No es correcto ampliar la jurisdicción militar y mucho menos encomendar el conocimiento de delitos cometidos por militares contra civiles a esta jurisdicción especializada, sin contravenir estándares de un proceso penal en forma y los compromisos suscritos por nuestro país.
La reciente discusión sobre la posibilidad de entregar a la justicia militar el conocimiento y decisión en torno a eventuales hechos ilícitos que miembros de las Fuerzas Armadas y Carabineros puedan cometer con ocasión de resguardo a infraestructura crítica, en Estados de Excepción Constitucional, el resguardo de zonas fronterizas o el resguardo del orden público en materia de actos electorales o plebiscitarios, representa un retroceso y un error en materia de debido proceso y Estado de Derecho. Las razones de ello son variadas y conviene evidenciarlas y explicarlas.
En primer lugar, existen estándares internacionales y jurisprudencia del sistema interamericano que explicitan la necesidad de someter a la jurisdicción ordinaria y civil aquellos actos ilícitos cometidos por las Fuerzas Armadas y de Orden y Seguridad que no corresponden a delitos propiamente militares y que resguardan bienes jurídicos militares, como la desobediencia o la deserción, entre otros.
Sobre este punto es necesario recordar que los países se distinguen entre aquellos que tienen jurisdicción militar especializada para conocer de los ilícitos propiamente militares y aquellos que someten este tipo específico de delitos a la jurisdicción ordinaria. Pero incluso los países que poseen jurisdicción militar especializada la restringen únicamente a delitos de función cometidos por militares en servicio activo en el ejercicio de sus funciones y únicamente con relación a delitos muy concretos y específicos, que son manifestación del incumplimiento de sus deberes militares.
En segundo lugar, nuestro país ha realizado esfuerzos por acotar la justicia militar, de modo de circunscribir a ella únicamente casos relacionados con delitos propiamente militares, evitando su inadecuada extensión a civiles y a delitos relacionados con acciones no militares. Ello ha sido un largo esfuerzo desde la recuperación de la democracia. Así, la Ley N° 20.477, del 30 de diciembre de 2010, eliminó la competencia de los tribunales militares para juzgar a civiles y a personas menores de edad. Por su parte, la Ley N° 20.968, del 22 de noviembre de 2016, excluyó del conocimiento de los tribunales militares aquellos casos en que la víctima o imputado del delito investigado sean civiles.
En tercer lugar, nuestro país ha suscrito compromisos internacionales ante el sistema interamericano a objeto de no ampliar la jurisdicción militar, lo que se evidencia en el considerando 14 del caso Palamara, donde se ordena a Chile lo siguiente: “El Estado debe adecuar, en un plazo razonable, el ordenamiento jurídico interno a los estándares internacionales sobre jurisdicción militar, de forma tal que en caso de que se considere necesaria la existencia de una jurisdicción penal militar, ésta debe limitarse solamente al conocimiento de delitos de función cometidos por militares en servicio activo. Por lo tanto, el Estado debe establecer, a través de su legislación, límites a la competencia material y personal de los tribunales militares, de forma tal que en ninguna circunstancia un civil se vea sometido a la jurisdicción de los tribunales penales militares”.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha afirmado reiteradamente que los estándares o parámetros sobre las limitaciones que debe observar la jurisdicción militar son los siguientes: a) no es el fuero adecuado para investigar y, en su caso, juzgar y sancionar a autores de violaciones a los derechos humanos; b) solo puede juzgar a militares en servicio activo; y c) solo puede juzgar la comisión de delitos o faltas (cometidos por militares activos) que atenten, por su propia naturaleza, contra bienes jurídicos propios del orden militar.
En cuarto lugar, y con prescindencia de los aspectos anotados, la jurisdicción militar en Chile exhibe retrasos y anacronismos que impiden considerarla un modelo idóneo a ser ampliado, pues el modelo inquisitivo que caracteriza el sistema de justicia militar vigente coloca a cargo de un fiscal militar, dependiendo del Ejército y sin los resguardos necesarios como la inamovilidad, como expresión de la garantía básica para asegurar la debida independencia del mismo, la instrucción del caso.
Por otra parte, el caso se presenta para ser resuelto por otro militar que carece igualmente de la imparcialidad objetiva necesaria, dada su ubicación institucional. Este modelo carece, por lo demás, de sistemas institucionales de defensa para los mismos militares imputados que asegure requisitos básicos de un debido proceso. En diversas ocasiones se ha intentado debatir cambios estructurales a este sistema inquisitivo, sin que hasta la fecha se haya podido concretar avances en la materia.
Por las razones anotadas, no es correcto ampliar la jurisdicción militar y mucho menos encomendar el conocimiento de delitos cometidos por militares contra civiles a esta jurisdicción especializada, sin contravenir estándares de un proceso penal en forma y los compromisos suscritos por nuestro país ante las instancias internacionales.
Con prescindencia de estas consideraciones, el modelo de justicia ordinario, que exhibe un modelo acusatorio formal y que probablemente es de aquellos más reputados en América Latina, según dan cuenta informes del Centro de Estudios de Justicia de las Américas, se conforma con un sistema que coloca la persecución criminal en manos de un Ministerio Público autónomo que no depende del Ejecutivo de turno y que es considerado por sus pares regionales como uno de los órganos más respetados en materia de independencia externa de la región.
El modelo de defensa penal ha representado a uniformados en diversos casos, especialmente a miembros de las Fuerzas de Orden y Seguridad, con apego a estándares y prerrogativas que permiten un adecuado respeto a sus derechos y garantías.
Por último, y no menos relevante, la independencia externa del Poder Judicial en Chile es uno de los factores que suele exhibirse en los rankings de Estado de Derecho a nivel mundial y es una prenda de garantía que nos permite, entre otros factores, ocupar el puesto 33 de 142 países en el índice Global de Estado de Derecho del World Justice Project.