El temor visceral a las reformas que tienen ciertos sectores de la economía y de la política nacional no se compadece con los intereses de mediano y largo plazo del capitalismo nacional, ni con las visiones de los sectores de las altas finanzas internacionales que hablan por la boca del FMI.
La directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Kristalina Georgieva, estuvo recientemente en Chile, y en el contexto de su apretada agenda de trabajo se dio tiempo para conceder una entrevista a un medio local, en la cual vertió reflexiones que son importantes de conocer y de procesar.
Consultada sobre la situación y las perspectivas de la economía chilena respondió que –para efectos de volver a tasas elevadas de crecimiento– el país necesita reformas estructurales, mencionando específicamente los cambios en la salud y la educación. En sus propias palabras:
“Primero, reformas estructurales que apuntalen una mayor productividad y mejores perspectivas de crecimiento, invirtiendo en educación de alta calidad, en habilidades para el futuro”.
Solo en segundo lugar la directora gerente del FMI menciona la necesidad de agilizar los trámites para efectos de la inversión.
Entre los economistas –y entre los sectores políticos que piensan y deciden sobre estas cuestiones– ha estado presente, desde hace mucho tiempo, la disyuntiva entre crecer para poder llevar adelante reformas, o llevar adelante reformas para poder crecer.
En el contexto nacional, la derecha económica y política ni se asoma a la posibilidad de reformas estructurales. Las rechazan con toda la batería de argumentos y medios que están a su disposición, que no son pocos. Solo adhieren con fuerza a la necesidad de invertir y de crecer, e incluso en esos campos, con una serie de condicionamientos. Esas actividades económicas siempre son importantes. Sin inversión no hay crecimiento posible, aun cuando no toda inversión tiene el mismo impacto sobre el crecimiento. Pero, además, la actual coyuntura por la cual atraviesa el país pone de relieve que se ha llegado a una situación de caída sostenida de la productividad de los factores productivos y que seguir invirtiendo sin solucionar los problemas estructurales que enfrenta el país solo asegura, en el mejor de los casos, un crecimiento de escasa significación económica y social.
Al mismo tiempo, en la prédica de esos sectores económicos y políticos no se pone una cosa primero y la otra después, sino que se pone una cosa primero y la otra nunca jamás. En algunas ocasiones, según ellos, no hay que hacer reformas porque se está creciendo y no hay que detener ese proceso de crecimiento, y en otras, no hay que hacer reforma porque se está en una etapa de estancamiento económico y las eventuales reformas complotarían contra el crecimiento posible y deseable. Por lo tanto, no hay que hacer reformas nunca.
Cuando el FMI habla de reformas, al igual que cuando lo hace el actual Gobierno y las fuerzas que lo apoyan, no están pensando en cambios radicales que pongan en jaque el sistema capitalista, ni el funcionamiento normal de los mercados. Eso no sería esperable de un organismo como el FMI. Las reformas en el campo de la educación y de la salud, por ejemplo, pondrían a disposición del mercado una nueva generación de jóvenes trabajadores más sana y más educada y, por ambas razones, más productiva laboralmente, con lo cual todos los sectores productivos podrían invertir y crecer más y mejor.
La reforma tributaria y la reforma previsional, además de tener detrás una carga alta de justicia y equidad social, tendrían, en caso de consumarse, un impacto positivo sobre el crecimiento de la demanda y el consumo internos, lo cual es una condición favorable para el desarrollo de grandes, medianas y pequeñas empresas.
Por lo tanto, el temor visceral a las reformas que tienen ciertos sectores de la economía y de la política nacional no se compadece con los intereses de mediano y largo plazo del capitalismo nacional, ni con las visiones de los sectores de las altas finanzas internacionales que hablan por la boca del FMI.