
Tras 30 años de tratados: ¿hemos avanzado en la prevención de la violencia contra las mujeres?
Escribo esta columna aún con la voz de tristeza y angustia de aquella mujer que ayudé grabada en mi cabeza: “Hijita, vivo de vender agua y mire, no he podido vender ninguna, porque él tiene el Whatsapp donde yo tenía a mis clientes y porque me quitó las llaves del auto que usaba para entregarlas”.
Hace 30 años –cuando yo iba en prekínder, usaba delantal de cuadrillé rosado y mi distintivo era un paraguas–, distintas autoridades del continente americano se reunieron en la ciudad brasileña de Belém a convenir que la violencia contra las mujeres era (y es) una violación a sus derechos humanos y que, por ello, los Estados debían hacerse responsables de legislar, actuar y educar para erradicar esta problemática. Llamada Convención de Belém do Pará, fue todo un hito, porque antes de ello se asumía que esta violencia era una mera “ropa sucia” a lavar en la intimidad del hogar y donde nadie más debía meterse.
Hoy –que soy una mujer adulta casada, con una gata y que trabaja en violencia de género en una ONG a medio desfinanciar–, vemos a Chile asumiendo la presidencia de la Convención de Belém do Pará y preparándose para recibir a los Estados en su conferencia de aniversario. Y me pregunto seriamente: ¿hemos avanzado algo?
Aunque nuestro país ratificó la convención en 1996 –cuando yo estaba aprendiendo a leer de corrido y pasaba los recreos saltando la panty– y en esta se comprometía a “brindar servicios especializados para la atención de mujeres víctimas de violencia”, hace solo un par de días me tocó auxiliar a una mujer que había sufrido el ahorcamiento, robo de su celular y hurto de las llaves de su auto por parte de su expareja, mientras paseaba por la Costa Central; y que cuando intentó denunciarlo en dos comisarías distintas de la Policía de Investigaciones de la Metropolitana –región en que reside–, le pidieron que mejor volviera a San Antonio a poner la denuncia y le dieron intricadas instrucciones para que recuperara el control de su correo, WhatsApp y otras redes sociales; a ella, que ni siquiera supo tomar mi videollamada de Zoom para ayudarla.
Y cuando intenté reclamar a la PDI por su situación y pedir asistencia, me solicitaron que mejor ella pusiera la denuncia en Fiscalía; que solo necesitaba llenar un documento de Word y enviarlo por correo; todo esto, con sus plataformas y teléfono aún en poder de su agresor. Esta historia solo se solucionó porque en plena videollamada de WhatsApp conmigo, apareció su ex afuera de su casa y logramos llamar a Carabineros para denunciar la violencia flagrante. Si no, ella seguiría rebotando entre comisarías.
Aunque Chile publicó esta convención oficialmente en 1998 –cuando yo ya leía de corrido, mi color favorito era el verde y aprendía a multiplicar–, comprometiéndose a “modificar los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres (…) que perpetúan la violencia “, cada vez que me toca ir a dictar talleres en los liceos me encuentro con algunos docentes que creen que la violencia de género es un invento de las feministas, que ya no existen los estereotipos de género y que ya está todo resuelto, aunque cuando pregunto a la clase “¿quién ha sufrido acoso en la calle o el transporte público” o “¿a quién la han ciberacosado en redes sociales?”, prácticamente todas sus alumnas levantan la mano.
Hace tres décadas, nuestro país se comprometió a ofrecer “programas eficaces de rehabilitación y capacitación a las mujeres víctimas de violencia”. Pero hace tan solo unos tres meses Nabila Rifo, quien perdió su vista tras ser brutalmente agredida por su pareja, volvió a ser víctima de violencia de género por parte de un conviviente –previamente denunciado– y, en medio del abandono del Estado, la situación terminó con sus hijos asesinándolo. “Estoy preso, pero por lo menos mi mamá está tranquila. Nunca nadie más le va a pegar, ni nada”, declaró uno de ellos.
Cuando los y las estudiantes con quienes trabajamos en los liceos ni siquiera habían nacido y yo no tenía idea que me iba a dedicar a educar contra la violencia de género, el Estado de Chile se comprometió a “alentar a los medios de comunicación para que elaboren directrices adecuadas (…) que contribuyan a erradicar la violencia contra las mujeres”. Pero, hace solo un par de semanas, fuimos testigos de una cobertura noticiosa morbosa en torno al femicidio de Rennatta Rozas, que resaltaba los posibles problemas mentales y sexuales de su asesino, Diego Antican, y el monto mísero que este le había pagado para que se reunieran; en vez de mostrar esta violencia como un problema social –no un caso psiquiátrico aislado– o de hablar de otros aspectos de la vida de Rennatta. Caso que, además, tuvo su investigación estancada por todo un año y en el que el cuerpo de la víctima fue recuperado solo porque hubo desplazamientos de tierra en el cerro donde fue abandonada.
Escribo esta columna aún con la voz de tristeza y angustia de aquella mujer que ayudé grabada en mi cabeza: “Hijita, vivo de vender agua y mire, no he podido vender ninguna, porque él tiene el WhatsApp donde yo tenía a mis clientes y porque me quitó las llaves del auto que usaba para entregarlas”. Y sueño –porque me parece algo sumamente lejano– con un sistema que no las haga rebotar entre comisarías, fiscalías, centros de la mujer y números de ayuda inútiles, y que realmente las acune, abrace y acompañe; con un sistema que mueva todas las tuercas de su mecanismo kafkiano para ayudarlas efectivamente y con la celeridad que requieren sus casos.
¿Soluciones? Se me ocurren varias. Primero, se hace urgente incorporar la perspectiva de género de forma transversal a la educación chilena; si no, estamos condenados a continuar perpetuando las mismas desigualdades y violencias. Esta debe ir de la mano de educación sexual integral, para que los cuerpos de niñas, jóvenes y mujeres dejen de ser vistos como mercadería o un objeto a disputar en un campo de batalla.
Por otra parte, urge que Chile piense en un sistema unificado de atención a casos de violencia de género y con un personal tan profesional como empático; no este sinsentido dividido entre distintas policías e instituciones.
Junto con ello, existe un movimiento global de mujeres y feministas promoviendo un nuevo protocolo opcional a la CEDAW, el cual, si fuera apoyado e impulsado por Chile, obligaría a generar reformas legales, el entrenamiento de todos los profesionales que intervienen en casos de violencia de género, a crear sistemas de soporte a las sobrevivientes y promover educación para la prevención.
Finalmente, se hace urgente que las organizaciones de la sociedad civil que trabajamos educando, investigando y abordando lo que el Estado no hace y en los territorios a los que no acude, tengamos asegurado el financiamiento básico para nuestro funcionamiento. Porque, ¿les cuento algo tragicómico? Ese caso grave de violencia intrafamiliar nos lo rebotó un Centro de la Mujer: una institución que probablemente tiene más recursos, abogadas y equipo psicoterapéutico que nosotras, nos derivó un caso grave sin consultarnos. Y cuando al fin logré que llegara una patrulla a la casa de la víctima y calmarla, me hice un té, abrí mi correo y me encontré un entretenido correo de Sernameg diciendo que quedábamos fuera de un paupérrimo fondo de 4 millones al que postulamos, porque nuestra organización es tan chica, que las mismas personas que somos parte del directorio somos las mismas que vamos a hacer talleres y eso nos dejaba fuera de las bases.
Entonces, ¿con qué cara vamos a ir a dar aplausos y felicitaciones al aniversario de esta convención?
Falta demasiado.
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