Los sectores más conservadores de la izquierda del Gobierno, junto con reivindicar su histórica relevancia desde el retorno de la democracia, aprovechan para aparecer públicamente gozando de las virtudes del poder maduro, equilibrado, sin complejos por el uso de la fuerza.
El sociólogo chileno Tomás Moulian escribió una lacerante crítica política, social y cultural al proceso de democratización chileno de retorno a la normalidad institucional, poco más de 20 años después del golpe de Estado cívico militar en su obra –tal vez la más significativa– llamada Chile actual: anatomía de un mito, fechada en el año 1997. El acero de su análisis forense describe la presencia de un “transformismo” en la nueva democracia chilena.
La primera edición de 1.000 ejemplares de su ensayo apareció bajo la alianza editorial de LOM-ARCIS en junio de 1997. Y ya para diciembre de ese mismo año, el libro iba en su decimosexta edición, también de 1.000 ejemplares. Puede ser considerado uno de los pocos ensayos que lograron llegar a ser una especie de acontecimiento cultural en nuestra historia reciente, porque algunas de sus tesis, además de hacer eco en nuestra sociedad, abrieron nuevos imaginarios para la crítica fuera de la clase política.
Su definición de “transformismo” era relativamente simple de comprender:
Llamó “transformismo” al largo proceso de preparación, durante la dictadura, de una salida de esta, destinada a permitir la continuidad de sus estructuras básicas bajo otros ropajes políticos, las vestimentas democráticas. El objetivo es el “gatopardismo”, cambiar para permanecer […]. El “transformismo” consiste en una alucinante operación de perpetuación que se realizó a través del cambio del Estado. Este se modificó en varios sentidos muy importantes, pero manteniendo inalterado un aspecto sustancial. Cambia el régimen de poder […], pero no hay un cambio del bloque dominante, pese a que sí se modifica el modelo de dominación (p. 145).
Eran interesantes, y múltiples, las dimensiones de la edición de este libro. Por de pronto, fue imaginado por una muy influyente editorial en el mundo crítico y una muy influyente universidad de izquierda; ellas le daban a Moulian el aura necesaria para acometer esta exhumación forense. La colección editorial no dejaba lugar a dudas, pues su denominación era “Sin Norte”; y su serie editorial no hacía más que acentuar este aparente naufragio espontáneo: se llamaba “Punto de Fuga”. El objeto-libro era de muy mala calidad: unas hojas pegadas por un aglutinante más o menos profesional, casi cercano a lo artesanal.
No obstante, esto le daba al libro de Moulian un algo más, un qué sé yo, que lo acercaba a esas ediciones clandestinas de fines de los ochenta en dictadura. Entonces el libro, en cuya portada aparecía un superhéroe aún no “travestido” y una heroína en plena dinámica, fue una genialidad desde el punto de vista de la mercadotecnia. Era también, él mismo, el libro, la editorial, objetos de consumo. Era la repetición, ahora en el mundo editorial, de la misma lógica que hizo posible la Campaña del NO.
Pueden ser las paradojas del destino, pero las grandes editoriales no dejaron pasar la oportunidad de la ola y se sumaron cada una con sus propios autores y sus propias polémicas en busca del éxito mercadotécnico. Lo de Moulian en cambio siempre fue distinto, y no solo él, sino que también otros autores de esta casa editorial conseguirían el palmarés de los Premios Nacionales en Humanidades, Historia o Educación. Es decir, el mercado sería posteriormente validado por el Estado con su pompa y con su, hay que decirlo, circunstancia.
En este sentido, las expresiones que hace pocos días hemos escuchado de personeros de extrema derecha, acusando un “travestismo”, no son nuevas, tampoco las replicas de un Gobierno de izquierda que se estandariza con el “patriotismo”. Nuestra democracia ha conocido de estas dialécticas discursivas y de estos conceptos; ¿lo que cambia es la posición en el ajedrez del poder del Estado? No se trata de un mero preguntar en el contexto del complejo escenario político de hoy, donde emerge nuevamente la dialéctica de los trajes del poder, su apariencia, sus cambios. Es un preguntar que abre el juego y revisita un gran ejemplo, el sonado éxito de las tesis de Chile actual: anatomía de un mito, del que algo todavía podemos aprender.
Más en lo profundo de su ensayo, Moulian despliega su tesis para afirmar:
El dispositivo-saber realiza sobre la democracia una gran operación de travestismo. La desplaza de los fines a los medios, de la producción de lo social al consumo de lo social […]. Así concebida, la política democrática no produce fines solamente, por así decirlo, realiza o consume esos fines. Esa es la validez de la metáfora: se trata de una democracia que cambia de sexo, travestida, por cuanto lo propio de la voluntad popular debería ser la selección de los fines y no la pura realización (o consumo) de ellos (p. 212).
