos agitaron banderas rojas con la hoz y el martillo, obviando o negando las luchas que obreros y trabajadores tuvieron que emprender contra sus supuestos libertadores en los aparentes paraísos comunistas. Olvidarán que, al igual que los mártires de Chicago, condenados a muerte aunque nunca se probó su real culpabilidad en los atentados del 4 de mayo en Haymarket Square, bajo el comunismo muchos obreros fueron condenados a muerte, masacrados, perseguidos, encarcelados y esclavizados, tal como ocurrió en la disuelta URSS, Polonia, Hungría, Checoslovaquia y la RDA.