La premisa es simple: si se evitan las violencias fundadas en la orientación sexual, identidad o expresión de género, se aseguran las condiciones mínimas para que estas personas puedan desarrollar un proceso educativo en igualdad de circunstancias.
En relación con la diversidad sexual y de género, Chile ha experimentado notables cambios culturales en las últimas décadas. A velocidades diferentes y no siempre en una sola dirección, las identidades homosexuales, bisexuales, trans y no binarias, por nombrar algunas, adquieren visibilidad, reconocimiento legal o espacio en la cultura, aunque siempre rodeadas de un halo de resistencia.
Un ejemplo concreto de esto es la ambivalencia que existe respecto a la homosexualidad en el país: aun cuando el matrimonio igualitario existe, persiste el temor a que personas homosexuales oficien como educadores o como padres o madres. Se puede ser y no ser al mismo tiempo una persona no heterosexual.
Sin duda esta ambivalencia se traslada al espacio escolar. En los últimos años una serie de normativas han buscado asegurar el derecho a la educación de estudiantes LGBTI+: la circular 0821 de la Superintendencia de Educación del año 2021 o las Orientaciones para la inclusión de estudiantes LGBTI+ del Ministerio de Educación del año 2023, son solo un ejemplo de ellas.
La premisa es simple: si se evitan las violencias fundadas en la orientación sexual, identidad o expresión de género, se aseguran las condiciones mínimas para que estas personas puedan desarrollar un proceso educativo en igualdad de circunstancias. Pero, ciertamente, las violencias no afectan solo al estudiantado, pues en las comunidades escolares también hay personas adultas que entienden su vida desde un canon distinto a la heterosexualidad o la identidad cisgénero y que permanecen relativamente invisibles. ¿Cómo participan entonces ellas de estas iniciativas de inclusión?
La pregunta es particularmente relevante hoy, cuando estamos en el mes dedicado al orgullo LGBTI+. Desde las revueltas de Stonewall de junio de 1968, este tiempo del año ha venido a recordarnos que la diversidad sexual y de género no es una patología, ni un crimen, sino una forma de estar en el mundo, de participar de la vida social y, por lo tanto, de educar a otras personas, porque la educación no es solo instrucción sino además modelaje.
Si la educación es la práctica de acercar a una persona a un ideal de individuo, la afirmación positiva de la diversidad debiera alcanzar también a quienes educan. Porque, así como las normas vigentes en Chile buscan reducir la discriminación hacia los y las estudiantes, es decir, que sus procesos educativos no sean afectados ni entendidos únicamente a partir de su sexualidad o de su género, lo mismo podría ocurrir con las personas LGBTI+ que forman a otros: padres, madres, cuidadores, docentes, que juegan un rol activo en transmitir conocimientos y expectativas respecto a cómo es y cómo puede ser el mundo, tanto dentro de la escuela como fuera de ella.
Ejemplos de sus vivencias como educadoras y educadores –en el sentido amplio de la palabra– hay miles, solo basta con ampliar las investigaciones que, sobre esto, tímidamente comienzan a aparecer en el país. Mirando las vivencias, y no las suposiciones ideológicas sobre cómo las personas son y desean ser, es que realmente se puede atender a un desafío pendiente: pensar la inclusión y la educación de manera más compleja y no solo reducida a una aceptación de la diferencia que todavía es parcial.
* El autor es coinvestigador en los proyectos Fondecyt Regular: “Parejas del mismo sexo, luchas públicas y privadas” y “Políticas de género y diversidad sexual en la escuela: traducciones de los actores escolares en los inicios de una agenda sobre justicia social de reconocimiento en Chile” e integrante del Programa de Investigación en Género y Diversidad Sexual de la Universidad Alberto Hurtado.