Ese enigmático “dispositivo-saber” –es posible aventurarse– está articulado en el núcleo de lo que fue cuestionado –con toda la colisión de fuerzas que eso significó para todos– en los acontecimientos de octubre del 2019.
Más allá de lo que se denomina “octubrismo”, o sea, de la crítica a la violencia, octubre del 2019 articuló la más notable crítica al “dispositivo-saber” que, si seguimos a Moulian, fue la ideología abiertamente pro neoliberal capitalista que se fraguó durante la dictadura mediante el mecanismo del terror, pero que luego se consolidó y legitimó mediante el transcurso institucional de la nueva democracia, la que, si bien es cierto, tuvo en su seno a un sector de la izquierda, criticado no solo por las tesis de Moulian, sino que además por partidos de otra izquierda que durante un gran lapso histórico fueron desplazados y excluidos de esa dinámica institucional de los consensos políticos ad intra y ad extra, supuestos en la administración de las decisiones de Estado.
El caso es que esos excluidos de ayer –muchos de ellos– hoy están en la toma de decisiones más inmediata del poder desde La Moneda y desde el Parlamento, es decir, desde el aparato del Estado. ¿Quiere decir que validan lo que ayer denostaban? La respuesta está lejos de ser simple. Ahí está la pedagogía del asunto, pues el aprendizaje elaborado desde octubre del 19 no está completo si obviamos, sin titubear, el horizonte crítico más inmediato de su estallido. Parte de ese horizonte está también copado por la actual generación política y, por qué no, parte del aprendizaje está en el ejercicio del poder que se está matizando, tal vez más rápido de lo que se pensaba, de un tiempo a esta parte.
Que se diga que el cambio de ropaje del Gobierno es ostensible, puede ser visto también como una formulación estratégica que le sirve al amplio mundo conservador, que incluye a sectores de la ultraderecha, pero que no excluye necesariamente –ese es el punto– a sectores de Gobierno más cercanos al centro político que vienen de la izquierda tradicional. La respuesta a esto ha sido visible desde dos escalas.
Una escala de respuesta es la del ámbito electoral, es la dimensión sobre la concurrencia a la fiesta de las urnas, por sobre la llamada a la movilización social. Esta llamada no se realizará en el futuro inmediato y se prefiere apostar por la crítica a la “simbólica” de octubre del 2019, que hace aparecer al bloque más de izquierda del Gobierno como aquejado por una crisis de identidad o crisis de crecimiento. Los sectores más conservadores de la izquierda del Gobierno, junto con reivindicar su histórica relevancia desde el retorno de la democracia, aprovechan para aparecer públicamente gozando de las virtudes del poder maduro, equilibrado, sin complejos por el uso de la fuerza.
Sin embargo, la crisis de identidad y el orgullo de la madurez, pueden ser entendidos como simples líneas estratégicas de cara a las dinámicas coyunturales que animan las futuras elecciones, es decir, otro cuento será cuando se saquen las cuentas poselecciones. Ahí se sabrá cuán mal o bien lo ha hecho el Gobierno y cuál de sus dos almas será la que prevalecerá. No obstante, el poder de los símbolos de octubre 19 escapa a las opiniones respecto de ellos. Un símbolo no se sostiene por discursos, sino que por verdaderas narrativas arraigadas en lo social-comunitario. En esto, Moulian aún sigue teniendo la razón: la alternativa radical de la movilización social es menos influyente que la contienda electoral, la que sea, aun cuando exista la convicción de que el neoliberalismo sigue siendo la lógica que regula el nosotros-común.
La segunda escala de respuesta ha sido más riesgosa por la ideología que encierra. Se ha llamado “antipatriotas” al líder y al bloque de extrema derecha. Básicamente el Gobierno se abre a la posibilidad de entrar en un juego que no tiene base militante identitaria, pues se trata de una cultura más globalizada posnacionalista. Es decir, una cosa es estar dispuesto a seguir gozando de la complacencia ante una “crisis de identidad”, pero otra cosa muy distinta, ahora sí, es vestirse con ropas ajenas. Siguiendo a Moulian, sería el transformismo del transformismo.
No obstante, no es solo esta base militante la que sostiene la simbólica apropiación de octubre 2019, su arraigo va mucho más a fondo de la superficie social a la que pueden acceder las encuestas. De entender esto, además de sacrificar el discurso por el patriotismo, se juega no solo la cuestión electoral, sino que las bases mismas de la confianza política.